En los años 1960, cuando se dio la llegada masiva de «trabajadores invitados», decidió concentrarse en esa clientela. Por su pensión pasaron decenas de hombres. Italianos, portugueses, turcos, yugoslavos, españoles. Unos se quedaban semanas, otros meses, otros incluso años, y Joan Font toda la vida. El dueño de la pensión lo consideraba ya parte de la familia. El dueño, Hans, Ulrike y Joan celebraban juntos los respectivos cumpleaños, las Navidades, las victorias del Eintracht Francfort y de las selecciones nacionales.
En un momento de arrebato emocional, mientras los tres celebraban las últimas o penúltimas Navidades con un par de huéspedes más, el dueño de la pensión le había dicho:
– El día que tú faltes, Joan, cierro la pensión.
Tosiendo, para disimular la emoción, Joan le contestó:
– Será pronto, Hansi, esta bronquitis va a acabar conmigo.
HORA DE POESÍA
Joan Font, el catalanufo, tendría la edad del padre de Cornelia, pero veinte centímetros menos de estatura, que suplía en parte con una densa cabellera gris que se encrespaba hacia arriba como una nube de algodón dulce. La frente prominente se veía interrumpida bruscamente por unas gafas de montura de pasta negra. La patilla izquierda estaba sujeta con un trozo de cinta adhesiva negra, parecía cinta aislante. Cornelia la miró un segundo de más. Joan Font se dio cuenta.
– Se me ha roto por una parte de mal soldar.
Se dirigía ahora a ella en castellano. Era la hija de la Celsa. Cornelia percibió la peculiar pronunciación de las eles, en la garganta. Como los holandeses. También como los de Colonia.
– Igual encuentra recambio.
– Bueno, la verdad es que hace tantos años que se me rompió que me he acostumbrado a cambiar la cinta cuando se pone fea y me da pereza hacer otra cosa.
Cornelia le sonrió. Le hubiera dicho que en realidad iba a la moda, que de nuevo se llevaban las gafas gruesas de los años 1960. Pero precisamente los cuarenta años que habían sobrevivido esas gafas sujetas por un pedazo de cinta aislante negra convertían esa observación trivial en una constatación hiriente. Además, a Joan Font le temblaban las manos y no sabía dónde ponerlas. Estaba nervioso. Ella era la hija de la Celsa, pero era también una comisaria de la policía alemana. Y Font, como tantos otros miembros de la ACHA, arrastraba consigo el lastre de sus experiencias con la policía franquista.
Cornelia buscaba algunas palabras amables para empezar su conversación con él. Pero la incomodidad que suelen sentir los hispanos ante el silencio hizo el trabajo por ella.-Ay, comisaria, estamos todos tan tristes por la muerte de Marcelino. Hable usted con quien hable le dirá lo mismo. Y es que a Marcelino lo queríamos mucho todos. En mi vida no he conocido a nadie que fuera mejor persona.
La voz se le cortó. Font luchaba por contener las lágrimas. Con los labios temblorosos dirigió la mirada al techo intentando controlarse.
– Redéu! ¿Ha visto que telaraña? ¡Si parece el nido de una tarántula!
Cornelia tuvo que volverse para mirar la espesa red polvorienta que colgaba de una esquina del techo a sus espaldas, pero pudo ver cómo Font se secaba con rapidez los ojos. Cuando se volvió, empezó a recitar.
– La araña es una ingeniera, una divina relojera.
Por un momento Cornelia temió que esos versos pudieran ser producto de alguno de los innumerables concursos de poesía que Font había organizado en la colonia, para niños, para mayores, para mujeres, sobre la paz, el amor, la madre, la naturaleza, la libertad. «La libertad es una cosa muy bonita, que te das cuenta de lo importante que es cuando te falta.» Así empezaba el ganador del concurso sobre este tema, y así empezaban también tres cuartos de los textos presentados, entre ellos el de una Cornelia de doce años.
– ¿Es suyo? -se atrevió a preguntar, temiendo que la respuesta fuera «no, suyo».
– :¡No! ¡Qué más quisiera! Neruda.
Alivio y vuelta al trabajo.
– ¿Usted conocía al señor Soto desde hacía muchos años, verdad?
– Casi desde la llegada. Sólo que él trabajaba en la Opel y yo en la química Hoechst. -Font había recuperado la sonrisa-. Aunque nadie lo diría viendo mis gafas, aprendí el oficio de soldador.
– ¿Cómo conoció al señor Soto?
– En una reunión de trabajadores españoles. Habían venido unos compañeros de la UGT, que entonces operaba en el exilio, desde Toulouse. Un grupo de trabajadores españoles nos reunimos con ellos clandestinamente en uno de los barracones en los que vivíamos. Aunque teníamos miedo de que las autoridades alemanas nos sancionaran, porque en los sesenta éste era una país con un miedo terrible a todo lo que fuera la izquierda, no cabía un alfiler en el barracón. Los tres hombres de la UGT nos hablaron de la situación de los trabajadores en España, de la necesidad de agruparnos también nosotros para conseguir mejores condiciones en Alemania, vaya, de estas cosas. Marcelino y Regino también hablaron, sobre todo de las malas condiciones de vivienda y salud de los emigrantes españoles. Discutimos horas y horas, y muchos de los presentes decidimos después afiliarnos a algún sindicato alemán. La mayoría entraron en el IG-Metall o en el sindicato de la química. Nos hicimos muy amigos enseguida. Cuando Regino y Marcelino fundaron la ACHA, me pidieron si quería ocuparme del programa de literatura y teatro, porque sabían que era un gran lector. Así que me encargué de organizar el grupo de teatro de aficionados y los concursos de poesía.
– He visto una lista con los actos que organizaron. Es impresionante.
– Nuestros sudores nos costaba. Lo hacíamos todo a base de buena voluntad y mucho trabajo.
– Pero también recibían ayudas.
– ¿Nosotros? Pocas. Como éramos, y somos, un grupo de izquierdas, nos apoyaban menos que a los grupos más conservadores o a los que no se comprometían políticamente. Los sindicatos, bueno, la UGT, también nos echaba un cable económicamente, pero éramos muchos los que pedíamos y el sindicato tenía con seguridad cosas más urgentes que financiar una representación de aficionados de Fuenteovejuna, por ejemplo. Y aun así, hay que ver todo lo que hicimos: teatro, bailes, concursos, recitales. Pero si uno lo compara con lo que hacían otros grupos, que recibían siempre dinero del gobierno español para comprar vestuario, instrumentos o lotes de libros, lo nuestro no era nada. Miseria y compañía.
Cornelia pensó en los decorados más bien austeros que había visto en las fotos en el despacho de Martínez. No hablaban precisamente del exceso de medios.
– ¿No había conflictos entre ustedes?
– Como en todas partes, comisaria. Donde se junta gente siempre hay conflictos. Que si yo lo quiero así y yo asá; que lo hacemos a mi manera o a la tuya; que si tú dijiste, que si yo dije. Pero en el fondo nos llevábamos todos bien. Veníamos del mismo país, éramos extranjeros aquí, teníamos que hacer piña. Si no, estás perdido. La ACHA era un trocito de casa.
– ¿Fue para usted una sorpresa que Marcelino Soto dejara la asociación?
– Si quiere que le sea sincero, eso no lo entendí del todo. No entendí por qué se tomó tan a la tremenda que no lo reeligieran presidente. Fue una votación democrática, y en una asociación que defiende los principios democráticos, es fundamental que todos los acaten. Los socios querían un cambio de aires y votaron por eso. Pero él se lo tomó como algo personal. A mí incluso me retiró el saludo porque seguí organizando cosas aquí y no me fui por solidaridad con él. Pero se lo dije muy claro: «Marcelino, así son las reglas de la democracia, en la que, no lo olvides, creemos todos los miembros de la ACHA». ¡Uy, cómo se puso! ¡Hecho una fiera! Me dijo que lo habíamos defenestrado y me salió con cosas abstrusas sobre la amistad que siempre debería primar sobre la política, y dejó de hablarme durante un tiempo. Después se le pasó. Si nos encontrábamos, charlábamos siempre un poquito, pero ya no era lo mismo. Hay desaires que rompen una amistad de un modo irreparable, por puntos imposibles de soldar. Como mis pobres gafas.