– ¿De quién será esta manita? -preguntó Fischer en un tono que dejaba más que claro que sabía la respuesta.
En él siempre se podía confiar cuando se trataba de decir algo incómodo y, a ser posible, inapropiado. Le importaba bien poco la presencia de Ockenfeld y aún le importaba menos que éste se pudiera enojar por ese comentario, como fue el caso, aunque se contuvo. En Fischer no sólo el pelo era robusto e hirsuto, también lo era el ánimo. Aunque con seguridad no se le escapó la cara agria del jefe, siguió hablando.
– Por lo visto el señor Klein añora algo más que una mujer de la limpieza diligente.
Era lo que habían pensado todos, incluso Ockenfeld, pero sólo Fischer lo había formulado y esta vez el jefe ya no se frenó. Se levantó y se encaró con Fischer haciendo valer su posición.
– Subcomisario, en cinco minutos lo quiero ver en mi despacho.
Se dirigió hacia la puerta y después se despidió con un seco «Buenos días». Los tres permanecieron un par de segundos completamente inmóviles mirando hacia la puerta como si Ockenfeld estuviera espiándolos con la oreja detrás y pudiera volver a aparecer en cualquier momento. Fue Cornelia quien rompió el silencio.
– Bien, señores, el jefe está informado y, gracias a los sutiles comentarios del subcomisario, tan convencido de nuestro plan de acción que lo podemos dar por aprobado.
– Yo, la verdad…-No es necesario que te disculpes por nada. En realidad, no lo podrías haber hecho mejor. Así que ahora ve subiendo, cuando el jefe dice cinco minutos, son cinco minutos. Y después desaparecemos antes de que cambie de opinión.
Fischer se puso en movimiento con la morosidad de una locomotora vieja. Antes de abandonar la sala le dirigió una mirada suplicante.
– Sí, te esperaremos en el despacho.
La puerta iba a cerrarse detrás de él.
– ¿Reiner?
La cabeza asomó precedida por las puntas erizadas del pelo.
– Procura controlarte y mantener la boca cerradita.
El subcomisario hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras apretaba ostentativamente los labios.
Aunque en muchas ocasiones Fischer hiciera comentarios impertinentes o pareciera descortés, Cornelia admiraba en cierto modo esa capacidad de su compañero. Cuando se le ocurría algo, lo decía; cuando algo no le gustaba, lo decía también. Ella conjeturaba que eso se debía a que procedía de la región del Ruhr, de Bochum. El padre de Cornelia se había criado en la misma zona y era, como Fischer, a veces demasiado directo. Breve y directo. Su madre, en cambio, era prolija y a veces indescifrable. Cornelia se decía que en ella se había producido una mezcla. Era concisa como su padre, pero había heredado de la rama materna la manera indirecta de decir las cosas desagradables.
Ella y Müller aguardaron el regreso de Fischer en el despacho. Repasaron las direcciones de los burdeles y las rutas que iban a seguir en cada zona. Sólo quince minutos más tarde apareció Fischer. Había sido un breve rapapolvo. -¿Y?
– Nada particular. Respeto por un ciudadano notable de la ciudad, bla, bla, bla y etcétera. Pero ese perro feísimo de la Marx me tiene manía. Se ha puesto a ladrar como un loco nada más verme.
– ¿Qué le habrás hecho a Lukas?
– ¿Así se llama ese engendro?
– Infravaloras el poder de ese animal.
Fischer le dirigió una mirada de incredulidad, que Cornelia no llegó a ver porque estaba reordenando todos los papeles del caso Soto. Abrió después otra carpeta y les tendió unas hojas fotocopiadas con una lista de direcciones.
– Esto es lo que nos han pasado los compañeros. Hay veinticinco burdeles registrados en Francfort y somos tres. Cada uno de nosotros cubrirá los de una zona. Usted, Müller, el este. Fischer, el Westend y después a la zona de la Estación Central.
– Vaya, primero los de lujo y después el cutrerío de la estación -se lamentó Fischer.
– Yo iré a Sachsenhausen y seguiré después también en la zona de la estación. Dejaremos para el final la zona norte. Si no la encontramos en ninguno de éstos, tendremos que dedicarnos a los clandestinos, lo que puede ser problemático sin la ayuda del departamento antivicio.
– ¿Cuándo empezamos?
– Mañana. Nos vemos aquí a las ocho.
– ¿Y los yugos? -preguntó Fisher.
– Vamos a esperar lo que nos pasan los de delincuencia juvenil.
– ¿No deberíamos tener prioridad nosotros ya que investigamos un asesinato?
