– Ya se lo hago yo, prima.
– ¿Para qué le he preguntado yo, Carlos? -El tono de Irene Weinhold era glacial; se suavizó al dirigirse a la comisaria-. ¿Desea tomar algo?
– Un café, si no es mucha molestia. Después querría hablar un momento con usted.
– Su colega ya me tomó declaración.
– Lo sé.
Irene Weinhold abandonó de nuevo la sala. Julia dirigió a Cornelia una mirada algo ausente.
– Creí que lo lograría, comisaria, de verdad estaba convencida. Y he fallado. He fracasado estrepitosamente…
– Venga, Julita -quiso intervenir Carlos Veiga.
– Carlos, así sólo nos llamaban nuestros padres -cortó Irene Weinhold, que justo en ese momento regresaba a la habitación con un termo de café y una taza para la comisaria.
Con un gesto abrupto, Veiga apartó la mano que había acercado al brazo de Julia Soto. Cornelia observó la escena. Ante Irene Weinhold, Veiga parecía más intimidado que ante ella, había más gestos amagados, más sonrisas cortadas, como si se encontrara en permanente dilema entre sus esfuerzos por agradar y la conciencia de la gravedad de la situación.
Pero una cosa era cierta, esa constelación era problemática. Los tres callaban. Julia sumergida en su pena, Irene en un silencio hosco, Veiga encogido e incómodo. Cornelia decidió dejar que Julia Soto se retirara.
– ¿Puedo irme yo también?
El tono de la pregunta de Veiga era el de un escolar que pide permiso para salir al servicio durante un examen, pero le pareció impostado. ¿Era timidez o teatro? Cornelia lo dejó marchar para quedarse a solas con Irene Weinhold, pero sus declaraciones no aportaron nada nuevo al relato de la desesperación de Magdalena Ríos, a los esfuerzos ímprobos de su hermana por sacar a la madre del agujero negro en el que había caído. Irene Weinhold tampoco dejó traslucir los motivos de su abierta antipatía hacia Veiga.
Un agente llamó a la puerta:
– Comisaria, estamos terminando.
– Yo también, voy enseguida.
Se despidió de Irene Weinhold.
– ¿Quieren que les envíe a un psicólogo?
Irene Weinhold la miró con desconcierto.
– No, gracias. El médico de cabecera está avisado y vendrá en cuanto cierre la consulta.
– Pero quizás usted o su hermana desearían hablar con un especialista.
– ¿Para qué? El doctor Martínez Vidal nos conoce de toda la vida y sabe lo que hay que hacer.
Cornelia se mordió la lengua para no referirse al arsenal de pastillas que, según Pfisterer, habían encontrado en el baño y en el dormitorio de Magdalena Ríos. Podía imaginar que no sería muy diferente en el de Julia Soto. Pero ese asunto quedaba fuera de su competencia. Le tendió, sin embargo, la tarjeta del servicio de atención psicológica a las víctimas.
– Por si cambian de idea. Una llamada basta.
Entró en el baño donde habían encontrado a la muerta para despedirse de Pfisterer y de los otros colegas. Habían tardado más de lo habitual en realizar su trabajo. La huelga de celo aún no había terminado.
En ese momento oyeron sonar el timbre. Cornelia salió y vio a Irene Weinhold dando paso a un hombre de unos sesenta años con un traje azul marino cruzado y un pesado maletín de médico que entró con toda confianza en la casa. Esperó a que diera el pésame a Irene Weinhold. Ante ese hombre, sin duda el anunciado doctor Martínez Vidal, Irene, que se había mostrado más entera que su hermana, parecía tan indefensa y frágil como ella.
Cornelia se presentó. El médico le tendió un brazo muy estirado y desde esa distancia, que mantuvo todo el tiempo, la observó con un rictus de desagrado mal disimulado. Hablaba un alemán muy fluido, pero con un marcado acento español. Pfisterer apareció justo en ese momento. Saludó también al médico español, que apenas se dignó a darle fríamente la mano. Martínez Vidal se volvió a Irene Weinhold.
– ¿Dónde está Julia?
– Arriba, doctor Martínez. Quizá puede usted darle algo para que duerma un poco.
Cornelia no pudo evitar echar un vistazo al voluminoso maletín.
