MAGDALENA RÍOS
Magdalena Ríos lloró casi todo el viaje a Alemania. Al llegar a Colonia tenía los ojos hinchados y secos. Marcelino había ido a buscarla. Cuando ella lo vio en la estación, nervioso, sosteniendo con cierta torpeza las flores que le había comprado, y notó la cara de preocupación al verla llegar en aquel estado, decidió que en Alemania no iba a llorar nunca más. Y así fue. Durante más de treinta años no derramó una sola lágrima.
Marcelino la llevó esa noche a cenar a un restaurante fino. Había ahorrado durante semanas para permitirse ese lujo. Años más tarde, veía en esa velada una premonición de su futuro éxito como dueño de dos locales en Francfort, pero ya entonces tenía muy claro que iba a llegar a ser alguien. Con esa cena quería convencer a Magdalena de que su futuro, el éxito, el ascenso social se encontraban en Alemania y no en su pueblo en Lugo. A Magdalena las dos últimas cosas le daban igual, y el futuro sólo podía imaginárselo al lado de Marcelino, que la convenció de que ella era la mujer que necesitaba a su lado para alcanzar sus propósitos. Ella aceptó y al día siguiente se enfrentó con convicción de pionera al trabajo que le habían conseguido en una clínica en Bad Schwalbach.
Magdalena estaba acostumbrada a trabajar duro, había servido en varias casas en Santiago, durante un año trabajó incluso en Madrid, sabía lo que era estar fuera de casa, pero la clínica se le hizo insoportable. Era el olor de los enfermos, horas y horas fregando pasillos interminables sin hablar con nadie, y al salir, el hedor de la central lechera de la pequeña ciudad. Cuando lo contaba en su casa, nadie se creía que el olor a leche le molestara de ese modo
– Mejor que huela a naturaleza, peor lo tienen los que están en las fábricas, respirando porquerías.
Pero era otro tipo de olor. No era el olor a vaca o a leche recién ordeñada, era el olor de miles de litros de leche que llegaban en camiones cisterna y llenaban unos depósitos gigantescos.
Marcelino sí lo entendió y la ayudó a encontrar trabajo en una fábrica de la zona. Pagó de su propio bolsillo los cien marcos que la clínica había gastado en conseguir la nueva trabajadora y la acompañó el primer día de trabajo en el metro para que se aprendiera bien el camino.
– Te lo he apuntado todo en este papelito.
– ¿Y si lo pierdo?
– Pues preguntas.
– ¿Qué voy a preguntar yo, si no entiendo lo que me responden?
– Pues preguntas otra vez y que te lo repitan.
Por si acaso, se hizo varias copias del papelito y llevó siempre una consigo hasta que estuvo segura de saberse el camino de memoria.
Trabajó en la fábrica de chocolate Sarotti en Hattersheim, cerca de Francfort, durante cuatro años, antes de entrar en la Opel, donde conoció a Celsa Tejedor y a Horst Weber.
El olor del chocolate en grandes cantidades también le dio asco al principio, casi náuseas, pero se aguantó y al cabo de unas semanas ya no lo percibía. Además, en la fábrica de chocolate trabajaban otras chicas españolas. Hizo amigas. Notó que algunas incluso la envidiaban porque tenía un novio tan simpático y atento.
– Como una reina te lleva.
Los fines de semana salían a bailar. Casi siempre con otros españoles, pero algunas chicas se habían echado novios de otros países: italianos, griegos, algunos alemanes. Turcos, no.
En esos momentos, cuando cocinaban en los barracones, cuando organizaban fiestas, cuando estaban juntos, tan unidos, tan próximos, tan lejos de casa, tenía la certeza de que nunca acabaría de llegar a ese país.
PALOS DE CIEGO
– Tenemos que empezar de cero. Leer todos los papeles como si fuera la primera vez. Repetir las preguntas contestadas y plantear otras nuevas, comprobar todos los datos una vez más.
– ¿Qué buscamos? -preguntó Müller.
«Si lo supiera», habría dicho la comisaria. Sin embargo, tuvo que poner sobre la mesa todas las líneas que tenían, aunque algunas eran más bien tenues hilos sin consistencia.
