– Se habrá vuelto más hábil escurriendo el bulto. De todos modos, este chaval tiene todos los números para pasar a ser cliente vuestro dentro de poco. ¿Nos echas una mano?
– Tengo poco tiempo. Después de la comida me reúno con mi gente y después tengo que pasar el informe al jefe.
– ¿Sigue Ockenfeld? -Sí.
– ¿Y eso no te mueve a volver al lugar de tus inicios?
– ¡No digas burradas! En diez minutos estoy ahí. ¿Dónde lo tenéis?
– Donde siempre. También está su madre y el intérprete. Te esperan.
– ¿Tan segura estabas de que lo haría?
– No del todo, pero tenía la esperanza de que no me dejarías en la estacada. Te envío por correo electrónico los informes para que tengas todos los datos.
Cornelia colgó. El correo llegó al momento, leyó rápidamente los informes y se dirigió al ala del edificio donde se encontraban los de delincuencia juvenil. Mientras recorría los largos pasillos de la
Jefatura, pensó que iba a verse de nuevo frente a frente con quien consideraba un fracaso en su carrera profesional.
Delante de la puerta de la sala de interrogatorios la esperaba Ursula Obersdörfer. Hacía mucho que no la veía. Había engordado, le pareció. Se abrazaron.
– ¿Qué? ¿No me dices nada?
– ¿Qué quieres que te diga?
– Podrías felicitarme, estoy de cinco meses.
Cornelia se separó de ella como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
– Felicidades -tartamudeó mientras fijaba la vista en el vientre abombado de su colega, que la observaba visiblemente divertida por el efecto que había causado-. ¿Cómo te sientes?
– De maravilla. Hacía tiempo que lo buscábamos, y por fin pasó. Más vale tarde que nunca.
– Pero, Uschi, ¿un primer niño pasados los cuarenta no es peligroso?
– Peligroso es el personajillo que tenemos ahí dentro -le abrió la puerta procurando que los que estaban en el interior no pudieran verla-. Suerte.
Cuando entró en la habitación, se alegró al ver a Alphan Yilmaz, el intérprete turco, que se levantó para saludarla. Había trabajado con él en varias ocasiones y conocía bien las reglas del juego. El intérprete era para la madre. Solía ser así con menores hijos de emigrantes. La madre se había puesto también en pie en cuanto la vio entrar. De la cara, enmarcada por un pañuelo oscuro, sobresalían dos ojos asustados. La saludó y ella respondió al saludo en alemán, sin perder de vista al intérprete. Les indicó que podían sentarse y se situó al otro lado de la mesa. Mehmet Ullusoy no se había movido, ni siquiera había alzado la vista. Cornelia ocupó una silla frente a los otros tres. Mehmet a la izquierda, su madre a la derecha, el traductor entre ambos.
– Señora Ullusoy, la hemos hecho venir porque su hijo está acusado de haber participado en la pelea de bandas el viernes por la noche cerca de la estación de metro de la Konstablerwache.
La cara de la mujer no cambió al escuchar estas palabras. No era la primera vez que pasaba por esto. Para todos los que trabajaban en el departamento de delincuencia juvenil, ésta era una historia que se repetía; en otras ocasiones se representaba con otros elencos, pero con los mismos personajes: el policía, el intérprete, el padre o la madre del menor de edad detenido. Cambiaba el idioma, aunque con mayor frecuencia la agencia de intérpretes les tenía que enviar a alguien que hablara turco o alguna de las lenguas de la desintegrada Yugoslavia, también francés, para los africanos, pero en estos últimos casos, solían ser adultos, exiliados económicos, que habían cruzado dos continentes para acabar en un refugio o en una celda en Francfort.
