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Gardel nunca supo ni quiso aprender a manejar. Disfrutaba de sus permanentes reencuentros con Buenos Aires a través de la ventanilla del auto. A menudo le pedía a Molina que se desviaran del consabido camino desde el Abasto hasta el centro, le gustaba andar a la deriva, dejar librado el periplo al arbitrio de su chofer. Gardel era un buen conversador, locuaz y cauteloso. Jamás decía una palabra de más, nada que pudiese revelar un ápice de su vida privada. Pese a que Molina era quien mejor conocía sus actividades, era parte del contrato hacer de cuenta que no veía ni escuchaba nada. Jamás pronunciaba el nombre de Ivonne en las conversaciones con su chofer. Era obvio que Molina estaba al tanto de todo, de hecho fue ella quien los presentó, pero eso ni siquiera se mencionaba. Sin embargo, no era difícil percibir que Ivonne se había convertido para Gardel en un problema cada vez más irresoluble. Por una parte se resistía a dejarse arrastrar por sus sentimientos y, por otra, había dejado que aquella muchacha se instalara en su existencia de un modo, cuanto menos, avasallante.

Ivonne estaba prófuga. Había cometido la más peligrosa de las deslealtades. Gardel le había dado refugio en el bulín del Francés y, pese a que eran muy pocos los que conocían la existencia de aquel departamento oculto en medio de la ciudad, no ignoraba el riesgo que eso significaba. Por más que fuera Gardel. Con la organización Lombard no se jugaba. Por mucho menos que eso, y aun siendo Carlos Gardel, había recibido un balazo cerca del corazón.

8

Una noche como todas, después de dejar a Gardel en su casa de la calle Jean Jaurés y guardar el auto en el garaje, Juan Molina decidió caminar las cuadras que lo separaban de la pensión. Cuando dobló desde Corrientes hacia Ayacucho, en la puerta del caserón vio un tumulto que se arremolinaba en torno de un patrullero y una ambulancia estacionada en medio de la calle. Apuró el paso. Se abrió camino en medio de la multitud y pudo ver que en ese momento sacaban una camilla con un cuerpo tapado de pies a cabeza. La manta blanca que lo cubría estaba empapada en sangre. Entró en la pensión; en el sillón del hall, envuelta en un batón rosado, estaba sentada la gallega. Tenía los pies en alto, apoyados sobre un taburete, y sostenía contra su ojo derecho una bolsa repleta de hielo. Molina buscó una explicación en la cara perpleja de los inquilinos. Hizo un repaso sumario de todos y, de inmediato, notó la ausencia de su compañero de cuarto. En efecto, una voz entre el gentío se lo confirmó:

– Zaldívar -fue el nombre que empezó a repetirse de boca en boca.

Avanzó por el estrecho pasillo hasta su cuarto y, cuando abrió la puerta, se encontró con un panorama de pesadilla. La cama de Zaldívar parecía el mármol de una carnicería. Las paredes estaban salpicadas de sangre y las sábanas teñidas de rojo. Sus pocas pertenencias quedaron diseminadas por todas partes, y los trajes y las camisas hechos jirones. Levantó el pequeño portarretrato que yacía en el suelo y vio la mirada de su madre a través del vidrio roto. La guitarra era ahora un manojo de maderas unidas apenas por las cuerdas. Una náusea lo sacudió. Tuvo que salir al patio a tomar aire. En ese mismo momento se topó con la gallega, que parecía estar esperándolo. Apretando la bolsa de hielo sobre su ceja derecha, le dijo terminante:

– Esta misma noche se va.

Molina pudo ver que la mujer estaba más golpeada de lo que le pareció en el primer momento. Desde la comisura de los labios pendían hilos de sangre seca y tenía el pómulo izquierdo hecho una pelota.

– Agarre lo que le hayan dejado sano y esta misma noche se va -repitió.

Sin que Molina alcanzara a preguntarle nada, la gallega le explicó que lo de Zaldívar había sido un error.

– Vinieron a buscarlo a usted -le dijo.

Entonces, indignada, le explicó que dos tipos habían irrumpido en la pensión, le pusieron un revólver en la garganta y mientras le preguntaban por él, cuando les dijo que todavía no había llegado, la molieron a culatazos. Ante la insistencia de los golpes y las preguntas, les señaló el cuarto, la dejaron tirada debajo del mostrador y ahí, acurrucada en el piso, pudo escuchar los disparos.

– Ahora mismo agarra sus cosas y se va.

Molina corrió hasta la habitación, sacó la foto del marco hecho añicos, la guardó en un bolsillo, salió del cuarto y, sin saber cómo disculparse con la gallega, volvió a abrirse paso entre la gente y se escurrió de la pensión como un prófugo.

Otra vez no tenía adonde ir.

Caminó hasta la plaza del Congreso y, sentado en un banco frente a la fuente, encendió un cigarrillo e intentó encontrar alguna explicación. Todavía estaba mareado.

De pronto lo asaltó el pánico. Si existía alguna razón para que quisieran matarlo a él, sobraban motivos para que la mataran a Ivonne. Entonces todo empezó a cobrar sentido. Saltó del banco como impulsado por un resorte y corrió. Corría por Avenida de Mayo temiendo lo peor. Y mientras corría, podía pensar con desesperante claridad. Ivonne se había fugado de la protección de la organización Lombard. Y no era una puta cualquiera; ninguna, en toda la historia del Pigalle, les había dejado la fortuna que, cada noche, depositaba ella sobre el escritorio de André Seguin. Molina corría dando unas zancadas largas como si a cada paso quisiera, no ya ganar tiempo, sino impedir que siguiera transcurriendo, volverlo atrás, cambiar el sentido de la rotación del planeta. Y a la vez que corría, intentaba reconstruir los hechos. A la desaparición de Ivonne le había seguido su propia e inexplicable renuncia, justo el día antes de su anhelado debut en el Armenonville. Por otra parte, André Seguin había percibido que algo sucedía entre ellos, los veía bailar el tango noche tras noche, los había visto conversar en la mesa más recóndita del salón. Molina corría, ahora por Suipacha, transpirando gotas de terror y pensando. Para André Seguin estaba todo claro, no podían caber dudas, Ivonne y Molina habían escapado juntos. Y si una traición era imperdonable, dos traiciones eran demasiado. Por eso lo fueron a buscar. Por eso quisieron matarlo. Sabía que nunca iba poder perdonarse la muerte de Zaldívar. Corrió por Corrientes hasta que, por fin, vio el cartel iluminado de Glostora. Detuvo su carrera frente a la puerta del edificio del bulín del Francés y pegó su índice tembloroso sobre el timbre del segundo piso. Nadie contestaba. Pulsó el botón con una resolución tal, que se diría que iba a atravesar la pared con la yema del dedo. Pero nadie respondía.