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– ¿Y usted? ¿Cuál era su posición?

– Yo tengo la conciencia tranquila. Se lo advertí tantas veces… Pero no quería escuchar. Es increíble cómo cambian las personas a la que obtienen una pequeña parcela de poder. Pero voté por él, si es eso lo que quiere saber. Y el Mundial lo vi en mi casa, en la tele. No formé parte del grupo que se fue a España. Mire -Martínez se levantó y le mostró una foto en la que se veía un grupo de unos diez hombres trajeados posando como futbolistas en dos líneas, los de la primera agachados y los de la segunda de pie-, éstos son los que se fueron a Sevilla.

Cornelia se levantó para poder ver los rostros. Alguno se le hacía familiar, pero no sabía si se debía a que sus facciones le parecían tan hispánicas. Martínez señaló a un hombre de unos cuarenta años que sonreía en cuclillas sostenido por los brazos de los dos que lo flanqueaban.

– Éste es Pedro Serrano.

– ¿Sigue en la asociación actualmente?

– Murió. Hace cinco años. Cáncer de pulmón, por el amianto. Trabajaba en la construcción.

El tono de Martínez encerraba cierto reproche. ¿Hacia quién? ¿Hacia los alemanes, por permitir esas condiciones de trabajo?¿Hacia ella, por ser alemana? Cornelia volvió a mirar la fotografía. Detrás del grupo asomaba un montón de maletas, la foto estaba tomada en el aeropuerto de Francfort. El dedo de Martínez señaló otra cabeza, la de un hombre que estaba a la derecha de pie.

– El hermano de Pedro, José Miguel. Era también muy amigo de Marcelino hasta que éste empezó a propagar infundios sobre su hermano. Un par de veces casi llegan a las manos. José Miguel es muy temperamental. -Hizo una pausa-. Ya se volvió a España.

Parecía que Martínez se dedicara a servirle en bandeja posibles sospechosos para anularlos al momento. Cornelia se preguntó si estaba intentando jugar con ella o si era algo inconsciente. Lo que sí le quedaba claro era que había muchas historias viejas, muchos viejos rencores, rencillas antiguas, problemas no resueltos. Pero ¿justificaban esas desavenencias los anónimos? ¿No habrían caducado ya?

Martínez no pudo seguir mostrándole la foto. En ese momento se oyó que se abría la puerta de la asociación. Unos pasos se aproximaron al despacho. Por el marco de la puerta asomó la cabeza de un hombre de unos sesenta años, que los miró con curiosidad.

– ¡Hombre, Chuán! ¡Catalanufo! ¿Qué te trae por acá?

– Nada de especial -contestó sin apartar la vista de Cornelia-. Vengo a echar la partidilla.

Saludó a Regino Martínez sin cruzar el umbral. En la mirada se leía un «¿quién es ésta?». Regino Martínez se levantó para presentarla.

– Ésta es la comisaria Weber, que se encarga del caso de Marcelino.

Tras un momento de estupor, quizá porque ella no llevaba uniforme, el hombre acertó a dar un par de pasos al frente para saludarla, pero acto seguido regresó a la posición inicial, como si hubiera una línea invisible que le impidiera el acceso a ese despacho. La expresión interrogativa se había tornado en un gesto de tristeza al oír el nombre del muerto, pero seguía observándola con atención, como si esperara que fuera a suceder algo. Al verlo así, manteniendo la distancia, Cornelia entendió que Martínez había resuelto que ella no era la hija de la Celsa, medio española, sino una comisaria alemana.

Quizá por eso, porque él se había tomado esa prerrogativa, la hija de la Celsa se abrió paso en su conciencia y susurró al oído de la comisaria alemana: «Éste es Joan Font, el catalán que durante muchos años se dedicó a organizar el concurso de poesía y narrativa para emigrantes en Francfort». Y recordó que su hermano Manuel había ganado una vez un primer premio en un concurso infantil con una poesía para el día de la Madre. La familia al completo asistió a la entrega de premios y Manuel recitó el poema ganador con una dicción ampulosa, inverosímil en un niño de diez años. Arrastrando las erres, columpiándose en las numerosas rimas agudas que cerraban buena parte de los versos. Sentada entre sus padres, veía sus rostros emocionados.

– Parece Manuel Dicenta, ¿verdad? -musitó su madre arrobada.

No sabía quién era ese Dicenta. Su padre con toda seguridad tampoco. Pero ambos asintieron mudos con la cabeza. El, para evitarse la explicación. Ella, también. Y para no tener que hablar, pues tenía miedo de que se le escapara la risa. Habrían pensado que sentía envidia, lo que en parte podría ser verdad, pero es que, además, su hermano con corbatín recitando esos versos tan torpes era extremadamente cómico.

Antes de que los hombres se retiraran a jugar a las cartas, se levantó de la silla y se dirigió a Joan Font.

– Usted quizás no se acuerda de mí, pero mi hermano Manuel, Manuel Weber-Tejedor, ganó una vez el concurso de poesía infantil.

Joan Font entornó los ojos. Parecía rebuscar en los archivos de su memoria todos los premios de poesía que habían pasado por sus manos. Lo encontró. Levantó las cejas en una expresión de asombro.

– ¿Es usted la nena mayor de la Celsa? ¿Cómo no la he reconocido? ¡Pues claro que me acuerdo! No sé cómo no he caído en que era usted, porque oí que se comentaba en el entierro que era quien llevaba el caso. No sabe cuánto me alegra volver a verla y que sea precisamente usted quien se encargue de este asunto.

Joan Font se dirigió a Regino Martínez en un tono de reproche

– ¿Cómo no me has dicho que era ella? -Se volvió hacía Cornelia-. A veces este hombre es más formal que los propios alemanes.

Cornelia hizo un gesto para quitar importancia a la omisión de Martínez.

– ¿Por qué no se viene a la sala y toma un cafetito mientras espero a los compañeros de partida?

– Pues claro.

Se despidió de Martínez y lo dejó en su despacho fingiendo leer algunos papeles, aunque ella sabía que estaría pendiente de lo que hablara con el recién llegado

JOAN FONT

Muchos le llamaban el catalanufo, sin embargo Joan Font era en realidad de un pueblo de Mallorca. Pero una vez un compañero de Huelva que trabajaba en la misma empresa química en la ciudad de Höchst, al lado de Francfort, lo llamó así. Justamente ese día Joan Font se sentía bastante mal, estaba incubando una gripe que después se le convirtió en una pulmonía y se le quedó al final en una bronquitis crónica. Ese día se sentía tan débil, le dolían tanto las articulaciones y la cabeza que cuando el de Huelva le dijo:

– ¿Qué te pasa, catalanufo, hoy no cantas?

Él se limitó a decir que no. Le faltaban las fuerzas para contradecir. Al día siguiente aún se sentía peor. El onubense lo llamó:

– Catalanufo, venga, hombre, que es la hora de comer.

Tiritando ya de fiebre lo siguió mansamente. Al día siguiente lo dieron de baja. A causa de las complicaciones estuvo dos semanas en cama. Cuando regresó a la fábrica, tenía los pulmones dañados y ya era para todos el catalanufo. No pudo hacer nada para cambiar ninguna de las dos cosas.

Le preocupaba más, en realidad le entristecía, que la bronquitis derivara con tanta frecuencia en accesos de tos en los momentos más inesperados, sobre todo cuando cantaba. Porque Joan Font en realidad siempre había soñado con ser cantante, cantautor. Tenía una voz que muchos comparaban con la del joven Lluís Llach, pero sin amaneramientos. Había compuesto canciones con textos propios o de poetas mallorquines con las que había participado en actos políticos clandestinos.

Tras emigrar ¿legalmente para poder salir del país, había empezado a componer en castellano. Había pocos catalanohablantes en la colonia y, si la lucha política lo exigía, pues compondría en castellano. O en alemán, si era necesario.

Joan Font se instaló en una pensión para emigrantes en el Ostend, un barrio obrero de Francfort. Se suponía que hasta que encontrara un piso, pero como estaba solo y tampoco se tomó mucha molestia en buscarlo, había llegado a la jubilación y seguía ahí, en su pequeña habitación, compartiendo baño y cocina con otros inquilinos. En otras historias, inquilinos como él acaban casándose con la dueña de la pensión, que suele ser una viuda de guerra, pero las circunstancias de Joan Font fueron otras. La pensión la regentaba un hombre. Viudo. Y de guerra. Que cuando regresó del campo de prisioneros en Italia se encontró con que su mujer había muerto en uno de los bombardeos de la ciudad. El ataque la había sorprendido en el centro. La pensión familiar, sin embargo, estaba intacta. Se puso al frente del establecimiento, contrató a Ulrike, la hermana de su difunta esposa, como cocinera. Con los años llegaron incluso a tener una relación, pero nunca se casaron.