– Ya te lo puedes imaginar. Lo del pobre Marcelino.
Miró a su madre sin acabar de comprender.
– Es que no me lo puedo quitar de la cabeza. Y como hoy tenía que venir a Francfort para que me viera el doctor, pensé que quizás podría pasar a verte.
Cornelia intentó desviar la conversación en dirección al tema de la salud de su madre, algo normalmente fácil dado que era uno de sus temas preferidos.
– ¿Qué te ha dicho el médico?
Esta vez la apelación a la salud fracasó.
– Lo de siempre -dijo Celsa Tejedor con desgana-, la tensión, que controle la sal en las comidas. Ya sabes. Pero creo que lo que me está poniendo enferma es que me paso el día pensando cómo es posible que haya gente tan mala.
Cornelia se levantó para cerrar la puerta del despacho, que había quedado entreabierta. Como imaginaba, en las cercanías rondaban un par de colegas al acecho de alguna palabra. No habían oído sus pasos y quedaron paralizados al encontrarse con su mirada admonitoria, como liebres ante los faros del automóvil que las va a atropellar.
– ¡Estos chafarderos! -dijo dirigiéndose a su madre.
– Son buenos chicos. El grandullón con el que te vi en el entierro, Fischer, incluso ha venido a recogerme a la recepción. Me ha acompañado, me ha presentado a otros colegas tuyos, muy amables también. Y después ha venido uno más jovencito, rubio, que me ha puesto un café y todo. Se ven buenos mozos los dos, la verdad.
Celsa lo decía mientras esperaba que su hija volviera a sentarse. Cornelia notaba su tensión, la voz temblorosa y unas ojeras profundas que atestiguaban lo que decía. Parecía a punto de echarse a llorar. Pensó que con seguridad se arrepentiría, que no era correcto lo que iba a hacer, pero era su madre, que le suplicaba, aunque indirectamente, que le dijera algo, que le diera alguna información y con ella la promesa de devolver un poco de orden en su vida con la perspectiva de la detención del asesino de Marcelino Soto. Cornelia empezaba a sentir la euforia de tener por fin una dirección clara que seguir con los anónimos. Quizá fuera esa ligera embriaguez de éxito ya visible, o la sensación de poder que proporciona mitigar la angustia ajena, el caso es que, ya con la seguridad de la puerta cerrada entre ella y la curiosidad de los colegas, le contó a su madre la aparición de los anónimos.
– ¡Qué horror, hija! ¡Qué tiempos!
Cornelia le explicó que sus pesquisas habían sido infructuosas hasta el momento. Su madre acompañó la explicación con algunas palabras de aliento, como si quisiera además animarla a seguir contando. Expectante, pendiente del final de la historia.
La comisaria culminó su relato con el reciente interrogatorio de Mehmet Ullusoy y la información sobre la banda de yugoslavos. La reacción de su madre en ese punto no fue la felicitación que había esperado. Celsa Tejedor pareció súbitamente aliviada de una enorme carga. Se llevó la mano al pecho y exhaló un suspiro profundo, como si hubiera tenido miedo de lo que pudiera escuchar en boca de su hija. El alivio dejó de inmediato paso a la alegría y a la euforia.
– ¡Ya sabía yo que no podía haber sido ningún español!
Cornelia quedó tan sorprendida del tono de triunfo con que su madre pronunció estas palabras que no pudo reaccionar más que con un balbuceo que pretendía ser una pregunta. Pero Celsa Tejedor no podía ni ver ni oír a su hija, estaba demasiado enfrascada en su satisfacción y las palabras brotaban de ella como un torrente.
– Así nos tenemos que ver los emigrantes de verdad, los que vinimos como gente honrada a ganarnos la vida y no como toda esta gente que viene ahora que no se sabe qué busca aquí. Porque ahora ya no existe verdadera emigración. Nosotros sí éramos emigrantes de verdad, pero ahora a saber qué quiere toda esta gente. Yo no soy racista, pero con toda esa gente que viene no sé adonde vamos a ir a parar. Aquí ya no caben más, y toda esa delincuencia que se traen, que vas por la calle y sólo oyes lenguas raras y ves esos grupos de turcos y moros. O los polacos, que ya no hay casa segura desde que vinieron. Pero lo peor son los yugoslavos…
Cornelia, atónita, no atinaba a encontrar palabras para interrumpirla. El teléfono la sacó de esa parálisis. Se levantó de un salto, temiendo que dejara de sonar y la dejase de nuevo a solas con su madre. Celsa Tejedor, privada de su interlocutora, tomaba complacida un sorbo de café.
Cornelia se alegró al escuchar la voz de Müller.
– Comisaria, disculpe, se me olvidó preguntarle si venía con nosotros a comer.
– No se preocupe, Müller, la desmemoria puede adoptar formas peores. Le agradezco la llamada, pero no será posible.
Celsa Tejedor seguía concentrada en su café y no parecía sentirse aludida por la pulla indirecta que había aliviado tanto a su hija.
Aunque Müller ya había colgado, Cornelia siguió al aparato, dio la espalda a su madre porque le inquietaba que pudiera notar el engaño y empezó a asentir a un interlocutor fantasma.
– Sí… Muy bien… En cinco minutos… Hasta ahora…
Colgó el auricular y se volvió.
– Mamá, tengo una reunión.
Celsa Tejedor se levantó con presteza y le indicó con un gesto que se hacía cargo. Abandonaron el despacho haciendo suficiente ruido como para que sus compañeros pudieran esta vez disimular la curiosidad. Cornelia acompañó a su madre hasta la salida del edificio.
– ¿Te pido un taxi?
– No hace falta. Voy a pasar por casa de la Reme, que vive cerquita, y después vuelvo a casa en metro.
– Mamá, sólo una cosa te pido. De lo que te he contado, ni una palabra a nadie. Estamos en plena investigación y una indiscreción podría costarme cara.
Celsa Tejedor compuso un gesto ofendido ante la petición de su hija. ¿Cómo podía poner en duda su silencio?, venía a decir. Aún repitió algún comentario sobre la alegría que le había dado, después le dio dos rápidos besos y se marchó.
Desde detrás de las puertas de cristal, la vio alejarse por la rampa de salida. La mujer que ahora abandonaba la Jefatura de Policía era otra. No era la Celsa compungida que había encontrado en su despacho; era una mujer aliviada, eufórica. Cornelia la seguía con la vista. Su madre se acercaba ya al semáforo. Como si hubiera sentido la mirada de su hija, se volvió mientras oprimía con fuerza el botón para peatones. Agitó la otra mano en un gesto vivaz de despedida. Automáticamente, Cornelia lo imitó. El semáforo cambio de color y Celsa Tejedor cruzó a toda prisa los cuatro carriles. La fase verde dura muy poco en esas calles concebidas para coches. Celsa lo sabía; Cornelia, también, pero aun así esa premura despertaba en ella una vaga sensación de desasosiego.
Regresó a su despacho. Tenía que prepararse para la reunión con Fischer y Müller y no le quedaba mucho tiempo. Al día siguiente iría a ver a Ockenfeld, pero antes quería estudiar bien la estrategia con sus colegas.
Los minutos pasaban mientras ella hojeaba los informes, los apuntes, los gráficos. No llevaban ni una semana con el caso Soto y ya habían producido cantidades ingentes de papel. Se obligó a pasar a limpio sus notas del interrogatorio de Ullusoy. No conseguía deshacerse del malestar ocasionado por la visita de su madre. Le había dejado una desazón que oscilaba entre la indignación ante su desmemoria selectiva, como si hubiera olvidado lo que significaba tener que abandonar el propio país para buscarse la vida, y la rabia de no haber podido decirle nada al respecto. Pero la certeza de saberse cerca de una solución le ayudó a recuperar el ánimo y amortiguó su enfado. En pocos minutos pudo añadir su informe al resto de los documentos. Con todos ellos bajo el brazo se dirigió a la sala de reuniones. Suponía que Reiner y Müller ya la esperaban allí.