– Doctor Martínez, disculpe que me meta en sus competencia, pero en mi opinión sería muy recomendable que uno de nuestros psicólogos atendiera a los miembros de la familia.
– ¿Por qué? Ya me tienen a mí. No soy sólo su médico, soy un amigo, un consejero.
– Pero nuestros psicólogos están especializados en la atención a las víctimas de delitos, saben cómo ayudarles a enfrentarse a estas situaciones…
– Comisaria, ¿le explico yo acaso cómo tiene que hacer su trabajo?
– Yo ya le dije que no queremos un psicólogo, doctor Martínez.
– Señora Weinhold… -intentó intervenir Pfisterer.
El médico dio una patada en el suelo.
– Apreciado colega, ocúpese usted de sus muertos, que yo me encargaré de los vivos. Y usted, comisaria, busque a los culpables de esto. Las víctimas, como usted las llama, son cosa mía.
Desapareció escaleras arriba seguido dócilmente por Irene Weinhold.
Cornelia y Winfried Pfisterer quedaron abandonados y atónitos en el recibidor de la casa. Oyeron cómo una puerta se abría y cerraba en el piso de arriba.
– ¿Entiendes ahora que escriba poemas?
– Claro, Goethe.
Pfisterer le dirigió una sonrisa tímida.
– ¿Nos vamos?
– Tengo que despedirme de la familia.
Lo hizo de Carlos Veiga y se dirigió a la puerta de la casa. Los técnicos y Pfisterer ya estaban en la calle. Cornelia no llegó a salir. De pronto oyó cómo una puerta se abría bruscamente en el piso de arriba y después pasos precipitados que bajaban la escalera.
– ¡Comisaria!
Era la voz de Julia Soto.
– ¡No se marche!
Se plantó ante ella con expresión asustada.
– Comisaria, van a por nosotros.
Cornelia la miró sin comprender.
– Ahora lo entiendo. Van a por toda la familia.
– ¿Quién? ¿Quiénes?
– No lo sé, pero estoy segura de que van detrás de la familia.
– ¿Qué motivos puede tener alguien para eso?
– No sé, no sé. Algo del pasado, del pueblo, del abuelo.
No tuvo tiempo de preguntar qué quería decir en concreto, qué podía amenazarla; súbitamente Julia Soto se abalanzó sobre ella abrazándola y apoyando la cabeza en su hombro.
– Tengo miedo, comisaria -dijo en español.
Cornelia trató de tranquilizarla pasándole la mano por el pelo. Irene Weinhold había bajado la escalera con sigilo y observaba la escena sin que se pudiera decir si se avergonzaba o estaba conmovida. Se acercó a su hermana y la apartó con suavidad de la comisaria.
– Julia, por favor, no digas esas cosas.
– Van a por nosotros, comisaria. Tienen que protegernos.
– ¿Quiénes, Julia?
– ¡Ya le he dicho que no lo sé! Pero lo noto, es un castigo por lo que hizo el abuelo.
– Discúlpela, comisaria. Está muy alterada.
Irene Weinhold sostenía a su hermana de los hombros. Julia Soto dejó caer la cabeza hacia delante. El cabello impedía ver la expresión de su cara. El doctor Martínez Vidal apareció en el rellano superior de la escalera. Esperaba. Julia repetía cada vez más débilmente «van a por nosotros» mientras Irene Weinhold la empujaba lentamente escaleras arriba. Dirigió una última mirada a Cornelia.
– No sabe lo que dice.
– ¿Está segura?
Por toda respuesta Irene Weinhold dejó escapar un bufido impaciente. Cornelia abandonó la casa. Le extrañó que Carlos Veiga no hubiera acudido a los gritos de Julia.
Aunque estaba convencida de que sus palabras se debían al shock, le hubiera gustado poder dejar a un agente apostado en la casa. Quizá no hubiera razones para esos temores, pero el miedo era real. Sin embargo, no podía justificar el destinar a un agente a esa labor. La familia tampoco lo habría aceptado.
Era tarde. A Fischer seguramente ya lo esperaba su mujer. A Mü11er, no sabía quién. A ella, una buena ducha, un contestador automático y tal vez una película en la tele. Sabía que, a pesar de que se sentía agotada, no iba a dormir bien.