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Dice Lee Pritts, de veintiséis años, entrenador en la Universidad de Missouri:

– Es raro. Te metes en la ducha después de un torneo y sueles tener la cara tan vapuleada de luchar todo el día que cuando el agua te toca te escuece. Y sin embargo, si te tomas una semana de descanso lo echas de menos. Echas de menos el dolor. Después de una semana de descanso ya tienes ganas de volver porque echas de menos el dolor.

El dolor es tal vez una de las razones por las que la tribuna está casi vacía.

La lucha amateur no es fácil de ver. Tal vez sea la versión en carne y sangre de un combate de cosechadoras.

Durante el primer minuto de su primer combate, las Navidades pasadas, Sean Harrington se rompió la muñeca.

Las lesiones de Keith Wilson incluyen el hombro, el codo, la rodilla, el tobillo derecho y una hernia discal entre las vértebras C5 y C6. Siete operaciones en total.

En su casa, en un frasco de formol, el luchador juvenil Mike Engelmann de Spencer (Iowa), guarda una astilla traslúcida de cartílago que los cirujanos le sacaron del menisco. Es su amuleto de la buena suerte. Lo han operado nueve veces.

Hablando de su nariz, Ken Bigley dice:

– A veces apunta a la izquierda y a veces a la derecha.

Un médico con una camiseta naranja en la que puede leerse «Centro de Lesiones Deportivas» dice:

– La tiña es increíblemente común entre estos tipos.

Una de las normas más antiguas, dice, es que los luchadores tienen que arrodillarse y limpiar su propia sangre con un espray de lejía.

– Sus abuelos no paran de decir todo el tiempo que «es una locura» -dice el ingeniero de software David Rodrigues, que ha venido con su hijo de diecisiete años Chris, cuatro veces campeón del estado de Georgia y quinto del mundo en los Juegos Juveniles celebrados el año pasado en Moscú.

»Ha tenido lesiones -dice, y las enumera-. Elongación de rodilla, elongación de codo, un ligero desgarro en un músculo de la espalda, se ha roto una mano, un dedo de la mano y un dedo del pie y se ha hecho un esguince en la rodilla, pero hemos visto cosas peores. Hemos visto cómo se llevaban a chavales en camilla. Fracturas de clavícula, brazos rotos, piernas rotas y cuellos rotos. ¡Dios nos libre! En Georgia teníamos a un chico que se rompió el cuello. Esa es la clase de heridas que uno reza para que nunca pasen, pero al mismo tiempo todos entendemos que es la naturaleza del deporte.

– Y el diente que se me rompió -dice su hijo Chris.

Y David Rodrigues dice:

– Se le rompió un diente y se le quedó en la cabeza del otro chico, clavado en su cabeza.

Sobre la madre de Chris, David Rodrigues dice:

– Mi mujer solamente va a un par de torneos al año. Va a los estatales y luego a los nacionales, pero no quiere ir a muchos porque le dan miedo las lesiones. No quiere estar presente cuando se haga daño.

A Chris ya le han pegado los incisivos.

Dentro de unos días, Chris Rodrigues se romperá la mandíbula en las eliminatorias del equipo mundial juvenil.

Justin Petersen dice:

– Hay una foto de mí después del torneo estatal del año en que yo iba a segundo curso. Acababa de darme de bruces contra la rodilla de un tío, de manera que tenía un lado de la cara todo hinchado, y el otro lado estaba raspado por la colchoneta. Muy desagradable. Te sale una costra y la costra se rompe cada vez que mueves los músculos faciales. Y me había vuelto a romper la nariz, así que tenía una bola de algodón metida en los orificios nasales. Y me había hecho otro esguince en el hombro, así que tenía una bolsa enorme de hielo encima. Acababa de terminar mi último combate y alguien me sacó una foto.

Timothy O’Rourke, que hoy lucha por primera vez después de diecinueve años, ha venido sin su mujer.

– No quiere ver cómo me hago daño -dice-. Rodando por el suelo con esos tiparracos… Tiene miedo de ver cómo me hacen daño, así que se ha quedado en el hotel.

En el caso del luchador de grecorromana Phil Lanzatella, fue su mujer la primera que detectó su lesión y le salvó la vida.

– Yo me marchaba a Suecia y Noruega y mi mujer me abrazaba y tenía su cabeza contra mi pecho -dice-. Yo acababa de volver del Centro de Entrenamiento Olímpico. Y ella, que mide poco más de metro cincuenta, me dijo: «El corazón te hace un ruido raro. Mejor será que te lo hagas mirar». Así que fui a urgencias.

Tenía desgarrada una válvula cardíaca.

Lanzatella dice:

– En resumidas cuentas, fui a urgencias el domingo por la noche y el martes de la semana siguiente me comunicaron que necesitaba una operación inmediata a corazón abierto. Lo único que pudieron aventurar fue que era culpa de la lucha libre. Uno de los mejores cirujanos del mundo, el que me operó, me dijo que en toda su carrera solo había visto una lesión como la mía. Me dijeron que lo más parecido a un desgarro de válvula es darse de cabeza contra el volante de un coche a cien kilómetros por hora.

La válvula cardíaca estaba desgarrada por tres sitios, en forma de V, con otro desgarro horizontal hacia el punto medio de la V, y eso obligaba al corazón de Lanzatella a bombear cinco veces más deprisa de lo normal para mantener el ritmo.

Aquello fue en febrero de 1997. Phil Lanzatella se había clasificado para las eliminatorias olímpicas todos los años desde 1980, que fue su momento álgido, cuando todavía era adolescente pero ya un luchador de primera fila, salía con la hija de Walter Móndale e iba a participar en las Olimpiadas de Moscú. Las Olimpiadas que boicoteamos aquel año. Así pues, las opciones de Phil eran una válvula mecánica, una válvula trasplantada de un cerdo o una válvula humana recuperada. La válvula recuperada era la opción que le permitiría seguir compitiendo.

Después de aquello ejerció como entrenador ayudante en escuelas secundarias y universidades locales. Empezó a encontrarse mejor y a aumentar un poco su actividad.

– No se lo dije a mi mujer. Un día llegué a casa y le dije: «Eh, Mel, ¿qué te parece si vuelvo a luchar?», y ella dijo: «Me parece muy bien si quieres dejarme viuda. No voy a volver a pasar por eso». Pero al final se acostumbró a la idea.

Llevan quince años casados.

A la postre, Melody Lanzatella le dijo: «Si vas a hacerlo, entonces tienes que ganar».

De momento, Phil no ha ganado. No se clasificó en el torneo regional del Sur.

– Quedé décimo en el torneo nacional, en Las Vegas, y se clasificaban los ocho primeros. En Tulsa se me averió la furgoneta -dice- y me perdí los pesajes. Me quedé tirado en la autopista. Así que esta es la hora de la verdad. Literalmente.

Así que para Phil Lanzatella, de treinta y siete años, esta es su última oportunidad de llegar a los Juegos Olímpicos después de varias décadas de entrenamiento y competición.

Es la última oportunidad para Sheldon Kim, de veintinueve años, venido de Orange County (California), que trabaja a tiempo completo como analista de inventarios y ha venido con su mujer, Sasha, y su hija de tres años, Michaela. En estos momentos está muy ocupado intentando perder un kilo extra antes de que terminen los pesajes.

Es la última oportunidad para Trevor Lewis, de treinta y tres años, interventor de la Universidad Estatal de Pensilvania con un máster en ingeniería y arquitectura, que ha venido con su padre.

Es la última oportunidad para Keith Wilson, de treinta y tres años, que va a ser padre de un niño dentro de dos semanas y se entrena dos o tres veces al día como parte del programa del ejército World Class Athlete.

Es la última oportunidad para Michael Jones, de treinta y ocho años, de Southfield (Michigan), cuyo primer proyecto fílmico, Revelations: The Movie, está a punto de entrar en fase de producción.

Dice Jones:

– Mi cuerpo no puede aguantar otros cuatro años de lucha a este nivel. Como suelo decir, empiezan a fallarme las piernas. La espalda está empezando a darme problemas. No quiero llegar a los cincuenta y andar encorvado y con bastón. Está claro que estas van a ser mis últimas Olimpiadas.