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– Se puso nerviosa, se aturulló. Ya sabes que cuando empieza a hablar a veces se lía ella sola.

– Eso que se lo guarde para la cola de la pescadería, pero no cuando se trata de un asesinato. ¿Y por qué no me dijo nada a mí? Me ocultó información.

– Sé que estuvo mal, no quiero disculparla. Ella lo sabe también. De sobra. Desde que sucedió eso ha envejecido diez años.

Cornelia bajó la vista.

– Papá también te echa mucho de menos. Ya sabes que para él siempre serás su princesa. La pena es que no le haga tanta gracia que yo le haya salido reinona.

Consiguió hacerla reír.

– Dame un poco de tiempo.

Cruzando el puente echó una mirada a la derecha. Al asiento vacío a su lado y, a través de la ventanilla, a los rascacielos de la ciudad, que brillaban a pesar del cielo plomizo de una primavera indecisa. ¿Por dónde andaría Esmeralda Valero? Desapareció al día siguiente de que la encontraran sin que hubiera podido averiguar si se debió a que el dueño del burdel no quiso tener a una chica a la que buscaba la policía o a que Esmeralda no creyó que Cornelia pudiera hacer gran cosa por ella. Quizá simplemente la engañó. Lo que había quedado de todo eso era un jefe que, a pesar de tener que darle la razón en cuanto a su posición respecto al delito del banquero Klein, le volvió la espalda en cuanto la muchacha desapareció. No había ganado precisamente un amigo.

Enfiló la autopista hacia Offenbach. Una fina lluvia empezó a mojar el parabrisas. Detrás quedaba el Meno, que, como es su costumbre, bajaba manso y tranquilo.

Rosa Ribas

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