En el mismo momento en que están a punto de lincharlo entre los dos, cuando se acalla la lejana guitarra, desde la esquina se escucha la voz de alto de un policía que avanza apuntando con el revólver. Juan Molina recupera el aliento; entonces, desde ese patio recóndito, se alza una pequeña ovación seguida por aplausos. Mientras se aleja en condición de detenido, aunque sabe que esas palmas no están dedicadas a él sino al guitarrista, no puede evitar susurrar un íntimo "gracias".
Los tres terminan en la comisaría, donde se sientan en un banco, a la espera de que el oficial principal los llame a dar explicaciones. El primero en pasar es el hombre que no deja de sangrar por la pierna. Cuando Molina se queda a solas con ella, sus miradas se cruzan y se sostienen durante unos segundos. Entonces el chico cree adivinar un recóndito y fugitivo gesto de gratitud, una mirada de resignación. Sólo entonces Molina comprende que aquella muchacha desfigurada por los golpes le ha salvado la vida; que si no se hubiese interpuesto entre él y el tipo haciendo el número de la cautiva enamorada, su "amorcito" lo hubiese cosido a navajazos. Y mientras mira a esa mujer que intenta mantener los párpados abiertos pese a la hinchazón de los pómulos, Juan Molina siente una piedad infinita y un agradecimiento que ninguna palabra podría expresar.
2
Desde aquel día Juan Molina descubrió que el coro de la iglesia era una frontera, una valla que le impedía buscar su destino de tanguero. Este hartazgo se traducía en aburrimiento, en un sopor irresistible. Apenas si podía mantener los ojos abiertos mientras cantaba los salmos y avemarías, los villancicos navideños y las alabanzas de liturgia. Ahora podemos verlo, de pie, con los brazos colgando desganados, resignado al sermón, esperando su turno para cantar. En este día, precisamente, sucede un extraño acontecimiento que lo termina de convencer de que su destino es el tango. Mientras espera que el cura diga el Padrenuestro, quizá por obra del hastío, cree ver que el párroco vacila como si de pronto hubiese olvidado la oración:
– Padre nuestro que estás… -titubea.
Los feligreses se miran entre sí.
– Padre nuestro… -vuelve a intentar sin éxito.
Entonces, de repente, el cura se descuelga desde el púlpito con la agilidad de un bailarín. La luz de un seguidor lo ilumina. Con los brazos abiertos y una sonrisa hecha con la mitad de la boca, va y viene por delante del coro acompañado por el cono de luz. Con un paso malevo y compadrón, se acomoda la estola y recita:
Y ahora el seguidor viene sobre mí. Damas y caballeros, ha llegado mi turno de cantar; sepan disculpar a este modesto servidor, un speaker algo viejo que intenta mantener, a falta de una voz privilegiada para el canto, aunque más no sea la elegancia del decir. Señoras y señores, permítanme que les cante lo que ven los azorados ojos de Juan Molina:
El padre señala hacia la bóveda de la iglesia y, como respondiendo a una muda orden, el órgano empieza a resoplar el ritmo de la milonga que estoy cantando. Entonces acerco el micrófono cromado y resplandeciente a los niños, quienes, con sus voces celestiales, me acompañan haciéndome los coros: