– ¿Qué? -preguntó Celsa.
– No hablaba ahora contigo, un compañero me ha traído una cosa.
– Entonces no te entretendré mucho más. Decía que me alegré de ver que Julia no está sola y le comenté que me parecía tan bonito que ellos no se dejaran influenciar por viejas discordias…
El cuerpo de Cornelia reaccionó como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
– Sigue. Por favor.
– Te parecerá una tontería, pero durante un tiempo tuve miedo de que Carlos Veiga fuera el culpable. Por eso me alegré tanto cuando lo de los anónimos. Pero ahora que lo he visto en persona y he visto cómo se ocupa de Julia, con qué mimo la trata, con qué dulzura le habla, me he dado cuenta de que era un error. Así se lo dije a Julia. Bueno, no directamente así, lo de la culpabilidad no lo mencioné, le dije que me parecía muy hermoso que la nieta de Antonio Soto y el nieto del alcalde hubieran superado las antiguas rencillas.
Estuvo a punto de dejar caer el teléfono. Se mordió los labios y sintió que a duras penas podía contener las lágrimas de rabia y de indignación.
– Hija, ¿me escuchas?
Respiró hondo antes de hablar. La voz le temblaba.
– Mamá, ¿tú sabías todo este tiempo quién era Carlos Veiga? ¿Y le has dicho a Julia que Carlos es el nieto del alcalde asesinado en la guerra?
El silencio al otro lado de la línea era una confesión.
– ¿Y cuándo pensabas decírmelo a mí?
No esperó la respuesta de su madre. Dos gruesas lágrimas le cayeron rodando por las mejillas, que sentía arder.
– Mamá, si pasa algo, te juro que tendrá consecuencias.
Colgó el teléfono.
Arrancó la chaqueta de la percha y salió corriendo de la habitación. Ya no necesitaba leer lo que decía el fax de España.
No había tiempo que perder. Al pasar por delante de su despacho, vio que Juncker estaba dentro.
– Juncker, pida, por favor, un coche patrulla urgentemente a la Sachsenhausener Straße 32.
Al ver el rostro de la comisaria, Juncker reprimió cualquier comentario. Mientras corría por el pasillo, Cornelia alcanzó a escuchar:
– Enseguida.
Desde el auto llamó a casa de los Soto. Nadie contestó al teléfono. Saltó el contestador. Colgó y lo intentó de nuevo. Otra vez el contestador. Insistió. Esa tercera vez tuvo éxito. Julia descolgó el auricular.
La voz sonaba como si un velo se interpusiera entre su boca y el aparato. El saludo sonó ininteligible.
– ¿Cómo se-encuentra, Julia?
– Bien, cada vez mejor.
Hablaba muy lentamente, como si tuviera que buscar cada palabra.
– Me alegra oírlo -mintió Cornelia siguiendo el juego-. Quería que supiera que los cuadernos que nos dejó nos han ayudado muchísimo.
Silencio. Sólo una respiración agitada.
– ¿Está ahí, Julia?
El «sí» llegó ahogado. ¿Estaba llorando?
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– No, gracias. Estoy bien. De verdad.
– ¿Ha tomado algo? ¿Los medicamentos que le recetó el doctor, los toma?
– Sí, sí, todos -la voz se ausentaba de nuevo, balbuceó algo.
– Perdone, no la he entendido.
– No importa. No era nada importante. Lo que cuenta es que pronto todo habrá terminado. ¿Comprende lo que quiero decir?
– No del todo.
– Ya se lo dije la otra vez, comisaria, el pasado nos castiga por lo que hicieron los que nos precedieron.
– ¿De qué está hablando, Julia?
– ¿No lo entiende? De Carlos, que ha venido a vengar a los muertos de la guerra civil. Que ha venido a castigarnos. ¿No me diga que no lo sabe? ¿No se lo dijo su madre? Ahora sé por qué nos tiraba piedras cuando fuimos al entierro de mi abuelo. Su madre también se equivoca, los nietos siguen arrastrando el odio por los abuelos. Ahora comprendo por qué nunca volvimos a Lugo. Pero ahora está en mis manos castigar al asesino. Me engañó todo este tiempo, pero ahora ya he abierto los ojos. ¡Qué vergüenza, además! ¿Sabe que me he acostado con el asesino de mis padres? Pero no se preocupe, no tengo miedo.
– Se está equivocando, Julia. Carlos no tiene nada que ver con la muerte de sus padres.
– No intente protegerlo, comisaria. Le agradezco todo lo que ha hecho por nosotros, pero ahora me toca actuar a mí. Adiós.
Colgó.
Cornelia llamó repetidas veces, pero Julia Soto no volvió a coger el teléfono.
Desde el coche localizó a Fischer.
– ¿Dónde estás, Cornelia? Acabamos de llegar al despacho. Juncker ha dicho que has salido corriendo y has pedido refuerzos. La dirección es la de los Soto. ¿Qué pasa?
– Temo que Julia Soto haga alguna barbaridad. ¿Qué os ha dicho el cura? ¿Estoy en lo cierto? -Sí.
– Por favor, venid cuanto antes a casa de los Soto. Ahora no puedo seguir hablando, tengo que llegar rápido.
Había colocado la sirena sobre el techo del coche. Conducía tan veloz como el denso tráfico de la hora punta se lo permitía.
– ¡ Apártate de una vez!
Pasando un cruce, casi la embistió un tranvía.
Aparcó el coche delante de la casa de los Soto, salió corriendo dejándolo abierto. Metió la mano para abrir desde dentro la puerta del jardín. Todas las luces de la casa estaban encendidas, como si se celebrara una fiesta. Pero nadie acudió a abrirle la puerta. Golpeó con los nudillos.
– Julia, ábrame. Soy la comisaria Weber.
Silencio. El silencio que hace tan deseados esos barrios residenciales era ahora amenazador.
Golpeó una vez más sin resultado. Rodeó la casa. Desde cada ventana intentó vislumbrar si había alguien en el interior. La casa estaba vacía. Abandonada.
De pronto, le pareció escuchar el ruido apagado del motor de un coche. Venía de la parte posterior. Se acercó procurando ubicar el origen del sonido. Llegó a la puerta de un garaje. Estaba cerrado por dentro. El sonido del motor provenía de ahí. Golpeó la puerta, pero era tan maciza que apenas retumbó.
Con la culata de la pistola reventó una ventana y se dirigió hacia el garaje. Por suerte la puerta que conducía de la casa al garaje no estaba cerrada. Entró y encendió la luz. Sentada en el auto, los ojos de Julia Soto parpadeaban en su dirección sin reconocerla.
– ¿Qué está haciendo?
– Patético, ¿no? El ángel vengador que no consigue arrancar el coche. Creo que está sin batería.
Al lado de Julia, el cuerpo de Carlos Veiga estaba recostado contra la puerta del copiloto. Cornelia rodeó el vehículo para acercarse a la muchacha. Julia la miró desde la ventanilla del coche. Cornelia se acercó a Veiga, que yacía inconsciente en el asiento. El cuerpo se sostenía sólo gracias al ajustado cinturón de seguridad.
– No está muerto. Sólo dormido. Mi padre estaba equivocado. Los pecados de los padres sí caen sobre los hijos. Carlos ya ha cumplido parte de su misión, pero yo he impedido que pudiera seguir. No va a tocar a Irene ni a sus niños. Esta vez no he fracasado. No pude salvar a mi madre, pero he salvado a mi hermana. El crimen de mi abuelo cayó sobre mi padre y yo quería impedir que cayera sobre nosotras.
– Su padre no se refería a eso. Su padre hablaba de sus propios actos, de sus robos.
Llamó a una ambulancia. Julia Soto la miraba con los ojos desorbitados.
Cuando Fischer y Müller llegaron a casa de los Soto, Julia estaba sentada todavía en el auto, con las piernas fuera. Miraba a la comisaria con ojos desmesuradamente abiertos y repetía como en una cantinela: «¿Por qué Regino? ¿Por qué?»
Cornelia preguntó a sus compañeros:
– ¿Qué os contó Recaredo Pueyo?
– Nos ha dicho que Marcelino Soto le había confesado haber robado dinero de las subvenciones de la ACHA y que quería reconocerlo públicamente, tan pronto como hubiera terminado de subsanarlo. Quería convocar a toda la comunidad española en la iglesia y recorrerla banco por banco de rodillas pidiendo perdón. Pero eso también dependía de que otra persona participara en ese acto de contrición.