Pero ahora se trataba de un joven turco, cuya historia en poco se diferenciaba de tantas otras. La familia vivía al norte de la ciudad, en el barrio de Bonames, en el infame Ben-Gurion Ring, en un barrio de «canacos». Los hijos, educados en un medio herméticamente turco, tuvieron su primer contacto con el alemán en la escuela, donde ya a los seis años quedaron clasificados como marginales. A duras penas comprendían lo que pasaba en la clase y el sistema escolar inflexible los relegó a la categoría de «retrasados». Una vez terminada la enseñanza obligatoria, más por edad que por haber aprendido algo, volvían a la calle, se cerraban las puertas a sus espaldas y empezaban las escaramuzas en el metro. Se convertían en las sombras siniestras con cazadoras de cuero negro que rondan día y noche por las zonas peatonales. Cuando entró en la policía, a Cornelia la conmovieron estas historias; por su condición de medio extranjera se sintió llamada a implicarse en ellas y sufrió la impotencia de no poder hacer nada por esos muchachos. Tras la primera detención, había devuelto en persona a Mehmet a casa. Durante el trayecto, él se había comportado como lo que era, un niño, así que, antes de que hubieran llegado a recorrer quinientos metros, ya le estaba pidiendo que pusiera la luz azul. Cornelia querría haberse negado, como si, a pesar de la ingenuidad de principiante, ya intuyera que esa entrada triunfal en el barrio, con las cabezas volviéndose a su paso y gente asomándose a los balcones en el bloque en que vivían los Ullusoy, no era un juego inocente, sino el bautismo de su carrera delincuente. El alivio al ver a la madre abrazando al niño le impidió ver los signos que lo anunciaban. Mehmet no regresaba achicado o compungido, sino que volvía victorioso, en coche policial, con sirena, servicio puerta a puerta. El chófer, una joven policía rubia.
Cornelia aprendió rápidamente que sus códigos de lengua y de conducta no eran válidos en ese mundo. Que sus palabras y sus acciones se interpretaban de otro modo, y que era ella quien tenía que aprender a leerlos para no cometer más errores. Y también tuvo que reconocer que el ser medio extranjera no le garantizaba, como había supuesto, poder entender a estos muchachos. Eran otros extranjeros. Aunque no le gustara admitirlo, eran más extranjeros que ella. Pronto, muy pronto, había pasado de la compasión a la rutina y de la rutina al hastío que sólo podía esconder tras su profesionalidad.
Conocía a la señora Ullusoy de los mismos interrogatorios que a su hijo. Esta vez le costó disimular la irritación que le produjo escuchar las palabras de la mujer, entre lágrimas, en un precario alemán. Unas palabras que ya había escuchado hacía años, también acompañadas de fotografías que lo mostraban de niño posando inocente con un juguete o vistiendo ropas tradicionales.
– Mehmet, bueno. Mehmet es buen hijo, pero malos amigos.
Su hijo torcía el gesto despectivamente, mientras la madre, agotados sus recursos lingüísticos en alemán, pasaba al turco secundada por el intérprete, que se enderezó en la silla en cuanto tuvo que empezar a traducir. Si Cornelia hubiera podido expresar abiertamente lo que pensaba, le hubiera dicho a Alphan Yilmaz que lo dejara, que no era necesario que tradujera, que ya se imaginaba lo que decía la señora Ullusoy.
El canto plañidero de la madre fue interrumpido de golpe por la voz gutural de Mehmet, que se dirigió a Cornelia desde detrás de la mesa que los separaba.
– ¿Por qué ya no trabajas aquí?
El tuteo no la sorprendió, era lo habitual en la jerga de las bandas. Siempre tutear a los policías, a los jueces de menores, a los funcionarios de los correccionales. No se molestó en contestar a la pregunta de Mehmet.
– ¿Sabe usted porque se encuentra aquí, señor Ullusoy?
– ¿Por qué ya no trabajas aquí?
Mehmet repitió la pregunta, pero al tono de reproche de la primera vez se había sumado una agresividad que puso a Cornelia en guardia. Si acaso los ojitos húmedos de bambi hubieran podido enternecerla, esa voz forzadamente grave la ponía de nuevo en su lugar. Repitió también su pregunta, sin concesiones. Mehmet la miró como si esperara todavía algo de ella, un gesto amistoso, un movimiento de aproximación, pero ella permanecía con las manos sobre la mesa, la espalda apoyada contra el respaldo de la silla mirándolo inexpresiva. Mehmet pareció dudar. Cornelia temió que ya no quisiera hablar con ella. El joven turco suspiró con manifiesto fastidio y le dijo cansinamente: