– Bueno, la cara del muerto está muy deformada.
– Por supuesto, pero no todo el volumen es agua y, por lo general, los muertos no sonríen.
– Pero, Cornelia, no puedes esperar que las familias piensen en esas cosas.
– Ya lo sé, lo que pasa es que entregan fotos demasiado viejas o que muestran a los desaparecidos en situaciones en las que seguro que no los vamos a encontrar. En el registro he visto la de un hombre tomada durante una barbacoa, con un gorro enorme de cocinero y un delantal de esos de «Aquí cocina el jefe». Lleva tres años desaparecido y no creo que se largara con el gorrito puesto.
Fischer se reía. Müller también pero con los ojos atentos de quien está almacenando y procesando informaciones. Y también con un atisbo de impaciencia.
– Usted tiene algo más, ¿verdad? -preguntó Cornelia.
– Me he enterado de que Soto era el dueño de dos restaurantes de cocina española en la ciudad. Uno es un local de tapas, el Alhambra. Está en el centro, cerca de la Bolsa. El otro, un restaurante más lujoso en el barrio Westend, es el Santiago.
– Habrá que averiguar más al respecto. Pero lo primero que tenemos que hacer es verificar la identidad del muerto. Algún familiar tiene que identificarlo.
– Ya me encargo yo de organizado -dijo Fischer.
Como ya era habitual en algunos hospitales, desde hacía un tiempo la policía había formado a varios agentes en la comunicación de malas noticias. A ella, que había tenido que pasar por ese trance en muchas ocasiones, le resultaba difícil imaginarse qué se aprendía en esos cursillos. La oferta de Fischer, aun así, era más que sorprendente. Él, que siempre que podía evitaba esas situaciones, se mostraba ahora dispuesto a tomar la iniciativa.
– Iré con uno de los especialistas.
Salió. ¿Por qué no llamaba por teléfono? Estaba claro que quería marcharse.
Cornelia se había quedado a solas con Müller.
– ¿Habla usted español?
– Un poco.
– ¿Cuán poco es un poco?
– Estuve un año en el aeropuerto, en emigración, y me encargué de interrogar a pasajeros sospechosos que venían de Latinoamérica.
– Está bien. Müller, procure no ser demasiado modesto o no llegará a ninguna parte. No pasó por casualidad por la central, ¿verdad? Se le ocurrió revisar las denuncias no procesadas y resultó ser una buena idea, ¿no?
– Sí, comisaria.
– Pues eso.
Le pidió que saliera del despacho para poder hablar por teléfono y llamó a Kachelmann, el jefe de Müller en el Departamento de Fronteras. Con los conocimientos de español de Müller logró sin dificultades que Kachelmann se lo cediera para que participara en la investigación. Lo hizo entrar a los pocos minutos.
– Müller, Kachelmann ha dado luz verde. Yo todavía no he hablado con mi jefe, pero no creo que sea un problema incorporarlo al grupo que se va a ocupar de este caso.
Leopold Müller sonrió. Antes de que pudiera decir algo Cornelia siguió hablando.
– Ahora que sabemos más cosas del muerto me gustaría que usted se encargara de hacer unas primeras averiguaciones en su entorno laboral.
Se dio cuenta de que estaba sonando un poco pedante. Reiner Fischer habría hecho seguro un comentario socarrón, pero Müller la escuchaba respetuoso y atento.
– Acérquese a los dos locales que regentaba y entreviste a sus empleados.
Müller sacó de un bolsillo de la chaqueta un bloc de notas y empezó a apuntar lo que Cornelia le estaba diciendo. Ella reprimió una sonrisa al ver esa imagen tan típica de las películas de policías.
Elaboraron el catálogo de preguntas habituales: si habían notado algo extraño en los últimos días, si habían observado a personas sospechosas, si habían recibido amenazas de algún tipo, si Marcelino Soto les había parecido diferente.
– Quizás también sería conveniente aclarar las condiciones de trabajo de los empleados. Si hubo algún despido o alguno de los empleados era un trabajador ilegal -añadió Müller.
– Buena idea.
Mientras Müller tenía la vista clavada en el bloc sobre el que iba tomando notas, Cornelia se dijo que había hecho un buen fichaje. Le agradaba que fuera capaz de aportar ideas propias de una forma tan poco acuciosa, como le había gustado también la meticulosidad del informe que le había proporcionado por la mañana.
En cuanto se hubo marchado, Cornelia leyó lo que tenían sobre la víctima. Marcelino Soto había nacido en Barreira do Castro, en la provincia de Lugo en 1943 y llevaba muchos años en el país. Desde el 63.
– Vaya, de la colonia.
Pensó en voz alta. Según las informaciones facilitadas por la familia, Soto estaba casado con Magdalena Ríos, la M.R. del anillo, y tenía dos hijas, Irene y Julia.
El nombre le sonaba, pero se dijo que siendo de la «colonia» española en Francfort no era de extrañar. Sería uno de tantos compatriotas de su madre, uno de los muchos asistentes a los encuentros de los domingos en la asociación a la que su madre más que llevarla la había arrastrado todos los fines de semana.
Supuso que la familia había facilitado ese dato en la denuncia para que quedara claro que Soto no estaba de paso, que era un ciudadano y no un transeúnte o un ilegal. En algún momento, mientras anotaba todos los datos, la interrumpió la llamada de la agente con la que Fischer había ido a notificar la muerte de Marcelino Soto, que le comunicó que una de sus hijas, Julia Soto, había identificado el cadáver. ¿Por qué no la había llamado directamente Reiner?
Buscó en las actas policiales y no encontró ninguna mención de Marcelino Soto en los últimos años. Anotó que tenía que mandar a alguno de los becarios para que buscara en las actas viejas, las que no estaban informatizadas, y averiguara si había algo anterior.
Por lo poco que sabían de la víctima, le costaba imaginar que pudiera tener un pasado delictivo. Salvo en el caso de que se tratara de un robo, habría que buscar en el entorno más cercano al muerto, la familia, los amigos, los empleados. Llamó a Müller. Todavía no había llegado al restaurante de Soto.
– Pregunte si Soto llevaba quizás la recaudación encima o transportaba alguna suma de dinero importante.
Terminó de anotar los nombres de los compañeros que necesitaba para organizar su equipo de investigación y salió para presentársela a su superior. En el pasillo se topó con Reiner Fischer.
– ¿Dónde estabas? Te he estado esperando.
– Tenía hambre. He comido un poco.
– ¿Cómo no me has llamado?
– Es que sólo he picado algo.
Cornelia calló dolida.
– ¿A dónde vas?
– Voy a ver al jefe supremo.
Como cada vez que se pronunciaba esta expresión, los dos imitaron un saludo militar. Sin bajar la mano de la frente, Fischer le preguntó:
– ¿Tienes que ir en persona?
Ella lo miró aviesamente.
– No voy a hablar con él de tu ausencia esta mañana, si eso es lo que te preocupa. Creo que en un equipo las cosas se hablan y no se dan chivatazos. ¿No te parece? Voy a ver a Ockenfeld porque quiero que apruebe de inmediato la formación del equipo de investigación que necesito para este caso. Si se lo paso por escrito, se tomará como siempre un par de horas. Quiero aclarar el asunto lo antes posible.
– ¿Cuántos seremos?
– Contándonos a nosotros dos, seis.
– Gracias.
– ¿Por qué?
– Por incluirme.
– Por supuesto.
– Temí que después de lo sucedido hace dos semanas…
Habían mantenido el saludo militar mientras hablaban y de pronto se dieron cuenta de que los compañeros de los despachos contiguos los estaban observando. Las desventajas de las paredes de cristal. Bajaron al instante las manos. Pero era demasiado tarde. En cuanto notaron que Cornelia y Fischer los miraban, todos se levantaron de sus asientos y se cuadraron militarmente.
– ¿No tenéis nada mejor que hacer?
Una voz sonó entre las risas: