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– Señor Martínez, como ya sabe, fui testigo de la escena en el cementerio y le agradecería que me explicara qué pasó realmente. ¿A qué venían las acusaciones de traición contra Marcelino Soto en el cementerio? Y no me venga con lo de las historias viejas y los nervios. Fue tachado de ladrón.

– Hijo de ladrón -corrigió Martínez.

– ¿Qué quisieron decir con eso? Si no me lo cuenta usted, tendré que pedirle los nombres de las personas que lo dijeron.

Martínez tardó un poco en responder.

– Es que es realmente una historia vieja.

– Cuéntemela de todos modos.

– Se trata de la familia de Marcelino, en concreto de su padre, Antonio Soto, que era un hombre de izquierdas. Antes de la guerra… Me refiero por supuesto a la nuestra, la guerra civil…

– Eso estaba claro.

– No quería que pensara que hablaba de su guerra y se confundiera.

– Está bien. Siga.

– Antes de la guerra, durante la república, el padre de Marcelino fue concejal del ayuntamiento. En ese tiempo, liderados por un alcalde del Partido Comunista, intentaron introducir algunas reformas y con ello se ganaron la enemistad acérrima de la Iglesia y de otros poderes oscuros que atenazaban y siguen atenazando a Galicia. Una de sus acciones, la que les salió más cara, fue la incautación de los bienes del convento de San Agustín, una pequeña fortuna. Fue un escándalo público, pero muchos lo aprobaban en secreto porque se trataba de una gran suma de dinero que el ayuntamiento quería invertir en el pueblo. Los concejales y el alcalde llegaron a organizar un acto oficial en el que expusieron el dinero y los planes de lo que pensaban hacer con él.

– ¿Quiere decir que enseñaron el dinero? ¿Enseñaron billetes a la gente?

– Exactamente. Ni más, ni menos. Como si expusieran un tesoro encontrado en el fondo del mar. Fajos de billetes, pilas de monedas, joyas expuestas en unas vitrinas, que por lo visto, sacaron de alguna sacristía. Los seis concejales, con sus mejores trajes, las escoltaban. Hay incluso una foto que lo documenta y que apareció en algún periódico regional. Y la gente del pueblo fue desfilando en silencio, como si se tratara de una reliquia, que es en lo que al final se convirtió, en un mito, porque el tesoro desapareció.

– ¿Qué sucedió?

– Lo único que se sabe seguro es que la guerra estalló antes de que pudieran invertir una sola peseta en el pueblo. Las tornas cambiaron muy rápidamente. Todos los miembros del ayuntamiento tuvieron que huir a la desbandada y esconderse antes de que los franquistas empezaran la caza al rojo. Pero unas semanas más tarde los capturaron. Los encerraron en lo que había sido la escuela y los torturaron para que dijeran dónde habían escondido el dinero. Cada dos días sacaban a uno, algunos estaban tan deformados por las palizas que costaba reconocerlos, lo llevaban a la plaza y lo fusilaban delante de su familia. Así, uno tras otro, hasta seis. El último fue el alcalde, que se apellidaba Castro y que iba ya más muerto que vivo,

– Pero faltaba uno.

– Eso es.

– El padre de Marcelino Soto.

– Así fue.

– ¿Dónde estaba?

– No se sabe. Apareció cinco años después de que terminara la guerra, cuando su familia ya lo daba por muerto. Contó que había conseguido escapar de los franquistas y que durantes varias semanas había vagado por los montes hasta que lo cazaron cerca de la frontera portuguesa. Dijo que lo habían metido en la cárcel y que después de todos estos años lo habían soltado.

– ¿Era verdad esa historia?

– Eso nunca se supo. Pero empezaron a correr los rumores.

– ¿De qué tipo?

– Se decía que él había denunciado a sus compañeros a cambio de su vida, que había cambiado de bando y que había luchado con los franquistas.

– ¿Y el dinero?

– Nada se supo. Y ahí empezó la leyenda. Con los años las montañas de billetes crecieron en la imaginación de la gente y con ellas las especulaciones sobre la suerte corrida por esa fortuna, que devenía cada vez más fabulosa. En el pueblo todos estaban convencidos de que el padre de Marcelino tenía el dinero escondido y que sólo estaba esperando el momento en que se olvidara la historia para empezar a gastarlo a espuertas. Alrededor de la familia se hizo un vacío. Marcelino decía que si los toleraban era por consideración a su madre, que era muy querida en el pueblo, y porque a su padre le suponían contactos estrechos con los caciques locales. Eso los salvaba de que la gente manifestara abiertamente esas sospechas.

– ¿Por qué el padre no se llevó a la familia del pueblo?

– Porque eso habría supuesto reconocer la culpa y él siempre intentó demostrar su inocencia. Marcelino sufrió mucho por eso. Siempre fue el hijo de un proscrito. Y en cuanto pudo se largó. A los dieciséis años se buscó trabajo en otro pueblo y después se vino a Alemania.

– Pero usted viene de Andalucía, ¿cómo es que conoce tan al detalle estas viejas historias?

– Por Marcelino. La historia de su padre lo torturaba como un estigma. Me la contó varias veces, y no sólo a mí, a otros compañeros también, como si quisiera limpiarse a fuerza de hacerla pública. Y después, tras la muerte de su padre, también me explicó los extraños rumores que empezaron a circular.

– ¿Qué rumores?

– Que la muerte de su padre no había sido natural.

– ¿Quiere decir que lo asesinaron?

– Eso se contaba, pero no sé mucho al respecto.

– ¿Estaban ustedes muy unidos?

– Al principio, después la vida nos fue llevando a cada uno por su lado.

– Pero seguían en contacto.

– Nos veíamos en las reuniones y las fiestas de la ACHA, pero desde que dejó la asociación, muy espaciadamente.

– ¿Se distanciaron quizá después de que él abandonara la asociación?

– Marcelino no aceptó que no lo reeligieran presidente. El entendía esa posición como una muestra de la gratitud de los socios. Las votaciones tenían, en su opinión, la única función de confirmársela, y cuando a principios de los ochenta, en el ochenta y dos concretamente, fue elegida otra persona, Pedro Serrano, Marcelino no lo pudo aceptar.

– ¿Fue entonces cuando dejó la ACHA?

– No de inmediato. Quiso contraatacar desde dentro. Presionó a algunos socios y también hizo algunas cosas no muy honrosas…

Martínez se detuvo, como si no quisiera hablar más, pero Cornelia tuvo la certeza de que sólo esperaba que ella le diera un ligero empujón para continuar.

– ¿Por ejemplo?

– Empezó a hacer correr la voz de que su oponente había recibido muchos votos consiguiendo entradas para el Mundial de Fútbol en España.

Como Regino Martínez había bajado la vista mientras exponía unos hechos que no arrojaban buena luz sobre su viejo amigo, no pudo ver una sonrisa que cruzó como una ráfaga por el rostro de la comisaria. Recordó unas camisetas con la mascota del Mundial. El nombre le vino a la memoria al instante. Naranjito. Su hermano Manuel se compró dos camisetas, de quita y pon, con esa figura espantosa y se paseó durante un par de meses muy ufano con ellas por el instituto.

– Es verdad que Serrano, el que fue elegido presidente en lugar de Marcelino, había conseguido por medio de un pariente un paquete de entradas para el Mundial, pero ése no fue el motivo para no votar a Marcelino.

– ¿Cuál fue entonces?

– Marcelino llevaba tantos años en el cargo que ya se había identificado con él. Lo ejercía de un manera autocràtica. Tomaba decisiones como si la asociación fuera suya. Muchos socios le reconocían sus méritos, pero estaban hartos de su forma de llevar las cosas y, en cuanto se dio la ocasión, lo echaron.