– Por un lado, habrá que volver a revisar lo que sabemos sobre la gente del entorno de Marcelino Soto. Otra vez familiares, parientes, amigos, empleados, compañeros en la ACHA… A pesar de que dudo que nos lleve a ninguna parte, habrá que tener en cuenta una vez más lo de las bandas.
– ¡Pero si acabamos de descartarlo! -protestó Fischer.
– No podemos dejar algo por completo de lado hasta que no estemos seguros de que no quedan cabos sueltos. ¿Podemos decir que todos, insisto, todos los miembros del grupito de Rima? estuvieron implicados en la pelea? Hasta que no lo sepamos, no podemos cerrar esa posibilidad. Otro punto en el que deberemos centrarnos -Cornelia notaba que iba perdiendo fuelle, que todo lo que tenían era tan vago que le costaba presentarlo de una forma estructurada- es la cuestión de todas esas historias del pasado de la familia.
– ¿Lo del pueblo durante la guerra civil española? -preguntó Müller.
– Exactamente. Resulta cuando menos llamativo que haya sido mencionado ya un par de veces en relación con este caso. Y ahora los miedo de la hija, de Julia… Intentaré averiguar algo más al respecto.
Tendría que ponerse en contacto con colegas en España. Sería la primera vez y temía un poco que les resultara ridículo que la policía de Francfort anduviera detrás de un hecho sucedido en una pequeña población de Galicia hacía tantos años. Pero no podía permitirse dejar ningún cabo suelto. Su español escrito no era muy bueno, así que decidió hacer el máximo posible de gestiones por teléfono.
– Otra pregunta importante atañe al bienestar económico de la familia. ¿Cómo consiguió Soto el capital necesario para comprar locales? Era un simple obrero que vino a Alemania a trabajar en la industria. Es importante que revisemos sus finanzas desde esta perspectiva.
Repartió las tareas y ocuparon sus escritorios. Müller, una mesa adicional que usaban para reuniones. Tenían que revisar toda la documentación sobre el caso. Hurgar aún más en el fondo de la vida de Soto, sus familiares, sus amigos, sus empleados. Era la parte sórdida de cualquier investigación, donde todo lo que esas personas hubieran hecho en algún momento de sus vidas se miraba con un filtro culpabilizador. Removían lodo en busca de algo perdido que ni sabían qué era. Deudas de juego, peleas familiares, problemas de alcohol. Se dedicaban a hacer llamadas desagradables que recibían respuestas poco placenteras.
– ¿Por qué salen ahora con esto?
– Por favor, que no se entere mi familia.
– ¡Pero si hace mil años que sucedió!
– ¿No tienen nada mejor que hacer?
– Es un asunto privado y conozco mis derechos.
– ¡Déjenme en paz!
Trabajaban en silencio, un mutismo sólo interrumpido por las llamadas que iban realizando.
Después de la comida los tres policías se encontraron sentados en círculo mirando con fijeza la pizarra en la que anotaban datos, nombres, relaciones. En una esquina habían pegado una foto de Marcelino Soto. Removían vasos de café que hacía tiempo que se habían enfriado sin percibir la sincronización de sus movimientos. Uno de los tres había tachado el nombre de Rimag; los otros dos no sabían quién había sido ni les importaba.
No sabían si colgar también la foto de Magdalena Ríos junto a la de su marido. En el fondo los había matado la misma persona. Una pequeña chispa se encendió en la cabeza de Cornelia.
– Esa horrible camiseta de Garfield.
El movimiento rotatorio en los vasos de Fischer y Müller se detuvo a la vez.
– No sabemos mucho de Magdalena Ríos, pero era de la generación de mi madre, de la generación que se arregla para salir a la calle, aunque sólo sea para ir a la droguería.
– No te sigo -dijo Fischer.
– Un suicidio no es un acto impulsivo que se decida de súbito mientras se pone la lavadora. ¿O quizá sí? Pero aunque así fuera, ¿habría querido Magdalena Ríos que sus hijas la encontraran así?