Cuando salíamos había un chico y una chica de luto, de pie, santiguándose delante de un nicho como si ya se fueran, y las hermanas se pararon con ellos. Yo me quedé atrás porque no los conocía, mirando los letreros de aquella parte, los angelitos tan feos de merengue duro, y de pronto vi el nombre de don Rafael Dominguez, el catedrático de Historia Natural que murió hace poco tiempo. Me empiné para ponerle unas flores que habían sobrado y me dio por preguntarme adónde habrá ido a parar la colec-ción de piedras tan bonita que le entregué el año pasado cuando los exámenes.
– ¿Qué haces, Natalia?-se extrañó Julia, separándose de los otros.
Y al volver la cabeza, vi que la chica de luto me estaba mirando con mucha atención.
– De manera que tú eres la pequeña, la que va al Instituto-me dijo, cuando echamos a andar todos hacia la salida.
– Sí.
Se había puesto a mi lado y me pasó la mano por la espalda.
– Yo también he estudiado allí. Si vienes un día por casa, te puedo dar libros y apuntes que a lo mejor te sirven.
– Muchas gracias.
– No me des las gracias, pero ven. Tus hermanas saben donde vivo.
A la puerta nos separamos y me volvió a decir:
– ¿Vendrás a verme?
Y me extrañaba la insistencia, porque no comprendo que pueda tener nada de interés mi amistad para una chica mayor. Me besó. El chico dio la mano muy serio. Luego, en el coche, me he enterado de que son los hijos de don Rafael y de que ella se llama Elvira. Tiene los ojos más bonitos que he visto.
Hoy ha sido la tercera clase de alemán. A la salida me vine con Alicia por la cuesta de la cárcel. Ella vive bastante cerca de casa, en una callecita detrás de la Catedral, pero hasta este curso no lo había sabido. Desde la ventana de mi cuarto se ve el tejado de su casa. Alicia habla poco y me gusta estar con ella más que con las otras chicas, que se ríen siempre de todo y por las bobadas más grandes.
Hacía una tarde estupenda y andábamos sin prisa porque eran sólo las seis. Nos paramos en la Plaza del Mercado a oír al charlatán de la culebra, y daba pereza arrancar de allí. Por fin nos fuimos y yo saqué mi bocadillo. Le he dicho a Alicia que si ella no encuentra que el profesor de alemán está un poco triste, pero ella dice que no, que le parece muy simpático. Qué tiene que ver la simpatía; si además no es que esté triste tampoco exactamente, es que tiene un aire de estar en otro sitio, algo especial, que dan ganas de saber lo que está pensando. Se lo venía explicando bastante alto y con entusiasmo para ver si se lo hacía entender, y de pronto él en persona se nos puso al lado. Yo no sé ni cuándo apareció, porque me había parado un momento hablando, y al mirar a Alicia me chocó la cara que estaba poniendo; entonces es cuando le vi a él en la parte de allá. Dijo que buenas tardes y que si íbamos dando un paseo, pero no era un saludo de pasada sino que echó a andar con nosotras, a nuestro paso. Menos mal que se había puesto al lado de Alicia, y como ella me cogió del brazo para seguir andando, me lo tapaba casi comple-tamente; así oía lo que hablaba sin tenerle que mirar. Nos tenía que haber oído, seguro, lo que dijimos, si venía detrás. Ni a levantar la cara me atrevía.
Dijo que le gustan las clases como la que hemos dado hoy, con pocas alumnas, pero que le extraña el poco interés que tienen las chicas de todos los cursos, y más todavía que las que faltan le pongan pretextos de enfermas, habiendo advertido él desde el primer día que piensa dar aprobado general y no poner faltas de asistencias. Por lo visto siempre lo ha hecho así, también en otros sitios donde haya dado clase, en el extranjero o donde sea, esto de no obligar a nadie a aprender; dice que nada más aprende el que tiene ganas y que por eso no da sobresaliente ni nada, para que el que estudie no lo haga por la nota, sino por el interés de aprender.
Yo iba muy tímida. Me admiraba la serenidad con que Alicia atendía y decía alguna cosa para contestarle, levantando la cara hacia él. Por ejemplo, le dijo que el certificado médico que yo le había presentado el otro día no era falso, que yo sí había estado mala todo el mes de octubre. Y entonces él se rió y dijo que qué buena amiga, y cruzó la cabeza por delante de ella para mirarme. Para mí lo peor era no saber qué hacer con el bocadillo a medio comer. Si seguía comiéndolo, se me quitaban del todo las esperanzas de llegar a decir una palabra con la boca llena, y llevarlo en la mano era tanto estorbo que sólo podía pensar en deshacerme de él; así que no dejaba de mirar por si veía algún pobre para dárselo, y por fin abrí la cartera y lo metí allí, sin envolver ni nada, como que se me ha llenado de grasa todo el cuaderno de limpio de literatura
A todo esto llegamos a la bocacalle de Alicia y pasó algo horrible, que el profesor llevaba mi mismo camino. Cuando quise recordar ya estábamos andando juntos los dos solos. Se salió y me dejó por dentro de la acera. Yo me puse a contar los portales que faltaban para llegar a casa, y me sentía ridícula sin decir nada. Me paré un momento en el escaparate de la librería: estábamos los dos en el espejo del fondo, él más atrás de mí, mucho más alto, y en ese momento se puso a hablar de unas revistas alemanas que había allí. Dijo el título con familiaridad como si yo tuviera también que conocerlo, y decidió com-prar algunos números para que leyéramos en clase Hablaba todavía en plural como si Alicia no se hubiera ido Entró en la librería y yo con él; ni siquiera pude hacer otra cosa porque se apartó para dejarme pasar delante.
Ya allí dentro, mientras esperábamos que nos atendiera, me parecía natural estar juntos y me daba menos apuro, sobre todo porque él había vuelto a hablar. Decía que el alemán es una lengua muy exacta y científica, indispensable para algunos estudios. Al salir de la tienda me hizo la primera pregunta directa, que qué carrera pensaba hacer cuando acabase el bachillerato. Le dije que no sabía, que ni siquiera sabía si iba a hacer carrera.
– ¿Cómo? ¿Estamos en séptimo y todavía no lo sabe?
Le expliqué‚ que dependía de mi padre, que le gustaba poco.
– ¿Qué es lo que le gusta poco?
– Los estudios en general, no sé; que esté todo el día fuera de casa. Como soy la más pequeña.
– ¿Y qué tiene que ver que sea usted la más pequeña? ¿Qué relación hay?
– Como las otras hermanas no han estudiado carrera.
– Porque no habrán querido. ¿O les gustaba?
– No sé.
Me siguió preguntando cosas, y lo de papá no lo entendía, aunque la verdad es que tampoco lo entiendo yo. Pero él menos todavía, claro, porque no conoce a papá y no ha oído las conversaciones que se tienen en boca y las críticas que se hacen, y eso. Le dije que de estudiar me gustaría ciencias naturales, todo lo que trata de bichos y flores y cosas de la Naturaleza. Creo que hay una carrera de esto, aunque no estoy muy cierta, porque sólo con Gertru lo he hablado alguna vez. Se quedó muy pasmado de que, queriendo yo, admitiera la duda de estudiar carrera o dejarla de estudiar. Dijo que era absurdo.
– ¿Pero usted ha tratado de convencer a su padre, ha insistido?
– No, no mucho todavía. Lo malo de esa carrera es que me parece que tendría que irme a Madrid.
– ¿Y qué? ¿No le gustaría?
– Sí, claro que me gustaría.
– ¿Pero qué es lo que pasa con su padre, qué objeción pone, vamos a ver, que no lo entiendo?
Me perseguía con una pregunta detrás de otra, y a mí me daba rabia no saberle contestar bien, casi sólo con balbuceos y frases sin terminar, con lo claros que eran en cambio sus argumentos y la razón que tenía. Traté de decirle que yo no puedo discutir mucho en casa porque soy la pequeña y se ríen de mí, y también que mi padre ha cambiado mucho y no suele escuchar ni hacerse cargo de las necesidades de nadie, que antes, de más niña, podía pedir cualquier cosa y siempre me lo daba. Pero me chocaba que estas cosas estuviera tratando de explicárselas a un desconocido. Claro que no me parecía un desco-nocido. Me miraba atentamente y completaba alguna de mis frases, animándome a seguir. Nos habíamos parado delante de casa y yo miré de reojo, por si había alguien en el mirador. No había nadie.
– Yo vivo aquí-le dije.
Se sonrió.
– Muy bien. Pero eso de su padre no está muy claro todavía. ¿No le apetece venir a tomarse un café conmigo?
– No-le dije-, muchas gracias. Es tarde.
Que era tarde, eso le dije, qué idiota soy. Allí, desde el portal, se veían unas nubes rosa al final de la calle, y era la hora más alegre y de mejor luz, el sol sin ponerse todavía igual que primavera. Dije que era tarde, la primera cosa que se me pasó por la cabeza, de puro azaro de que me invitara, de pura prisa que me entró por meterme y dejarle de ver. Pero en cuanto me vi dentro de la escalera, en el primer rellano, subido aquel tramo de escalones de dos en dos, me quedé quieta como si se me hubiera acabado la cuerda y sentí que me ahogaba en lo oscuro, que no era capaz de subir a casa a encerrarme; ni un escalón más podía subir. Entonces me di cuenta de lo maravilloso que era que me hubiera invitado y me entraron las ganas de marcharme con él. Me puse a pensar en todo lo que había dicho, en la conversación dejada a medias. Si volvía a bajar de prisa, todavía me lo encontraba. Le encontraba, seguro. Estaba parada, casi sin respirar y no se oía nada por toda la escalera. No me decidía. Luego oí una puerta y voces que bajaban, y me salí a saltos del portal, sin pensarlo más. Eché una ojeada parada en la acera. Volvía tía Concha del rosario, con otra señora.
– Niña, ¿adónde vas tan sofocada? Métete bien ese abrigo antes de salir.
– Si no hace frío.
– ¿Adónde vas?
– A casa de una chica, a pedirle sus apuntes.
– Una chica, ¿qué chica?
– No la conoces tú, una que vive aquí cerca.