Выбрать главу

– Usted es quien encontró a la señora Ríos. ¿Cuándo fue?

– Julia, la señorita Soto -se corrigió-, había salido a comprar y yo me quedé en casa con la tía Magda -se corrigió de nuevo-, la señora Ríos. Bueno, yo estaba en la cocina leyendo el diario.

– ¿Notó algo raro?

– ¡Claro que no! Si hubiera notado algo raro, no le habría quitado ojo de encima a mi tía.

Esta vez no se corrigió. Cornelia no respondió y dejó que, ante su silencio, siguiera hablando.

– La tía Magda estaba como siempre desde la muerte del tío. Tenía momentos más tranquilos y momentos más difíciles. Esta mañana Julia le subió, como hacía cada día, un café con leche y unas galletas y se quedó con ella en la habitación hasta que se lo acabó todo y se aseguró de que había tomado también sus pastillas.

– ¿Qué tomaba?

– Antidepresivos y ansiolíticos. Recetados por el médico, por supuesto.

No dijo tampoco nada al respecto. Esperó a que Veiga siguiera.

– Julia la obligaba cada mañana a levantarse, a vestirse y después se ponían a limpiar.

– ¿ A limpiar?

– Era la única cosa que quería hacer. Limpiaba durante horas. A veces tomaba una figurita de esas de porcelana y la frotaba con un paño una y otra vez, sin parar, hasta que Julia se la quitaba de las manos y le daba otra cosa. O le decía: «Ahora vamos a hacer la cocina», «Ahora vamos a planchar». Aunque lo de la plancha fue mejor dejarlo, porque se quedó un par de veces ida y se le quemó la ropa.

– ¿Hoy el día también fue así?

– Como siempre. Empezaron por la cocina y Julia la fue guiando por la casa. La dejó justamente en el baño cuando salió a comprar. Era como con los niños, las cosas con agua parecía que le daban un poquito de alegría. Por eso la dejó en el baño.

Veiga se interrumpió; buscaba las palabras con que seguir.

– Me pidió que le echara un vistazo de vez en cuando para que no inundara la casa. Y lo hice. Me acerqué sin hacer ruido y ella estaba sacando brillo a los grifos. No le dije nada. Me volví a la cocina y seguí leyendo el periódico con el diccionario.

De nuevo una pausa, se acercaban al punto que Veiga no sabía cómo contar.

– En un momento, escuché un ruido que provenía del baño, unos golpes, pero pensé que estaría vaciando los armaritos. Lo hacía con frecuencia. Lo sacaba todo y después lo volvía a colocar tras pasar un paño. Así se entretenía horas. Hacía lo mismo con los armarios, sacaba todas las piezas y las volvía a meter. Julia no le dejaba hacerlo con la ropa de su padre porque entonces la tía se ponía malísima y le daban ataques de ansiedad. Pero en el baño o en la cocina podía entretenerse horas y horas. El doctor dijo que era bueno que la tuviéramos ocupada…

– Estaba usted contando que escuchó golpes.

– Eran golpes cortos y al principio no les di importancia, después escuché unos golpes diferentes, más sordos pero más fuertes. Pensé que quizá tenía una crisis y se estaba golpeando la cabeza contra la pared, o algo por el estilo.

– ¿Lo hacía?

– A veces. Fui rápidamente al baño. La tía había cerrado la puerta. La llamé, pero no me contestó. Acerqué el oído a la puerta; no se oía nada. Temí que le hubiera dado algo. Reventé la puerta de una patada. La encontré como ustedes la vieron.

– ¿Qué hizo entonces?

– Me acerqué a ella y vi que estaba muerta. Cerré la puerta y llamé a la policía, que llegó, por suerte, antes de que Julia regresara. De esta forma, entre todos, hemos podido evitar que viera así a su madre. Después llamé también a la prima Irene y al médico.

– ¿Al médico?

– Para Julia, para que le diera algo que la tranquilizara.

Carlos Veiga se inclinó hacia delante aproximándose a la comisaria, se cercioró de que nadie más lo escuchaba y la miró por primera vez directamente a los ojos. Más que hablar susurró:

– Una cosa le digo, comisaria, a pesar de que la imagen de la tía muerta en el baño me perseguirá el resto de mi vida, me alegro de haber sido yo quien la encontrara y no una de las niñas.

Cornelia, que instintivamente se había acercado a Veiga, se echó de nuevo hacia atrás. ¿Por qué esas palabras, seguramente generosas, le habían desagradado tanto? Veiga la observaba expectante. ¿Esperando qué? ¿Una recompensa? ¿Compasión? ¿Que lo absolviera diciéndole que no había sido su culpa?

Ante su silencio, él mismo le dio la solución.

– Aunque la hubiésemos vigilado más estrictamente, no hubiéramos podido evitarlo. Lo que hizo la tía Magda sucede en cuestión de segundos.

Cornelia no lo dejó seguir por ese camino.

– No se haga reproches, señor Veiga. Cuando alguien tiene la intención de suicidarse, no hay fuerza que se lo impida. Sólo puede retrasarse el momento.

– Pero quizá mientras eso sucede, mientras se frena ese impulso, se gana tiempo y la persona vuelve a encontrar motivos para vivir.

Era la voz de Julia Soto. Había entrado en el salón sin que la oyeran. Parpadeaba por la intensa luz que inundaba la habitación. Carlos Veiga se levantó. Dio primero un paso hacia su prima y de inmediato otro atrás, hacia las ventanas, con intención de bajar de nuevo las persianas.

– Déjalo, Carlos. Es igual.

Cornelia se levantó y se acercó a ella. Si no hubiera sido la comisaria de policía encargada de investigar la muerte de su padre, la hubiera abrazado para mostrarle su duelo y la hubiera tomado después del brazo para acompañarla al sofá. Pero ella era la comisaria y Julia Soto, que avanzaba también en su dirección, la hija de la víctima. Carlos Veiga consiguió por fin vencer su parálisis y tras abrazarla la llevó del brazo hasta el sofá. La comisaria se limitó a darle la mano.

– Supongo que tendrá usted algunas preguntas, comisaria.

Julia Soto se esforzaba por mostrarse serena y fuerte, como había hecho tras el asesinato de su padre.

– ¿Se siente usted en condiciones?

– Por supuesto.

Nunca había escuchado estas palabras pronunciadas con una voz tan frágil. Veiga intentó pasarle un brazo sobre los hombros, pero ella lo rechazó con un gesto brusco. Quería demostrar que estaba a punto para las preguntas de la comisaria. Cornelia no estaba tan segura de eso, empezó con un largo preámbulo disculpándose por tener que someterla a esa situación hasta que llegó a la pregunta:

– ¿Lo he entendido bien antes? ¿Había indicios de que su madre pudiera tener la intención de suicidarse?

Julia respiró hondo antes de responder.

– Indicios claros, no. Pero estaba muy deprimida. Y muy asustada. Sin mi padre se había quedado sola en Alemania, en un país extraño.

– Pero están usted y su hermana, los nietos…

– Para mi madre, todo esto era secundario. Todo su mundo giraba en torno a él. Pero, a pesar de saberlo bien, creí que lo conseguiría, que podría, por el simple hecho de existir, de ser su hija, darle un motivo para seguir viviendo. Pero la vida de mi madre era mi padre. -Julia Soto movió la cabeza como si estuviera negando algo; cuando volvió a hablar, su tono se había endurecido-. Las hijas éramos accesorias.

La puerta del salón se abrió. Irene Weinhold entró en la habitación. Dio la mano a Cornelia y se acercó a su hermana. Julia la miró y se dirigió de nuevo a la comisaria.

– Mi hermana siempre ha sido más lista que yo y lo entendió en algún momento. Por eso vive lejos. Pero yo realmente creí que lo conseguiría. Y más con el apoyo de Carlos.

Irene Weinhold se había quedado de pie a su lado.

– Julia, no sobrepases tus límites. ¿Quieres que te traiga algo calentito? ¿Un té?