No era, pues, un día para morirse, y aun así Magdalena Ríos se había matado. Y lo había hecho llevando puesta una camiseta algo vieja, que en realidad era de una de sus hijas, con una imagen del gato Garfield devorando una lasaña. Debajo de la imagen de Garfield había alguna frase seguramente graciosa, pero no se podía leer, el vómito con que el estómago de Magdalena Ríos había reaccionado al trago de lejía se extendía desde los pies del gato hasta el principio de los pantalones de la muerta y cubría las letras. Ese vómito con que el estómago intentó deshacerse de la sosa abrasadora había sido en vano, no había conseguido salvarla y se había secado sobre la ropa formando una costra lechosa. Ese había sido el primer vómito. El segundo, un vómito hemorrágico, había dejado un charco de sangre y mucosas destruidas por la sosa empapando la alfombrilla del baño, resbalando por la cortina de la ducha y las paredes de la bañera.-Por lo menos este pastel será fácil de lavar -comentó uno de los agentes forenses mientras fotografiaba la escena.
Otro de los presentes soltó una risotada seca, algo desganada. La mirada censuradora de Cornelia Weber les quitó a ambos las ganas de seguir con la broma.
El olor de la lejía se había extendido por toda la casa. Cornelia lo respiraba con aprensión, sentía el efecto irritante en la nariz, pero se decía que por lo menos así no se percibía apenas el hedor de los vómitos.
Winfried Pfisterer examinaba el cadáver de Magdalena Ríos. Con las manos enguantadas, le levantó la cabeza. Los labios estaban abrasados por el álcali.
– No lo puedo asegurar al cien por cien, pero esta mujer ha muerto del colapso que le han producido los dolores. Cuando se ingiere álcali, se producen gases por la reacción con la grasa y estos gases producen eructos dolorosísimos. Junto con los vómitos, le habrán provocado un colapso cardiorrespiratorio.
Con un hilo de voz, Cornelia le preguntó:
– ¿Fue rápido entonces?
– Bastante. Pero doloroso en extremo. Es difícil imaginarse una forma de suicidio peor. Es extraño, hemos encontrado cajas de tranquilizantes en el dormitorio de la muerta y en los armarios del baño. Cantidades más que suficientes para tener una muerte dulce. La verdad es que esta manera de quitarse la vida es propia de gente con trastornos psíquicos.
Pfisterer se levantó y se inspeccionó con discreción los zapatos para comprobar que no se hubieran manchado. Cornelia lo observaba apoyada en el marco de la puerta del cuarto de baño. Empezaba a notar que le costaba tragar, sentía como si la garganta se le hubiera estrechado y su propia saliva sólo pudiera descender por un conducto angosto. Pfisterer seguía hablándole.
– De todos modos, si hubiera sobrevivido, habría llevado una vida bastante penosa. Las secuelas de la ingestión de hipoclorito sódico son devastadoras. Si llega al estómago, se suele producir una infección del peritoneo que, en el caso de que el paciente sobreviva, da lugar a cicatrices que con frecuencia degeneran en cáncer. Pero teniendo en cuenta la cantidad que esta mujer se administró, las posibilidades de supervivencia eran casi nulas.
Magdalena Ríos se había matado con lejía española, lejía Conejo, que en Francfort se puede comprar en varios pequeños supermercados españoles que en la ciudad satisfacen las necesidades de la colonia de embutidos y quesos patrios y también de flan Royal, galletas María, gel Magno, jabón Heno de Pravia. Y lejía Conejo. Cornelia sintió de nuevo en la nariz el olor penetrante, hiriente de la lejía que su madre usaba a litros en la casa. También lejía española.
– Es que la lejía alemana es más floja y no desinfecta bien. Seguro que no mata todos los microbios.
Pero una lejía alemana habría causado una muerte tan dolorosa como la que había padecido la viuda de Marcelino Soto. ¿Por qué no había recurrido a los sedantes? Pfisterer había dicho que en la casa habían encontrado suficientes pastillas. ¿Por qué escoger una muerte tan espantosa pudiendo adormecerse suavemente?
Cuando una media hora más tarde levantaron el cadáver, el movimiento del cuerpo estiró la camiseta y una parte de la costra de vómito se desprendió. El texto bajo los pies de Garfield quedó al descubierto. «Cada día una lasaña, por lo menos.»
– Y los miércoles, lejía -dijo el agente forense tras cerciorarse de que la comisaria Weber no estuviera cerca.
Cornelia se encontraba de nuevo en la sala de estar donde la había recibido la abatida Magdalena Ríos ante una extraña repetición de la escena. Julia Soto ocupaba el sillón donde había yacido su madre. Carlos Veiga, sentado a su lado, le pasaba un brazo sobre los hombros y la mecía. La habitación estaba en penumbra, habían corrido a medias las cortinas del salón. El sol espléndido se estrellaba contra la pared del fondo, detrás del sofá, perfilando con fuerza los contornos de las dos personas y ocultando sus rostros. El cabello le caía a Julia Soto sobre la cara, que se apoyaba en el hombro de Veiga. Quizá tenía los ojos cerrados, eso no podía verlo. No levantó la cabeza cuando entró la comisaria. Veiga le apartó el pelo de la mejilla.
– Julia, está aquí la comisaria Weber.
Un gemido tenue fue todo lo que le llegó. Cornelia se sentó en el mismo lugar que en la otra ocasión y esperó a que sus ojos se acostumbraran a los claroscuros de la habitación.
– Créame que lamento tener que molestarla y siento en el alma lo sucedido con su madre. Pero no me queda más remedio que hacerle unas preguntas.
Julia Soto necesitó todavía un momento, después se incorporó trabajosamente. La miró entre mechones de pelo enredado y húmedo. A Cornelia le pareció apreciar el esfuerzo por esbozar una mínima sonrisa, pero quizá sólo lo había imaginado.
– Claro, comisaria.
Sin tener tiempo de pronunciar una sílaba, Cornelia se vio interrumpida por las voces que provenían de la entrada del piso. Una voz femenina gritaba al agente que controlaba la puerta.
– ¿Dónde está mi hermana?
Después unos pasos veloces en su dirección.
Julia Soto se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta gritando el nombre de su hermana mayor.
– ¡Irene! ¡Estoy aquí!
Irene Weinhold apareció en el umbral de la puerta. Julia Soto se lanzó hacia ella y se abrazaron. En cuanto los cuerpos entraron en contacto, ambas fueron presas de un acceso de llanto incontenible. Aunque Irene Weinhold era por lo menos diez centímetros más pequeña que su hermana, la recogió en un abrazo que envolvía todo su cuerpo. Julia repetía entre sollozos:
– Está muerta, Irene. Se ha matado. No he podido hacer nada. No he podido hacer nada. Y no me dejan que la vea.
Cornelia dirigió la mirada a Veiga, sentado inmóvil donde lo había dejado Julia Soto.
Irene Weinhold fue la primera en ganar de nuevo la contención. Sin soltar a su hermana, indicó a la comisaria con un gesto que se la llevaba a otra habitación. Cornelia lo aprobó con un leve movimiento de la cabeza. Carlos Veiga hizo un amago de levantarse, pero Irene Weinhold lo detuvo.
– Ya me ocupo yo, Carlos.
Abandonaron con lentitud el salón. Cornelia y Veiga se quedaron solos. Se dirigió a él en español.
– ¿Le importaría levantar las persianas?
Veiga lo hizo al instante, poniendo una concentración en los movimientos que Cornelia juzgó excesiva. Estaba nervioso. Se sentía observado. Del mismo modo en que los borrachos que quieren disimular se esfuerzan en pronunciar con absoluta precisión, daba a cada gesto un énfasis exagerado. Se volvió hacia ella indefenso como si la luz lo hubiera desnudado.
– Siéntese, por favor.
Veiga ocupó su lugar inicial. Se encogió curvando la espalda y le dirigió una mirada que de no ser tan triste le hubiera parecido torva. En ese gesto que ya le había llamado la atención en su primer encuentro, Veiga bajó la cabeza y la miró alzando los ojos. Cornelia hojeó las notas que los agentes que habían llegado en primer lugar a la casa le habían proporcionado.