Por otro lado, se decía mientras tomaba otra calle para no seguir la misma ruta que el tranvía, a su madre le habría admirado que alguien se atreviera a reprender a una policía.
– Esto es progreso, hija, que la ley sea igual para todos. En España nadie se atrevería a leerle la cartilla a un poli.
Horst Weber terciaría entonces concediendo en el tono magnánimo que otorga saberse miembro de un país más largamente europeo.
– Ya no es así, Celsa. Los tiempos han cambiado también en España.
– Puede que sí, pero a mí me da más miedo un policía español que uno alemán.
Paró en una esquina. Recogió el móvil. Con la caída se le había desprendido la tapa y la batería había salido despedida. Lo montó de nuevo; las manos le temblaban, no tanto por el incidente del tranvía como por la ansiedad de saber si Jan había dejado algún mensaje. El aparato no se había roto, pero se tomó un tiempo hasta volver a ponerse en funcionamiento. No había mensaje. Pues ella no pensaba llamar. Tiró el móvil sobre el asiento y puso el coche en marcha.
Llegó poco después a la siguiente dirección. Todo el edificio de cuatro pisos estaba ocupado por el prostíbulo, aunque desde fuera no se pudiera apreciar. Era, sin embargo, uno de los más conocidos de la ciudad, en el que las chicas estaban distribuidas «por colores». En una planta rubias, en otra negras, en otra orientales, en otra latinas y morenas. Como unos grandes almacenes del sexo. El jefe, que ponía mucho énfasis en mostrarse cooperativo, hizo venir a una muchacha colombiana para que viera la foto.
– No sé.
Miró con más atención. Cornelia le hubiera dejado más tiempo, fue el jefe quien se impacientó.
– Venga, dale, que la señora no tiene todo el día. ¿Es que para todo tenéis que ser tan lentas? -recriminó en un tono acerbo.
Cornelia sabía por experiencia que si intervenía ahora a favor de la muchacha ésta recibiría las represalias después de su marcha, así que se mantuvo al margen.
– No, pues no.
– Vaya manera de hacer perder el tiempo a la gente. Anda, lárgate.
La muchacha colombiana salió. El jefe entretuvo a Cornelia unos minutos más sin aportar información nueva. Cornelia se dijo que los de antivicio debían de estar apretándoles las tuercas, porque tal solicitud no era habitual.
Salió del local y se dirigió hacia su auto. Miró el móvil, nadie había intentado llamarla, tampoco había mensajes. De nadie.
Cuando se disponía a entrar en el coche, notó que alguien la estaba siguiendo y se volvió con rapidez. Era la muchacha colombiana. Se había puesto un chándal gris sobre la especie de corpiño o corsé negro con que la había visto en el despacho del jefe del burdel. Miraba algo insegura a su alrededor. Cornelia le hizo un gesto para que entrara en el auto y no pudieran ser vistas tan fácilmente.
– Sí que la conozco. Estuvo el otro día en una reunión de nuestra asociación.
– ¿Qué asociación?
– Doña Carmen. Es una asociación a favor de los derechos sociales de las prostitutas. Una amiga, colombiana también, la trajo. Esta chica dijo que se llamaba Esmeralda.
– Es su nombre, sí.
– Pensé que se lo habría inventado. Muchas lo hacen. Ésta es nueva y me pareció que estaba muy perdida, es muy pardilla.
– ¿Por eso me lo cuenta?
– Y por otra razón que entenderá cuando la encuentre.
– ¿Sabe dónde trabaja?
– No lo quiso decir, pero por un par de comentarios que hizo creo que en una casa cara. No me extraña. Es muy joven y tiene muy buen cuerpo. Mi amiga la trajo para que hablara con un abogado que tenemos en la asociación.
– ¿Sabe el motivo?
– Es mejor que se lo cuente ella misma. Seremos putas, pero tenemos una vida privada.
– No lo pongo en duda.
– Prefiero avisar. Bueno, mejor me voy antes de que me echen en falta.
– ¿Tiene problemas?
– ¿Usted qué cree? -Sonrió-. No se me amosque, comisaria. Sé que me lo ha preguntado con buena intención. Pero no se preocupe, el chulo éste tiene mal carácter, pero casi nunca se le va la mano con nosotras. He estado en sitios peores, y desde que estoy en la organización sé defenderme. Las que lo tienen jodido, y perdone la expresión, son las rusitas esas que se traen engañadas, pero ése es otro tema.
– ¿Puedo saber su nombre?
– Me llamo Gloria, Gloria Cifuentes. Pero mi nombre de guerra es María. A los alemanes les pone más tirarse a una hispana que se llame María.
La observó por el retrovisor protegiéndola con la mirada mientras se alejaba rápidamente y entraba en la casa. Pero el paso decidido de la mujer y el hecho de que ni se volviera le mostraron que esa protección no era demandada, que en realidad sólo servía para apaciguar su mala conciencia. Llamó a Fischer y a Müller para que se concentraran en las zonas del Westend y Holzhausen.
Decidió concederse una pausa. Aunque había dormido suficiente, se sentía cansada. Entró en un pequeño café. Justo cuando empezaba a aplastar la espuma del capuchino sonó el móvil. Era Müller. Procuró que su voz al responder no mostrara decepción. Se ayudó pensando que ahora estaban a la par en cuanto a escapadas para tomar café en horas de servicio. La voz del policía sonaba eufórica.
– ¡La he encontrado!
LES PRESENTO A ESMERALDA VALERO
Müller le dio la dirección. Era en una calle algo escondida cerca del Oeder Weg. Aparcó el coche y se dirigió al número que Müller había indicado. Vio a Fischer apoyado en un coche cerca de la casa. Le había dicho que la aguardara porque le parecía innecesario que llegaran en tres turnos. Él por lo visto no la esperaba todavía porque cuando le dio un golpecito en el hombro, saltó asustado y se apresuró a cerrar el libro que estaba leyendo y a ponerlo dentro del ejemplar del periódico Bild Zeitung que llevaba debajo del brazo. Era un gesto extraño en Fischer, que más bien tendía a mostrar y a comentar los temas que le ocupaban, fueran los resultados del Eintracht, los catálogos de IKEA o, como recordaba ahora Cornelia, durante una temporada la astrología. Lo normal en él hubiera sido que hubiera mantenido el libro en la mano y le hubiera resumido, quisiera o no, lo que acababa de leer. Ahora, en cambio, lo había escondido debajo del periódico, la había saludado y sin hacer comentario alguno sobre lo que estaba leyendo se había dirigido con ella a la puerta del burdel. No llegaron a tocar el timbre. Una chica les abrió la puerta.
– Su compañero los espera dentro.
Vestía un traje chaqueta de color gris claro más propio de un banco que de un burdel. Los guió por el pasillo de la casa decorada de forma acorde con su vestimenta, muebles de diseño minimalista, escasa pero selecta decoración. Con un gesto breve giró la manecilla y empujó la puerta a la vez.
Vieron a Müller sentado frente a Esmeralda Valero en una habitación más bien fría que podría haber sido también la sala de espera de un médico caro. Hablaban en español. Ambos se levantaron a verlos entrar. Müller se dirigió a ellos en alemán.
– Buenas tardes, comisaria. Buenas tardes, subcomisario. Les presento a Esmeralda Valero.
La muchacha les dirigió una sonrisa tímida y se acercó a ellos con la mano tendida. Mientras saludaba a Fischer, Cornelia dirigió un gesto de aprobación a Leopold Müller para agradecerle la delicadeza con que había abierto el encuentro. Otro los habría recibido con un «aquí la tenemos», como si hubieran cobrado una pieza de caza.
Los cuatro quedaron de pie. Antes de sentarse Cornelia preguntó a la muchacha.
– ¿Le importa que le tomemos declaración aquí o prefiere venir a la Jefatura?
– Mejor aquí. Después empieza mi turno y así no pierdo el día -respondió Esmeralda Valero con absoluta naturalidad.