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No. No tenía tiempo, pero ya que no había aparecido por allí a pesar de que en el fondo consideraba que debería haberlo hecho y también temía que el encontronazo de Müller y Fischer hubiera podido causar una mala impresión. Aceptó ir de inmediato.

Reiner aún no había llegado. Le dejó una nota sobre la mesa y se puso en camino hacía Nibelungeplatz. Estaba bastante cerca, pero sacó el auto del aparcamiento. «La vida sedentaria, la falta de movimiento, las horas excesivas en posición sentada aumentan el riesgo de padecer dolencias en la espalda, como por ejemplo hernias discales. La hernia discal es una lesión o anomalía originada por la degeneración del disco intervertebral, que está compuesto por un anillo fibroso periférico y un núcleo pulposo central. La hernia se produce cuando el anillo se rompe o se perfora por una sobrecarga y se facilita la salida al exterior del núcleo. El dolor de espalda afecta casi al 90 por ciento de la población en Alemania.»Más de dos horas después regresó de una visita en la que sobre todo había obtenido una especie de voto de confianza por parte de la cónsul. Tenía que admitir que a veces esa forma de hacer de los españoles la ponía nerviosa. Los largos preámbulos, la necesidad de crear un entorno cordial antes de entrar en el tema la impacientaban. Incluso en el caso de la cónsul. Le creaba cierta desazón que no estuvieran claras las jerarquías y era consciente de que no sabía moverse con soltura en situaciones como ésa. Hubiera sido más fácil si la cónsul hubiera hecho valer su autoridad para indicarle sus deseos; ella entonces, si no hubiera estado de acuerdo, habría dado sus argumentos. Y así, hasta tenerlo todo hablado. Plis, pías. Y ya está.

En cambio, habían estado un rato hablando de la hermosa vista desde el piso veintiuno de la torre, habían charlado sobre la ciudad, sobre multiculturalismo, sobre esto y aquello, mientras tomaban un café, eso sí, excelente. Dos horas había durado la conversación.

– Es más fácil seguir en contacto cuando se conoce la cara de los interlocutores -había dicho la cónsul española en un momento de la charla.

¡Dos horas! Dos horas para verse las caras. Y después esperaban rapidez por su parte.

Al entrar en la Jefatura, una de las personas de la recepción le pasó una nota. Era de su antigua compañera Ursula Obersdörfer, que le pedía que la llamara. Cornelia y Ursula habían entrado casi a la vez en la policía y durante varios años habían trabajado juntas en el departamento de delincuencia juvenil, después Cornelia pasó a homicidios.

Se dirigió al despacho con la nota en la mano. Tenía mucho que hacer; ya llamaría en otro momento a Obersdörfer.

Reiner no se encontraba allí, pero su ordenador estaba encendido. El protector de pantalla mostraba una sucesión de fotos de detectives televisivos norteamericanos, los preferidos de Fischer: Colombo; Keller y Stone, de Las calles de San Francisco-, Kojak; McGarett, el de Hawai 5-0; Cagney y Lacey, y, cómo no, Starsky y Hutch. El protector de pantalla lo había programado él mismo, en horas de trabajo.

– A ver si te van a expedientar por perder el tiempo en horario laboral. Ya sabes que estas cosas ahora las controlan, sobre todo en los funcionarios públicos.

Le había dicho el comisario Grommet al verlo ensimismado buscando fotos en internet.

– Lo hago mientras pienso en los casos. Además, se puede considerar una medida para la mejora de la atmósfera en el trabajo -había argumentado Fischer mostrándole una de las muchas circulares con las que el Ministerio del Interior les llenaba los casilleros-. Mira, «seguridad e higiene laboral», «sillas y teclados ergonómicos», «posición de las pantallas de los ordenadores», «condiciones lumínicas». ¿Y dónde queda la inspiración en el trabajo? ¿La motivación? Estos son mis inspiradores.

El comisario Grommet le tuvo que dar la razón, y no sólo eso, también le pidió que le hiciera un salvapantallas con imágenes de las series Derrick y Tatort.

– Yo prefiero comisarios alemanes.

Ahora, en el ordenador de Fischer el coche rojo de Starsky y Hutch había dado paso a una serie de imágenes que mostraban a Peter Falk envejeciendo dentro de la misma gabardina.

El sonido del teléfono la arrastró definitivamente hasta su escritorio. La voz de Ursula Obersdörfer al otro lado de la línea sonó, como siempre, grave y lenta. El secreto del éxito de Obersdörfer: un timbre profundo y una articulación algo pastosa, que la hacían parecer inocua, incluso ausente, que conseguía que sus interlocutores bajaran la guardia. Nunca levantaba la voz, pero tampoco la bajaba nunca.

– Cornelia, ¿no has recibido mi mensaje?

Su forma de hacer vibrar todas las erres delataba su origen bávaro.

– Sí. Acabo de llegar, Uschi.

– Necesitaría que me echaras una mano, si tienes un momento.

– Depende, ¿de qué se trata?

– De un antiguo conocido tuyo que hemos detenido esta mañana.

Ursula Obersdörfer hizo una pausa, pero no era para despertar la curiosidad de su colega, sino porque estaba comiendo cuando la había llamado. Cornelia escuchó el crujido del pan al ser mordido, el ruido de la mandíbula de Ursula Obersdörfer al masticar deprisa y cómo tragaba precipitadamente.

– Perdona, chica, pensé que me ibas a preguntar de quién se trataba y que tendría tiempo de pegar un bocado. Estoy muerta de hambre.

Con la boca medio llena, la dicción de Obersdörfer era todavía más espesa. Cornelia le lanzó un cable.

– ¿Y quién es?

– Ullusoy.

Obersdörfer aprovechó el silencio sorprendido de Cornelia para tragar el resto del bocado.

– ¿Otra vez?

– Sí, y esta vez le puede caer una gorda si el herido en la pelea muere.

Ursula Obersdörfer le refirió el asunto. Hacía dos días, en una pelea callejera entre bandas juveniles en la Zeil, cerca de la entrada de metro de la Konstabler Wache, uno de los involucrados había resultado herido, una cuchillada en el abdomen. Los clientes de un McDonald's próximo habían sido testigos de la trifulca, y gracias a sus informaciones habían detenido a Ullusoy.

Mehmet Ullusoy tenía diecisiete años y un extenso expediente policial. Cornelia lo había detenido tres veces en dos años. Cuando era todavía una novata en delincuencia juvenil y se dejó impresionar por un chavalín esmirriado de enormes ojos oscuros, que juró y perjuró que no había querido hacer daño a nadie, que lo único que quería era ir a la escuela como los otros chicos y que lo había hecho porque la maestra lo había puesto en evidencia delante de los demás. Por eso había salido de noche y había destrozado todas las ventanas del edificio a pedradas. Lo creyó, intercedió por él, a pesar de que otros compañeros intentaron convencerla de que no se implicara tan personalmente en esos asuntos. Mehmet fue su «proyecto». También después de la segunda detención por abrir varios autos para robar los equipos de música. Dejó de serio a la tercera, cuando los tatuajes que le cubrían unos brazos que empezaban a ganar volumen en un gimnasio contradijeron su mirada de cervatillo. También su forma de hablar había cambiado y ya se expresaba en el alemán que muchos jóvenes extranjeros han elegido como signo de identidad, una pronunciación gutural y una sintaxis simple interrumpida constantemente por los «¿sabes?» y con la palabra «mierda» adjetivando cualquier nombre, sobre todo en este caso el de los miembros del grupo rival.

Chicos como Mehmet Ullusoy habían sido la causa por la que Cornelia prefirió trabajar en homicidios. En los casos de asesinatos no hay decepciones; se espera lo peor y eso es lo que se encuentra.

– ¿Por qué crees que te puedo ayudar en este asunto?

– Ha preguntado por ti. Para cualquier otro se ha cerrado en banda.

– ¿No le habéis dicho que ya no trabajo en ese departamento? ¿No lo sabía? Eso es que hace tiempo que no lo pillabais.