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Esto le había contado Regino Martínez y a la vez se había lamentado de la falta de nuevos socios que amenazaba la propia existencia de ésa y otras asociaciones. El local, en el que no había nadie, confirmaba estas palabras.

La sede de la ACHA había conocido mejores tiempos. Las protuberancias del estucado habían ennegrecido con los años y el blanco había mutado en amarillento hacía tiempo. También los carteles con anuncios de actos o recortes de periódicos que colgaban enmarcados de las paredes habían perdido el contraste, y los rojos, verdes o negros originales derivaban en un azulado uniforme.

Al lado de la puerta de entrada, un alto expositor con folletos de actividades de extranjeros en la ciudad. Un rápido vistazo al pasar le mostró quiénes llevaban ahora la voz cantante. Cursos de salsa y merengue, charlas sobre el islam, tai-chi en el Grüneburgpark, café y tango en un local en el barrio de Bockenheim, capoeira brasileña en la universidad popular y angoleña en el club africano ubicado en la antigua Jefatura de Policía cerca de la estación.

Detrás del expositor, una puerta daba a una amplia sala con mesas cuadradas para cuatro personas. En muchas de ellas, el tablero de fórmica de color marrón oscuro estaba desgastado hasta volverse blanco en el centro. Cornelia identificó la causa enseguida. Era el producto de varias décadas de largas partidas de dominó.

Regino Martínez la guió a través de esa sala y la condujo a la habitación contigua.

– Nuestra biblioteca.

Un olor ácido a papel viejo les salió al encuentro. El aire en el cuarto llevaba muchos días estancado allí. Los libros también. Alineados en estanterías que cubrían por completo las paredes esperaban en vano la llegada de compañeros más nuevos y más frescos. Regino Martínez seguía con mucha atención la dirección de la mirada de Cornelia. Interpretó con acierto que ella arrugara la nariz de forma involuntaria al percibir esa mezcla agria y polvorienta.

– Nuestro presupuesto es más que exiguo. Como los socios ya apenas hacen uso de la biblioteca, los únicos libros nuevos que entran son los que algunos nos regalan. Muchos son de gente que se vuelve a España y nos dejan aquí sus libros. Nos quedamos los que nos pueden interesar. Los volúmenes repetidos se los pasamos al consulado para que los distribuya entre los presos españoles. Tampoco nos sobra el espacio para tener cinco ejemplares de Los cipreses creen en Dios o las obras completas de Martín Vigil.

A Cornelia esos nombres no le decían nada. De las lecturas de su madre, recordaba sólo las novelitas de amor de Corín Tellado que pasaban de mano en mano en la colonia española y algunos autores gallegos.

Regino Martínez le mostró todavía un par más de habitaciones, cuya función no le quedó del todo clara; no hubiera sabido decir si eran salas de actos o trasteros. Y finalmente la condujo a un pequeño despacho, cuya única luz provenía de una ventanita alargada que daba a un patio interior bastante desolado a pesar de los esfuerzos florales de algunos vecinos. Justo cuando entraban, sonó un teléfono en otra habitación y Martínez la dejó sola un momento. Cornelia aprovechó para mirar las fotografías que colgaban de las paredes.

Había rechazado muy a su pesar el café que Martínez le había ofrecido al llegar. Desde la mañana notaba también ligeros pinchazos en el pecho a la altura del esternón y los atribuía al exceso de cafeína de los últimos días. Mientras observaba las fotos, Cornelia se frotaba la zona con la mano. Todas las imágenes reflejaban actos de la asociación. Por el aspecto de las personas, la mayoría habían sido tomadas en las décadas de 1960 y 1970. No tardó mucho en encontrar a Soto y Martínez. Ambos aparecían en numerosas ocasiones. Pronunciando discursos o escuchándolos, entregando trofeos o recibiéndolos, aplaudiendo o siendo aplaudidos. También había fotos de actos culturales, representaciones teatrales, chicos y chicas sentados en taburetes con jersey de cuello alto o camisas claras, según la estación del año, siempre guitarra en ristre.

En algún momento desapareció la figura de Marcelino Soto. También en algún momento dejaron de colgar fotos, hacia mediados de la década de 1980, a juzgar por la ropa de los fotografiados en las últimas.

Entre todas las fotos se distinguía un recorte amarillento de un periódico alemán. Era la noticia de la llegada del trabajador un millón. «La Asociación de Empresarios, la Administración Laboral y un enorme despliegue de televisión, radio y prensa estaban ayer por la mañana en la estación de Colonia-Deutz para recibir al trabajador extranjero un millón en la República Federal Alemana. Los responsables de la Asociación de Empresarios Alemanes sufrieron la incertidumbre entre las ocho y las diez y diez de la mañana. El nombre del trabajador un millón había sido escogido al azar entre los de la lista de los que llegaban con el tren de las diez y diez. El dedo había caído sobre el nombre del portugués Rodrigues y ahora llegaba la noticia de que veinticuatro portugueses habían sido rechazados en la frontera. ¿Estaría entre ellos nuestro favorito? Por si acaso, ya se había buscado un sustituto, un carpintero llamado Varela. Llegó el primer tren. Por fin, a las 10, llegó el segundo tren. Un traductor fue recorriendo las filas mientras gritaba el nombre de Armando Rodrigues. Finalmente, desde una de las filas se presentó el "millonario", Armando Rodrigues. Armando, aproximadamente 1,75 metros de estatura, enjuto y reservado, no entendía lo que le estaba sucediendo.»

– Ésta no la colgué yo. Lo hizo Marcelino, para eso era entonces presidente, pero fue sin mi aprobación.

Regino Martínez acababa de entrar en el despacho. Se sentó en su silla y la invitó a ocupar otra enfrente del escritorio desvencijado.

– Después uno se acostumbra a que esté aquí y ya no la ve.

Cornelia se volvió de nuevo hacia la foto. Rodrigues ponía tímidamente la mano sobre la moto que le acababan de regalar, con cara de circunstancias, el cansancio del viaje marcado en el rostro sin afeitar amagaba una sonrisa que todavía no le había alcanzado los ojos hundidos.

– ¿Por qué no le gusta?

– Con todo respeto, comisaria, se nota que es usted bien alemana. ¿Qué le regalan a este hombre? Una moto. ¡Una moto! ¡Una moto en un país donde a partir de octubre y hasta marzo te pelas de frío! ¿Por qué no le regalaron ya directamente un burro? Si en realidad es así como se imaginaban que nos desplazábamos en nuestros países. Y ellos comprándose coches y más coches. Nosotros montando autos y yendo a trabajar en metro, mientras el carnicero tenía aparcado un Senator en la puerta. Eso era el milagro alemán, que un vendedor de salchichas tuviera un Opel Senator negro delante de la tienda, para mirarlo a través del escaparate mientras desguazaba un cerdo. Mire cómo termina el artículo.

Regino Martínez se levantó y le leyó el último párrafo, aunque daba la sensación de estar citándolo de memoria:

– «Preferiríamos no tener que vernos obligados a emplear a tantos extranjeros lejos de su patria. Pero ahora están aquí, necesitamos su ayuda y usted tiene que sentirse tan a gusto como puede esperarlo un invitado. No olvide, sin embargo, que los alemanes piensan diferente a los portugueses y los portugueses sienten de un modo diferente a los alemanes. Eso no se puede cambiar. Así que, ahora, a la lucha, senhor Rodrigues. ¡Al ruedo, torero!»

Una punzante sensación de vergüenza ajena la hizo enrojecer y agradeció la pésima iluminación del despacho de Martínez. Ante él se sintió como representante de sus compatriotas y lamentó la prepotencia y pomposidad de esas líneas. No podía evitar comparar el cuerpo enjuto del trabajador portugués con el del carnicero del barrio en el que se había criado, de brazos sonrosados y dedos rechonchos como las salchichas que apilaba con placer en el mostrador. Aunque nunca vio un Opel Senator aparcado delante de la tienda, las palabras de Martínez contaminaron su memoria con esa imagen. A partir de ahora habría un coche negro frente a las paredes embaldosadas de la carnicería Hácker, cubriendo en parte la pizarra con la silueta de un cerdo en la que se anunciaban las ofertas.