– ¿Y por qué no se los has pedido en clase?
– No ha ido.
– Llámala por teléfono.
– No tiene teléfono.
– ¿Tanta prisa te corren?
– Sí.
Estaba dispuesta a contestar a todas las preguntas en el mismo tono de voz, una respuesta detrás de otra, sin ceder en mi propósito de salir a la calle. Al profesor ya no se le veía por todo lo que yo abarcaba.
– ¿Qué miras?
– Nada, adiós, tía.
Por fin me fui. Para disimular me metí por la callejuela de Palomares; hice un poco de tiempo y volví a asomar. La tía ya no estaba. Pero él tampoco. Nada. Miré alrededor con más libertad. Ojalá le encontrara. Que había salido a comprar un cuaderno, le decía. Se me había pasado del todo la vergüenza. ¿Dónde podría haber ido? ¿A algún café de la plaza? Fui a la Plaza. Estuve dando vueltas; había muchos soldados. Delante de todos los cafés me paraba un poquito miraba por los cristales; ni siquiera tenía miedo de que me pudiera ver papá o algún amigo suyo. No podía de las ganas de verle; a lo mejor lo tenía cerquísima. Lo iba buscando por el tamaño, ni alto ni bajo, pero más bien alto. No lleva gafas en la calle; en clase las lleva y parece mayor. Andaría paseando. Seguramente no tiene amigos porque es nuevo, ¿qué iba a hacer él solo, con una tarde tan buena? Además, se le habían notado las ganas de pasear. Iba tan atenta, que me tropecé muy fuerte con unos soldados, y ellos, por broma, me hicieron un corro alrededor y no me sabía salir. Se rieron mucho. (Vaya un despiste que llevas, moza.)
Después de dar varias vueltas a la Plaza, ya empecé a pensar que el profesor me había invitado por cumplido y que seguramente se había alegrado de que rechazara, y me deshinché un poco, aunque no podía dejar la idea de encontrarle. Imposible que se hubiera ido a su casa.
Me bajé hacia el río. Me puse imaginar cómo sería nuestra conversación si me lo encontrara. Desde luego no estaría tan sosa, ni tendría nervios ni recelo. Hablaría con él seria y tranquila, como había hablado Alicia, y le miraría a la cara de vez en cuando.
Desde el Puente viejo vi anochecer. Estaban amarillos los llamos de la islita y se fueron poniendo grises hasta que parecían el fondo medio borracho de un dibujo. A cada paso de personas que oía detrás de mí, estaba esperando que fuera él y que viniera a ponerse de codos allí a mi lado, pero casi siempre era gente con burros, o mujeres que volvían al arrabal andando de prisa. Me quedé allí hasta que tuve un poco de frío. Me pesaban los pies, subiendo la cuesta, de las pocas ganas que tenía de volver a casa. Ya me daba igual tardar un poco más o un poco menos, iba a tener que dar explicaciones de todas maneras. Me metí por callejas y pasé por delante del portal de Alicia, una casa humilde. Nunca he entrado. Otro día no hubiera entrado por miedo de ser inoportuna, pero hoy tuve ganas; no podía por menos de verla. Me acordaba de ella con admiración por lo bien que había hablado con el profesor, tan segura y tan discreta. Otras chicas se habrían explicado mejor, luciéndose más en un caso así, pero unas con ese desparpajo que tienen para reírse luego entre ellas como Regina y Victoria, y otras por hacerse las amables, por pura pelotilla.
Del portal se entraba a un pasillo de ladrillos levantados. Casi no se veía. Iba pisando con cuidado para buscar la escalera, orientándome por el llanto de un niño. Al avanzar le distinguí al fondo, sentado en el suelo, las piernas abiertas sobre los ladrillos. De pronto se abrió una puerta que le iluminó mucho y una mujer salió, dándole voces. El niño lloró más fuerte y ella se agachó hasta donde estaba. Lo quería arrastrar a tirones por un brazo.
Me acerqué. No sabía si me había visto.
– ¿Alicia Sampelayo vive aquí?
– Alicia Sampelayo, parecéis duendes, ¿qué la quieres tú?
– Quería verla un momento. Soy una compañera del Instituto.
La mujer era alta y llevaba una bata blanca de enfermera. Se puso a amenazar al niño, sin hacerme mucho caso. Hasta que no consiguió cogerle del suelo no me volvió a mirar; estábamos en el trozo de luz que salía de la puerta.
– Entra conmigo -dijo-. Es aquí.
Entramos a una habitación que tenía espejos y sillones de peluquería. Una cabeza salió de debajo de un secador que estaba funcionando: una cara muy roja.
– Luisa, ¿adónde se mete? Me lo ponga más bajo, me abraso -dijo chillando.
La mujer se disculpó por señas, señalando al niño, que tenía agarrado por una manga. Yo me había quedado en la puerta. Estaba todo bastante revuelto y olía a leche agria. Vi una máquina de coser, estam-pas de artistas de cine recortadas y pegadas en un espejo.
– Alicia!-llamó la mujer de la bata blanca-. Que aquí hay una chica que pregunta por ti. Entra ahí a su cuarto.
Se volvió a mí y me señaló una cortina de flores que había al fondo. Alicia apartó aquella cortina y sacó la cara, cuando ya casi había llegado yo.
– Ah, hola, eres tú. Pasa.
Desde su cuarto, que era una alcoba pequeña, se oía todo el ruido del secador. Le pregunté que si no le molestaba para estudiar. Tenía encima de la cama la tabla de logaritmos y cuartillas.
– ¿El ruido ese? Qué va; yo ya ni lo oigo. Siéntate.
Ella se sentó en la cama y yo en la única silla que había Me pareció que no se había extrañado de verme porque no me preguntó nada.
– Estaba haciendo el problema. No me sale. Tú ya lo habrás hecho.
Le dije que no porque no había vuelto a casa todavía; que había estado dando un paseo.
– A lo mejor te molesta que haya venido, pero como pasé por aquí delante…
– No, mujer, me gusta.
– En seguida me voy. No he venido a nada, te advierto Sólo por verte.
– Pues claro, si te lo agradezco mucho, eres tonta. ¿Por que no me ayudas un poco al problema?
Un problema bastante fácil. Alicia siempre ha sacado notas bajas, notable lo que más, aunque debe estudiar mucho Me daba miedo que se avergonzara por lo pronto que resolví el problema, pero me dio las gracias sin nada de apuro. Me dijo que a ella las matemáticas se le dan fatal.
– Oye-le pregunté-. ¿Tú qué carrera vas a estudiar? ¿Ya lo has pensado?
Se puso un poco colorada.
– No voy a hacer carrera -dijo, andándose en las uñas, como otras veces que se azara-. Bastante si termino el bachillerato. Es muy caro hacer carrera y se tarda mucho. Tú sí harás, con lo lista que eres.
Le dije que no sabía. Me daba vergüenza hablar de mí Ella me parecía mucho más importante que yo y más seria muchísimo mayor.
Me ha contado que en cuanto apruebe la reválida se quiere poner a trabajar para ganar algo de dinero. Hacer alguna oposición a Correos o a la Renfe, que piden bachillerato.
Dos veces entró la mujer de blanco a buscar alguna cosa y nos miro muy fijamente, igual que si hubiera entrado sólo a mirarnos. Era un poco violento porque Alicia se callaba y yo también hasta que se volvía a ir del cuarto, pero por otra parte me gustaba porque parecía que teníamos un secreto las dos. Después de un poco de tiempo, se paró el secador y se apagó la luz de fuera.
– Alicia, cuando se vaya esa chica, ven a la cocina -dijo la mujer.
Yo me despedí. Le he dicho que siempre que tenga dudas en los problemas, que venga a casa a hacerlos conmigo. Del profesor no hemos hablado nada.
CATORCE
(Si lloras porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas), había leído Teo en un libro de pensamientos sobre la resignación y el dolor que tenía su hermana en la mesilla de noche. Dijo a su madre que comprara café bueno y se metió en su cuarto a preparar las oposiciones a Notarías.
– ¿Ya no va a Madrid?-le preguntaban a Elvira sus amigas.
– No. Ha dicho que no necesita academia, que las piensa sacar lo mismo ahora.
Será que no quiere dejaros solas a tu madre y a ti,
– No sé.
– Chica, qué fiera, yo le encuentro un mérito enorme. Vaya fuerza de voluntad, con el ánimo que tendrá después de lo que os ha pasado.
– Dice que eso del ánimo es pretexto de vagos, que querer es poder.
– Ya ves, igual las saca. ¿Y Emilio?
– ¿Emilio, qué?
– Que si las sacará Emilio.
– Ay, vaya preguntas, yo qué sé.
– Mujer, algo te habrá dicho, ¿no viene a estudiar con tu hermano?
– Eso parece, alguna vez lo veo que viene. En plan de consulta.
Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías. Casi todas estaban de acuerdo en que era la mejor salida de la carrera de Derecho, la cosa más segura. Otras, las menos, ponían algunos reparos.
– Hija, pero también, te casas con un notario y tienes que pasar lo mejor de tu vida rodando por dos o tres pueblos. Cuando quieres llegar a una capital, ya estás cargada de hijos, y vieja y no tienes humor de divertirte. Una paleta para toda tu vida.
– Sí, déjate de cuentos. Pero ganan muchísimo. Y si hacen buena oposición y tienen número alto, pueden empezar por capital, y entonces ya no te digo nada. A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso?
– Sí, sí, a los treinta años…
Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; som-brerito pequeño. Teniendo un circulo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroen.
Este notario joven tenía, en los sueños de muchas chicas el rostro impenetrable de Teo.
Teo era serio y poco sociable. Nunca había ido al Casino ni se le había conocido novia. A las meriendas que alguna vez había dado su hermana no salía, ni llamaba a las chicas por su nombre, aunque las conociera bastante. Distante. Una especie de imposible. A Elvira era inútil sonsacarle algo de él de sus gustos, de la vida que hacia.
– Qué reservado debe ser Teo contigo ¿Verdad?