– Pues ya le voy cogiendo el gusto.
Para lanzarse acto seguido a lo suyo. Cornelia y su hermano Manuel ya sabían que les tocaría comerse la otra mitad del polvorón que su padre había mordisqueado o el resto del pedacito de Stollen que su madre había dejado en el plato.
Antes de tocar al timbre se despidió con la mirada de las galletas y se preparó para una sesión de televisión compartida, imaginando que, como todo el mundo, competirían y discutirían sobre las respuestas y la dificultad de las preguntas.
La señora Schneider, una mujer menuda, de unos sesenta años con el pelo teñido de rubio oscuro, le indicó dónde podía sentarse. Un breve cruce de miradas con su marido le dio a entender a Cornelia que le acababa de ofrecer el sillón donde se solía sentar el señor Schneider, pero los ojos de la mujer habían reflejado por unos segundos una fiereza admonitoria a la que su marido se tuvo que doblegar. Sobre una mesita baja humeaba una tetera. El señor Schneider se sentó al lado de su esposa en un sofá. El programa ya había empezado. El presentador coqueteaba con una concursante nerviosa. El señor Schneider dio a su esposa el paquete de galletas y ésta las depositó en la mesita al lado de la tetera, pero, precavida, no quitó el celofán que lo envolvía. Le llenaron una taza de infusión de hinojo. El concurso seguía adelante: «¿De qué flor se extrae la vainilla? a) Una orquídea; b) Una rosa; c) La flor del aloe; d) Un lirio». No bien el presentador hubo terminado de leer la pregunta, los ojos de los Schneider se dirigieron a la vez hacia Cornelia. No llevaba ni cinco minutos en la casa y ya se arrepentía de todo corazón de haber aceptado la invitación. Y no era la primera vez que esto le sucedía, se dijo con resentimiento; siempre le pasaba lo mismo, cuando trataba a Schneider, ese chafardero, servil y racista, como en su opinión se merecía, sentía después mala conciencia y hacía alguna concesión de la que después tenía que lamentarse. Y mientras una parte de su fantasía se regocijaba con Schneider atragantándose con el paquete entero de galletas Reglero y otra parte iba acumulando denominaciones peyorativas acerca del portero, que la controlaba con mirada expectante a la espera de una respuesta, acertada, sobre el origen de la vainilla, el resto de su cerebro buscaba esa respuesta. De pronto, una imagen se abrió paso como una iluminación, un tarrito de vainilla en polvo que tenía en casa; enfocó mejor la imagen y ésta ganó en nitidez, ahora podía ver una flor blanca que no era ni una rosa, ni un lirio, ni la flor del aloe.
– ¡Una orquídea! -dijo con firmeza.
– ¿Una orquídea? -dijo dubitativa la concursante sólo dos segundos después.
Como accionadas por un resorte, las cabezas de los Schneider cambiaron de dirección y se dirigieron hacia el aparato de televisión.
Para la concursante había 16.000 euros en juego. Para Cornelia, su estatus en la casa y el pundonor.
Günther Jauch, el presentador, las tuvo a ambas en vilo todavía unos minutos, pero la concursante se mantuvo firme y no se retractó. Tampoco Cornelia.
– ¡Exacto! Una orquídea.
Los Schneider aplaudieron al unísono y obsequiaron a Cornelia con otra taza de infusión de hinojo, mientras ella quitaba importancia a su acierto.
– Si algún día participo en el concurso, usted, comisaria, será uno de mis comodines al teléfono -dijo la señora Schneider.
– Puedes escoger tres. ¿A quién más erigirías? -quiso saber el señor Schneider.
– Otro sería el profesor Rink, del primer piso.
– ¿Y el tercero?
– Por supuesto, tú, Arnold. ¡Con todo lo que lees y sabes de historia!
La señora Schneider era, como siempre había pensado Cornelia, muy lista a pesar del marido que tenía.
El portero tuvo también su oportunidad de lucimiento con la siguiente pregunta. Un candidato más tarde Cornelia decidió que ya podía marcharse.
Miró el contestador automático. No tenía llamadas. Mejor. Habría sido realmente una ironía cruel que Jan hubiera llamado justamente mientras estaba en casa de los porteros viendo la tele. No se lo habría creído. Jan encontraba a Schneider incluso gracioso y no entendía por qué sus comentarios sacaban a Cornelia de quicio. Por eso podía imaginarse cómo se hubiera sorprendido de saber lo que había hecho. Quizás hubiera entendido hasta qué punto llegaba en ese momento su soledad y su frustración.
Buscó entonces el número de móvil que Jan había dejado sólo para un caso de extrema gravedad. De pie, apoyada en el quicio de la puerta del dormitorio, escribió a dos manos un SMS. «Déjate de tonterías. Si no estás de vuelta en una semana, no es necesario que regreses.» Lo envió. Se puso el pijama como una autómata, se cepilló los dientes con sus últimas fuerzas y cayó en la cama en un sueño profundo.
BUSCADORES DE PIEDRAS PRECIOSAS
Se levantó sudorosa, con los ojos y la garganta resecos. Había puesto la calefacción al volver a casa y al acostarse había olvidado apagarla. También le dolía la cabeza. De un armarito del baño sacó un frasco de lágrimas artificiales. ¿Cuánto tiempo llevaba abierto el frasquito? ¿Había olvidado anotarlo? Imposible. Ella no. Había sido Jan. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Bueno, así no necesito las malditas gotas. -dijo en voz alta intentando sonreírse en el espejo para eliminar esa mezcla de autocompasión y rabia que empezaba a asociar al nombre de su marido.
La aspirina sí la tomaría. Nunca debería haber leído el prospecto, se dijo, pero necesitaba una cabeza clara. Tenía un largo día por delante. Se tragó la aspirina. «Una simple dosis de aspirina diaria protege a determinadas personas de sufrir un infarto de miocardio.»
Se encontraron como habían acordado a las ocho. Le hubiera gustado sentarse unos minutos con los compañeros para hacer un breve balance, pero Müller, que se había levantado y miraba por la ventana se volvió para decirles:
– Ahí llega el jefe. Acaba de pasar el Mercedes de Ockenfeld.
– Me temo que habrá hablado con Klein y le habrá comentado que buscamos a Esmeralda en los burdeles de Francfort. No creo que ni él ni su esposa se hayan alegrado de la noticia, así que lo mejor es que desaparezcamos antes de que Ockenfeld tenga tiempo de quitarnos el caso -dijo Cornelia.
– ¿Y Soto? -dijo Fischer.-Si, como parece, los anónimos son de una banda de jóvenes extorsionistas, los tendremos en breve. El caso Soto, aunque suene duro decirlo, se ha trivializado, mientras que la historia en apariencia más trivial está empezado a adquirir interés.
– Morbo, querrás decir -dijo Fischer.
– También -concedió Cornelia-. Y antes de que eso asuste a los implicados, es mejor que nos pongamos en marcha. No tenemos mucho tiempo. En cualquier momento el jefe nos puede apartar del caso. Si no lo ha hecho es porque las explicaciones que nos debería dar lo incomodan. ¿Dónde tenemos las listas de los burdeles?