– Sobre el papel sí, Müller, pero es mejor no pisarles el terreno a los compañeros. Si no tienen pronto algo que nos sirva, ya tomaremos la iniciativa. Y, Reiner, no los llames los yugos. No es correcto.
Se despidieron. Cornelia pensó en quedarse unas horas más, pero estaba cansada. Tampoco podía hacer mucho más que esperar que Obersdörfer le pasara nueva información o que Rimag despertara del coma. Ojalá no muriera.
Una hora más tarde, iba de camino a su casa con una compra más compulsiva que meditada, cuando se encontró con Schneider, que había puesto bien alineados los contenedores de basura de la casa y se disponía a entrar en el piso que ocupaba en la planta baja con su mujer.
– Comisaria, va usted muy cargada, déjeme que la ayude.
La conversación de la mañana parecía borrada de su memoria. Sin esperar respuesta, le tomó todas las bolsas y, dejando la puerta de su casa abierta de par en par, inició un penoso ascenso hacia el piso de Cornelia, que se fue ralentizando de planta a planta. Ella, que sólo cargaba en el brazo un paquete de rollos de papel higiénico, que Schneider había ignorado pudorosamente, seguía siempre a dos escalones de distancia el paso del portero, bastante ágil hasta el primer piso, más pesado en el segundo y definitivamente lento en el tercero, donde las piernas ya empezaban a curvársele en forma de «o» y la respiración era más ruidosa. Se hizo a un lado sin soltar las bolsas para que ella pudiera abrir la puerta y, aunque Cornelia hizo el gesto de tomarlas para evitar que se le metiera en casa, Schneider lo ignoró y se dirigió sin vacilaciones, con la seguridad que le otorgaba conocer cada una de las viviendas, hacia la derecha, donde se encontraba la cocina. Dejó las bolsas sobre una mesita y se volvió hacia la ventana, luchando todavía por recobrar el ritmo de la respiración.
– Aquí debe tener usted mucha luz natural. No se imagina qué diferencia entre la planta baja y los pisos altos. En invierno, en algunas habitaciones siempre tenemos luz eléctrica.
Cornelia no sabría explicar qué fue, si la imagen del señor y la señora Schneider en su piso de la planta baja, oscuro y frío, o un golpe de mala conciencia por sus repetidos desplantes que muy a su pesar se escuchó pronunciar.
– Acabo de comprar unos dulces, ¿no les apetecería tomar un cafetito?
– Hemos cenado ya. ¡Cómo se nota que tiene usted raíces del sur! A las ocho el café y la cena a las once.
No le quedaba claro si lo decía en tono admirativo o se trataba de un reproche, aunque, viniendo de Schneider, lo segundo era más probable. Alguien para quien el orden y la vida reglamentada eran más que artículos de fe con toda seguridad no toleraría un retraso o adelanto de los horarios de sus comidas de más de diez minutos; pero, por otro lado, una invitación como ésa no se podía dejar pasar sin más. Schneider pasó a la ofensiva:
– Nosotros a esta hora siempre tomamos una infusión de hierbas y miramos ¿Quieres ser millonario? Estoy seguro de que a mi esposa le hará mucha ilusión que nos acompañe un ratito.
Unos diez minutos más tarde, Cornelia bajaba al piso de los Schneider preguntándose incrédula cómo se había metido en esto. Había aprovechado el tiempo que el portero le había pedido para avisar a su esposa para buscar algo que llevar y decidió sacrificar una de las cajas de galletas Reglero que había comprado hacía unos días en un supermercado español, Comestibles López en la Münchener Straße, aun sabiendo que no les iban a gustar, que este tipo de dulces nunca gusta a los alemanes. Pero ya que hoy parecía que el mundo se empeñaba en verla como española, se iba a dar el gusto de observar cómo luchaban por engullir esa masa seca y dulce, cuyo consumo debería ser una prueba obligatoria para obtener el pasaporte español. Había dudado unos segundos sobre si llevar las galletas o los nevaditos, pero estos últimos estaban tan asociados a los inviernos de su infancia que no podía soportar ver cómo se les mudaba la cara a muchas personas cuando los probaban. Desde hacía muchos años, desde que en tiempos de la escuela había visto la reacción de sus compañeros, no había vuelto a ofrecerlos a nadie. Por lo visto, los sabores de algunos dulces se aprenden a apreciar en la infancia, después queda uno marcado culturalmente para siempre. A su madre, después de más de cuarenta años en Alemania, seguían sin gustarle los mismos dulces que a su padre. En Navidad los polvorones compartían la mesa con el pan de especias alemán, los turrones con los dados de chocolate y mazapán. Los padres, un año más, probaban de nuevo los dulces navideños del otro, era una especie de ceremonia que alguno de los dos dijera: