Cuando termina de entonar las primeras estrofas, el policía de bigotes descarga sobre el párpado de Molina un golpe de cachiporra brutal y, hecho esto, se aleja un paso para dejar el lugar a su compañero:
Ambos policías hacen un breve silencio, le acercan la lámpara un poco más y, viendo que el interrogado se niega a hablar, mientras uno le aprieta la garganta cortándole la respiración, el otro le retuerce los testículos, a la vez que cantan a dúo:
De haber podido hablar, Juan Molina hubiese dicho lo que sus inquisidores querían escuchar. Alguien dejó caer sobre sus labios tres gotas de agua; Molina las buscó con la lengua, temiendo que rodaran desde las comisuras y escaparan de su boca. Antes de que pudiera paladearlas, al solo contacto con la piel, habían sido absorbidas como si su boca fuese un terrón seco y resquebrajado. Y otra vez, las mismas preguntas, cuyo sentido no alcanzaba a entender. Hubiese querido que le pegaran del otro lado, en el otro ojo pero, igual que los boxeadores que buscan acrecentar la herida del contrincante, volvían a descargar los golpes en el ojo izquierdo que ya se le había cerrado por completo. Se desvanecía y, tan pronto como perdía el conocimiento, le mojaban la cara para arrancarlo del descanso que otorga el desmayo y volvían a la carga. Los dos policías, viendo que Molina no podía hablar, decidieron cambiar la táctica. Le limpiaron las heridas con una toalla húmeda, lo recostaron sobre un sillón y, finalmente, le dieron de beber. Poco a poco el universo comenzó a cobrar forma. Las caras, los objetos, el tiempo y el espacio empezaron a acomodarse. Pese a que veía con un solo ojo, Juan Molina entendió que estaba en una comisaría. Le extendieron un cigarrillo encendido; fumó con un placer hasta entonces desconocido. Pese a los tormentos, mientras sostenía con una mano el vaso con agua, no pudo evitar un sentimiento de gratitud irracional hacia aquellos mismos que lo habían molido a golpes. Sólo entonces descubrió que bajo el vano de la puerta, apoyado contra el marco, con una pierna recogida sobre la madera y el sombrero volcado hacia la frente, había un tercer hombre que presenciaba la escena. En ese mismo momento, al sentirse interrogado por la mirada tuerta de Molina, el tipo se acercó.
– Soy el doctor Barrientos -dice, al tiempo que le tiende la mano-, ¿tiene un abogado? -le pregunta con desidia, como si ya conociera la respuesta.
Molina se limita a negar con la cabeza.
– Ahora lo tiene, soy su defensor de oficio -le dice y, mientras abre un portafolios, empieza a cantar:
que te atienda un servidor.
Del portafolios extrae unos papeles y una lapicera que deja sobre las rodillas de Molina, mientras le explica su táctica de defensa:
Para convencerlo, el abogado enlaza la lapicera entre los dedos yertos de su defendido y lo insta a firmar mientras canta:
Si su abogado defensor había presenciado sin inmutarse aquel interrogatorio, Juan Molina no quiso imaginarse al que habría de ser su fiscal. De todos modos, ayudado por el firme pulso de su abogado, Juan Molina firmó la confesión que descansaba sobre sus rodillas. Hecho esto, el doctor Barrientos sonrió y palmeó las doloridas espaldas de su cliente.
4
Fue un proceso rápido. La sentencia se dictó con la premura de un juicio sumario, como si aquel hubiese sido un tribunal de guerra. Juan Molina, sentado en el banquillo de los acusados con la desidiosa compañía de su abogado defensor, siguió el proceso como si fuese un indiferente testigo y no el imputado. Imaginaba cuál iba a ser el fallo y, sin embargo, no hizo nada por revertir su situación. Era verdad que había firmado la confesión que la policía había puesto frente a sus rotas narices; pero no era menos cierto que si su abogado no le hubiese sugerido rubricarla, podría haberle hecho ver al juez de qué modo había sido obtenida aquella declaración. Al fin y al cabo, tal como constaba en actas, él mismo había llamado a la policía después de haber encontrado el cadáver. Pero lo cierto era que luego de la muerte de Ivonne a Molina le importaba poco su suerte. Jamás mencionó el nombre de Carlos Gardel; prefería pasarse el resto de su vida en la cárcel antes de complicar al Morocho en un escándalo de derivaciones impredecibles. Por otra parte, las evidencias en su contra, a primera vista, parecían irrefutables: la ropa íntegramente manchada con la sangre de la muerta; los abrazos póstumos, cuyos rastros daban la apariencia de un forcejeo; el hecho de que la puerta no hubiera sido violada y de que él tuviese las llaves del departamento y, sobre todo, que el mango del cuchillo presentara las huellas dactilares de Molina. Podía haber alegado en su defensa que aquella cuchilla pertenecía al inventario de la casa y que, de seguro, varias veces la había manipulado. Pero no le interesaba decir nada en su favor. No quería complicar a nadie. En rigor, su existencia le era por completo indiferente sin Ivonne.