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– ¿Y Tali?-preguntó.

– Mejor. Ya está buena.

– ¿Ha estado mala? No lo sabía.

– Sí. Como ya no vas nada.

– Es verdad, pobrecina. Con lo que yo la quiero. ¿Está enfadada?

– No. No creo. Vamos, no sé.

– Me acuerdo cuando subíamos a la torre de la Catedral -dijo Gertru sin apartar los ojos de la ventana-. Y cuando nos parábamos en los charlatanes. Lo pasábamos bien; a estas horas salíamos de clase. La tengo que llamar.

Vino Teresa para saber si quería ir con ella a ver la cocina de su casa. Que se viniera también Julia, que nunca había estado.

– …y os enseño la ropa que me han traído de Tánger.

Julia dijo que bueno y salieron las tres. Teresa llevaba a Gertrudis cogida por los hombros.

– Te rapto un poquito a este cielo de novia, tú, mala persona-le dijo a Ángel, al pasar a su lado.

Federico, mientras se servía la séptima copa de coñac de la tarde!le estaba diciendo a Mercedes:

– Pues, chica, creí que ya no veníais. Pero, ¿y con el novio, en qué está?

– Yo qué sé en qué está. Que tendrán que dejarlo. Yo he dicho que no se casaban desde el primer día. Pero como ella es tan bruta, porque es brutísima, ha dicho por aquí meto la cabeza, y nada, hasta que se la rompa. A mí es que me pone…

– Mujer déjala -dijo Federico con pereza, estirándose-, no te lo tomes así.

– Pero cómo quieres que me lo tome. Si es que es verdad, hombre. ¿Tú crees que ella pide consejo ni dice una palabra a nadie? Nada, ni una palabra, ya ves, dos hermanas que duermen en la misma habi-tación desde chiquitas Pues nada, se puede estar muriendo de un disgusto que no me lo dice. Fíjate, ahora lo sé yo que está reñida con Miguel, y que seguramente es definitivo. Pues si le pregunto que si ha tenido carta, que sí, siempre que sí. Lo sé yo que hace más de un mes que no la escribe…

– ¿Y tú por qué crees que no la escribe?

– Pues porque es un idiota, un cara. A mí me lo podía hacer.

Federico se desempotró trabajosamente de la butaca.

– Siéntate aquí-le dijo a Mercedes-. ¿Y ahora por qué no se ha acercado aquí contigo? ¿Adónde va con ésas?

– Lo hará por hacerte rabiar, por táctica. A mí muchas veces me parece que tiene interés por ti… Pero no, déjalo, si no me siento, ya me buscaré yo otra silla.

– No, hija, no te molestes, si no hay sillas. Fíjate cómo está todo.

Mercedes echó una mirada en torno. Todavía no se había fijado en la habitación. Vio parejas aisladas que bailaban por los rincones donde había menos luz, gente de espaldas en el bar y junto a la mesa de los emparedados; otros sentados por el suelo. La mayoría de las caras no las conocía.

– ¿Aquello qué es?-le preguntó a Federico.

Había dos camas de madera en una esquina, encima una de la otra, como en los barcos, y en la de abajo se veían tumbadas algunas personas, las caras hundidas en lo oscuro, las piernas sobresaliendo, y se movían, alternadas de hombre y de mujer.

– ¿Aquello? Nada, las literas de Yoni. Por si se queda él a dormir alguna noche, o amigos. É1 trabaja de noche casi siempre, ya sabes. Pero ¿no habíais venido nunca?, ¿es posible?

– Nunca, yo por lo menos.

– Chica, qué atraso. Aquí es el único sitio donde se pasa bien y se conoce de vez en cuando a gente divertida. ¿Pero por qué no te sientas?

Mercedes se sentó. Era una butaca muy cómoda. Federico se agachó a coger una botella que había en el suelo y la destapó con los dientes. Le dio a ella un vaso vacío.

– ¿Quieres beber?

– ¿Qué es?

– Coñac.

– Huy, no. No me gusta.

– Venga, no seas cursi. Te tomas el primer sorbo con la nariz tapada. Verás qué bien sienta.

– Basta, basta, no me eches más.

Pasó Isabel bailando con uno de pelo cepillo.

– Hola, Isa.

– Hola, qué milagro, vosotras aquí.

– Ya ves.

– ¿También está Julia?

– También, por ahí anda.

– ¿Le estás pisando la conquista?-sonrió Isabel.

– ¿Yo? Qué tontería.

– Sí, sí, fíate de las hermanitas. Bueno, hasta luego.

– Hasta luego.

Hubo un silencio. Luego Mercedes bebió el primer sorbo de coñac.

Se habían aburrido de los discos franceses. Estaban poniendo ahora un mambo muy estrepitoso. Lo coreaban con pataditas y palmadas las amigas y amigos de Teresa, sentados en corro alrededor de la chimenea. Colette y Yoni se aburrieron de bailar y se sentaron en aquel grupo. Ángel le pidió a Yoni que le presentara a su amiga.

– No vale, tú ya tienes novia -dijo Yoni.

– Sí, pero se ha ido a un recado. Me tengo que dar prisa para conocer a esta preciosidad. La francesa le miró sonriente, los ojos interrogativos. Se dieron la mano.

– Oye, aunque esté en plan contigo, ¿me dejas decirle que está de miedo?

– Díselo, no te va a entender.

– Entonces, mejor. Estás para comerte, preciosa. Para co-mer-te.

Dijo Manolo Torre que aquello era un tostón, que aquello no se animaba hasta que un tal Ramón cantase bulerías. (Convéncele tú, Estrella, de algo servirá que sea tu marido.) Estrella, de traje verde como una funda, gateó por la alfombra hasta el marido, rubio, alto, con pinta de inglés, que estaba sentado inmóvil mirando al fuego. Se le encendían reflejos en el pelo con las llamas, se le volvían a borrar.

– Tú, Ramón, te has quedado de un aire.

La mujer se puso en cuclillas a su lado, le abrazó por la cintura.

– Anda, mi vida, no defraudes a la afición.

– Es una pena que no quiera-repitió Manolo-. Lo hace de maravilla, de maravilla.

Estrella se volvió a su postura de antes y pidió un pitillo.

– Todavía no está bastante borracho -dijo-. Le ha dado tímida.

Le tendieron una cajetilla de chéster y ella hizo un gesto de asco.

– Por Dios, estás loco, de eso no. A mí lo que me priva son los peninsulares.

Cuando volvió Teresa, aquel grupo de la chimenea se había hecho el más numeroso. Se acercó con Gertru.

– Qué horror, en un rato que no estoy cómo ha subido esto de tono. Déjame un sitio, Talo. Me he quedado para atrás. Que te corras un poco, hombre; no me hacéis ni caso. Ah, mira, Ángel, aquí te entrego a tu novia sana v salva; yo no quiero responsabilidades. Dadme algo de beber.

Julia, al volver a la habitación, se quedó apoyada en la pared, sin saber con quién irse. Se le acercó Luis Colina, que andaba de un lado para otro.

– Hola, no te había visto. ¿Has venido con Goyita?

– No. ¿Por qué?

– Creía que ibais mucho juntas, creía que erais muy amigas.

– Sí, somos bastante amigas, pero no la he visto. Yo he venido con mi hermana.

– ¿Quieres bailar?

Julia vio a Federico bailando con su hermana. Tuvo miedo de que vinieran.

– Bueno.

Los miraba de reojo, esquivándolos entre las parejas. A Luis Colina le sudaban un poco las manos.

– Así que sales bastante con Goyita, ¿no?

– Un poco, más bien poco.

– Yo la lIamo algunas veces por teléfono -dijo Luis-. Me parece que no le agrada mucho, no sé. ¿A ti te ha dicho algo?

– A mí no.

– Es que tengo mucho despiste con ella. Me gusta, pero no sé qué hacer. Las chicas sois unas criaturas tan raras, no se sabe nunca. Vamos, habrá excepciones, no quiero que te ofendas.

– Si no me ofendo.

– Pones cara de rabiosilla.

– Qué bobada.

Julia miraba por encima de su hombro, tratando de ocultar su aburrimiento. La habitación le parecía completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle. Deseaba irse.

– Pues sí, es un lío. Perdona, te he pisado.

– No. Ha sido culpa mía.

– Así que no te ha dicho nada de mí. No sé, tienes ojos de mentirosilla.

– No, hombre, que no me ha dicho nada. Que te conocía y eso. De pasada. Oye, hace un calor horrible. ¿Te importa que vayamos a beber una coca-cola?

Federico bailaba muy apretado, apretadísimo. Mercedes, entre el coñac que había bebido y aquella especie de pacto de confidencias que le ataba a él, no era capaz de protestar. Echó la cabeza hacia atrás para seguir bailando, y así, mientras hablaba, le era más fácil hacer fuerza disimuladamente para sepa-rarse un poco.

– Ahí la tienes -dijo, señalando a Julia con la barbilla-, ella tan tranquila, como si no le pasara nada, y yo todo el día preocupada, que ni como ni vivo, pensando en su dichoso asunto.

– Sí, claro, entre hermanas es natural.

– Si no es porque sea mi hermana. Me pasa igual con las cosas de todo el mundo. Tú no sabes cómo soy yo. Cuando uno es así, no lo puede remediar.

Mercedes hablaba a chillidos, unos más altos que otros. Llevaba un flequillo rizado, y al moverse le hacía cosquillas a Federico en el mentón.

– Pero déjate llevar.

– ¿Bailo mal?

– No. No es que bailes mal. Pero haces fuerza. Tú deja que yo te lleve.

Mercedes dejó de hablar y él volvió a apretarla fuerte. Sentía ella contra su mejilla el roce de la solapa de príncipe de Gales, un botón de la chaqueta contra su estómago.

Manolo Torre le dio a Yoni con el codo:

– Oye, ¿esa chica está en plan con Federico?

– No, su hermana. No es que esté en plan, es que a él le divierte deshacer noviazgos.

– Oye, pues la que se le da como el agua es ésta. Mira mira ahora. Si va bailando con los ojos cerrados, se le desmaya viva encima. Mira, hombre, no te lo pierdas.

Le cogió por el cogote para que inclinara la cabeza. Yoni se desprendió.

– No los veo. Allá ellos. A mí qué más me da. La hermana es esa otra. Esa de gris. Son de las que no vienen por aquí ni a tiros, no sé cómo han pisado hoy.

– Está mejor la de gris.

– De cuerpo sí. Si vistiera de otra manera. De cara allá se van. Para mí, ni en un saldo.

– Sí, son bastante amorfas.

– Gente estrecha, yo no sé, Federico. A una de estas hermanitas le das un beso y te has hundido. Te tienes que casar con ella.