Marcaron en el mapa de la ciudad las zonas y repartieron los burdeles antes de dirigirse al aparcamiento. Al abandonar el despacho Cornelia y Fischer caminaban juntos. Leopold Müller iba detrás de ellos por el pasillo.
– ¿De verdad que el perro de la Marx se llama Lukas}
Cornelia asintió algo distraída.
– Mi abuelo materno también se llamaba así. ¿Por qué la gente pone nombres de personas a los perros? ¿No se dan cuenta de que pueden ofender a alguien?
– No hay que ser tan susceptible.
– ¿No? ¿Qué te parecería si fueras por la calle tranquilamente y de pronto escucharas tu nombre: «Cornelia, coge la pelotita», «No, Cornelia, no mees en ese árbol».
– Las perras no mean en los árboles.
– Ya sabes lo que quiero decir. Un perro tiene que llamarse Fido, Rex y una perra Laica o Tapsi, pero no Oskar o Marlene.
– Si tanto te preocupa, dudo que haya perros con el nombre Reiner. Incluso cada vez hay menos hombres que se llamen así. -Cornelia ignoró el gruñido de su colega-. Lo que verdaderamente es importante es que entiendas que hay que llevarse bien con Lukas.
Siguió aleccionándolo sobre la necesidad de hacer buenas migas con el perrito, pero a Fischer le preocupaba ahora otro asunto.
– Reiner es un nombre algo pasado de moda, ¿verdad?
– Un poco. Ahora los niños se llaman Jan, Philipp o Tim.
– ¿Y las niñas?
– No sé. Lea, Anna, Laura. Como siempre, nombres con muchas aes.
Se pararon delante del ascensor, sólo entonces se dieron cuenta de que habían perdido a Müller por el camino, aunque podían oír su voz. Venía de uno de los despachos que flanqueaban ambos lados del corredor. De pronto salió del despacho de Juncker. Y éste apareció detrás de él. Se reían. Juncker le estrechó la mano y le dio un par de golpecitos en el hombro que Müller recibió con agrado. La puerta del ascensor se abrió.
– ¡Müller!
Al oír su nombre, Leopold Müller se despidió de Juncker, que no se volvió. Lo poco natural de esta acción le demostró a Cornelia que quería evitar mirarla. Entraron en el ascensor. Esperó a que las puertas se cerraran. Müller seguía sonriendo.
– ¿Qué quería Juncker de usted?
– Nada. Sólo darme la bienvenida en homicidios.
– Müller, recuerde que está usted aquí de modo provisional.
No le respondió. Sólo un silencio herido, mientras Cornelia empezaba a sentir a la vez los primeros síntomas de arrepentimiento por su innecesaria brusquedad y algunas dudas razonables respecto a su convicción de haber adquirido la forma indirecta de hablar de su madre. Fischer, a su lado, parecía absorto, quizás dándole vueltas al tema de los nombres.
En el aparcamiento intercambiaron unas pocas palabras y cada uno tomó su auto. Cornelia se dirigió hacia la primera dirección de su lista, un prostíbulo situado en una de las calles laterales de la Schweizer Straße, una zona burguesa.
Después de cruzar la ciudad, llegó a la altura del río y siguió la calle que corre paralela hasta Alte Brücke. Las autoridades ya habían retirado la alarma, el sol brillaba como en un día de agosto, pero el Meno bajaba aún muy inquieto. El agua estaba teñida por el fango y en las paredes de las casas había quedado una línea gruesa del mismo color que marcaba la altura que había alcanzado la riada; una riada que no iba a pasar a los anales de la ciudad. Daños, pero para eso estaban las compañías de seguros. Y el único muerto no se había ahogado. Conducía al lado del río en la dirección contraria a la corriente. De vez en cuando todavía pasaba algún tronco veloz de largo. Pensó en el cuerpo de Soto vapuleado en el Alte Brücke. ¿Cuántos kilómetros habría flotado? Pocos. Según el informe más detallado de Pfisterer, el cuerpo había caído no muy lejos del lugar en el que había sido encontrado y había pasado casi toda la noche atrapado en el puente, escondido por la oscuridad y los matorrales. Pfisterer le había hecho llegar el informe de modo casi clandestino. No había usado el fax y le había enviado el texto en un sobre sin el logotipo del Instituto de Medicina Forense, para que nadie pudiera verlo como una señal de que la huelga de celo flaqueaba.
Por fin tenían algo. En este caso, la solución que ya se apuntaba parecía una burla del destino. Era una triste ironía que alguien tan querido en su entorno, alguien que parecía llevar un escudo protector de aprecio general cayera víctima de un grupo de extorsionistas a los que seguramente se les había ido la mano. Sin embargo, había en ello una nota discordante. El informe del forense confirmaba que Soto no había luchado con su asesino, que la muerte le llegó sin previo aviso, por detrás. No es lo que se espera de alguien que pretende conseguir dinero a fuerza de intimidaciones. Lo normal en estos casos es que haya violencia física, pero no se mata a la fuente del dinero. Y si es así, se hace porque se quiere advertir a otros de las consecuencias de ofrecer resistencia. Pero Marcelino Soto no había sido golpeado, ni cuando lo mataron ni anteriormente. Pfisterer no había detectado ninguna lesión, ni moraduras, ni un mal rasguño que no fuera posterior a la muerte. Las contusiones que presentaba el cuerpo se debían a los objetos que lo habían golpeado en el agua. ¿O se encontraban ante una nueva forma de violencia de los grupos de extorsionistas? Un muerto para amedrentar de tal modo que nadie osara oponer la más mínima resistencia. Si era así, las cosas estaban peor de lo que suponía.
Giró a la derecha para tomar el puente hasta Sachsenhausen. ¿Por qué había tenido que ser tan desagradable con Müller? Lamentó su falta de control. Reaccionaba a Juncker y todo lo que tuviera que ver con él de una forma casi alérgica y Müller había pagado las consecuencias. Aparcó, tras una larga búsqueda, a varias calles de distancia. Estaba en la parte más elegante del barrio, calles de edificios de finales del XIX con cuidados jardines delanteros, verjas de hierro forjado y muchos rótulos de abogados y asesores financieros. A pesar de la hora, delante del burdel ubicado en un señorial edificio finisecular había aparcados ya varios autos caros. Dos hombres que podrían ser clientes salían del edificio. Parecían ejecutivos en una negociación. Seguramente eran ejecutivos entre dos negociaciones. Cornelia entró y se identificó también con discreción. No iba a hacer una redada, así que no se trataba de asustar a la clientela o causar problemas al dueño, que ahora salía a recibirla con el aire neutro y profesional de un agente inmobiliario.
– Adolf Roth, soy el gerente de esta casa.
¡Adolf! ¿Qué padres habían llamado a un hijo así después de la guerra? Un nombre artístico no era. Roth no llegaba a los cuarenta, aunque los excesos alcohólicos visibles en las venillas que le surcaban la nariz más los abusos evidentes del solario le habían ajado prematuramente la piel. Roth había nacido, pues, en la década de 1960. ¿Quién se había atrevido a poner ese nombre a un hijo en esa época? ¿Sabrían los padres que al final su Adolf les había salido proxeneta?
– ¿En qué puedo servirla, comisaria?
Hablaba con un ligero acento del norte, quizá de Hamburgo, pero tenía la tez oscura y el pelo rizado y negro recogido en una coleta. Un distintivo del oficio. La hizo pasar al despacho del que venía, una habitación de techo muy alto decorada con cuadros cuyo denominador común era la representación estilizada y algo cursi del sexo. Seguramente todo lo contrario de lo que estaba sucediendo en éste y otros burdeles de la ciudad. Mientras tomaba asiento frente a él, Cornelia recordó que, según las estadísticas, apenas quedaban prostitutas alemanas. Casi todas eran latinoamericanas o asiáticas. Las alemanas se retiraban en vista de los precios bajísimos, reventados por la competencia extranjera, el miedo al sida y, sobre todo, la creciente brutalidad de los clientes. Lanzando una mirada de soslayo a las patas de la mesa de caoba de Roth, que eran cuerpos de mujeres desnudas entrelazados para formar columnas salomónicas, le explicó el motivo de su visita: