Así que en realidad esto no trata de Brad.
Trata de todo el mundo.
Si no hago lo que leo, me meo
Este verano un joven me llevó aparte en una librería y me dijo que le había encantado lo que yo había escrito en El club de la lucha sobre los camareros que hacen guarradas con la comida. Me pidió que le firmara un ejemplar y me dijo que él trabajaba en un restaurante de cinco estrellas donde hacen guarradas todo el tiempo con la comida de los famosos.
– Margaret Thatcher -dijo- se ha comido mi esperma. -Levantó la mano con los dedos extendidos y dijo-: Por lo menos cinco veces.
Mientras escribía aquel libro conocí a un proyeccionista de cine que coleccionaba fotogramas sueltos de películas porno y los pasaba a diapositivas. Cuando yo le conté a la gente mi idea de insertar aquellos fotogramas en películas aptas para todos los públicos, un amigo me dijo:
– No lo pongas. La gente lo leerá y empezará a hacerlo.
Más tarde, mientras se estaba rodando la película de El club de la lucha, algunos peces gordos de Hollywood me dijeron que el libro les había impresionado porque ellos mismos habían metido porno dentro de películas normales cuando eran proyeccionistas jóvenes y airados. Otras personas me explicaban que se sonaban los mocos sobre las hamburguesas cuando tenían trabajos de cocineros en restaurantes de comida rápida. Me contaban que cambiaban de caja los frascos de tinte para el pelo en la tienda, de rubio a negro, de rojo a castaño, y que luego volvían para ver cómo los clientes furiosos y con el pelo hecho una pena le gritaban al encargado de la tienda.
Era la década de las «novelas transgresoras», que empezó con American Psycho y continuó con Trainspotting y El club de la lucha. Novelas sobre chavales aburridos que probaban cualquier cosa para sentirse vivos. Todo lo que me contaba la gente, yo lo metía en un libro y lo vendía.
En cada gira promocional, la gente me contaba que cada vez que se sentaban en la fila del avión donde estaba la salida de emergencia, el vuelo entero era una pugna por no abrir la portezuela. El aire saliendo a presión del aparato, las mascarillas de oxígeno cayendo, el caos de gritos y el aterrizaje de emergencia: «¡Mayday, mayday!». Claro como el agua: aquella puerta pedía a gritos que la abrieran.
El filósofo danés Søren Kierkegaard define el terror como el conocimiento de lo que tienes que hacer para demostrar que eres libre, aunque hacerlo te destruya. Su ejemplo es Adán en el Jardín del Edén, feliz y contento hasta que Dios le enseña el Árbol del Conocimiento y le dice: «No comas esto». Ahora Adán ya no es libre. Solamente hay una ley que tenga que violar, que deba violar, para demostrar que es libre, aunque hacerlo le destruya. Kierkegaard dice que, en el momento en que nos prohíben algo, lo tenemos que hacer. Es inevitable.
Si no hago todo lo que veo, me meo.
De acuerdo con Kierkegaard, la persona que permite que la ley controle su vida, que dice que lo posible no es posible porque es ilegal, está llevando una vida carente de autenticidad.
En Portland (Oregón), alguien está llenando pelotas de tenis con cabezas de cerillas y cerrándolas otra vez con cinta adhesiva. Luego deja las pelotas en la calle para que la gente las encuentre, y cuando alguien les da una patada o las tira explotan. Hasta el momento un hombre ha perdido un pie y un perro la cabeza.
Ahora los escritores de graffiti se dedican a usar cremas áridas que grabar el cristal para escribir en escaparates de tiendas y ventanillas de coche. En el instituto que graban el Tigard, en un barrio residencial, un adolescente no identificado coge su mierda y frota con ella las paredes del lavabo de hombres. La escuela solamente lo conoce como el «Mierdabomber». Se supone que nadie puede hablar de él porque la escuela tiene miedo de que aparezcan imitadores.
Como diría Kierkegaard, cada vez que vemos que algo es posible hacemos que pase. Lo hacemos inevitable. Hasta que Stephen King escribió sobre pringados que mataban a sus compañeros de instituto, nadie había oído hablar de tiroteos en las escuelas. ¿Pero acaso Carrie y Rabia lo hicieron inevitable?
Millones de nosotros pagamos para ver cómo destruían el Empire State en Independence Day. Ahora el Departamento de Defensa ha enrolado a los mejores creativos de Hollywood para prever posibles situaciones de terrorismo, entre ellos el director David Fincher, que derribó todas las torres de la Century City en El club de la lucha. Queremos conocer todas las formas en que podemos ser atacados. Para poder estar preparados.
Por culpa de Ted Kaczynski, Unabomber, ya no se puede enviar un paquete sin acudir a un empleado de correos. Por culpa de que la gente tira bolos sobre las autopistas, ahora los puentes peatonales están rodeados de verjas.
Menuda forma de responder, como si pudiéramos protegernos contra todo.
Este verano Dale Shackleford, el hombre convicto por matar a mi padre, dijo que el estado podía aplicarle la pena de muerte, pero que él y sus amigos supremacistas blancos habían construido y enterrado varias bombas de ántrax alrededor de Spokane (Washington). Si el estado lo mataba, algún día una excavadora rompería una bomba enterrada y morirían decenas de millares de personas. Los miembros del equipo de fiscales empezaron a llamar a aquella clase de declaraciones «mentiras shackle-freudianas».
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para no vivir tu vida. Uno puede negar su posibilidad de triunfar y echar la culpa a otro. Uno puede luchar contra cualquier cosa: Margaret Thatcher, los propietarios de viviendas, el deseo de abrir la portezuela en mitad de un vuelo… Cualquier cosa que uno finja que lo está oprimiendo. Uno puede vivir la vida carente de autenticidad de la que hablaba Kierkegaard. O uno puede llevar a cabo lo que Kierkegaard llamaba su Salto de Fe, mediante el cual uno deja de vivir como reacción a las circunstancias y empieza a vivir como una fuerza encaminada a lo que uno dice que debería ser.
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para seguir adelante.
Lo que se está terminando es la novela transgresora catártica.
Películas como Thelma y Louise, libros como The Monkey Wrench Gang, cada vez es menos probable que su público se ría y los entienda. Por el momento, conseguimos fingir que no somos nuestro peor enemigo.
Estrategia de alto riesgo
En aquel bar no se podía poner una botella de cerveza sobre la mesa sin que varias cucarachas treparan por la etiqueta y se ahogaran en ella.
Cada vez que dejaba la cerveza, en el siguiente trago había una cucaracha muerta. Había strippers filipinas que, entre número y número, venían a jugar a billar en tanga. Por cinco dólares ponían una silla de plástico en las sombras entre montones de cajas de cerveza y te hacían un lap dance.
Íbamos allí porque estaba cerca del hospital Good Samaritan.
Visitábamos a Alan hasta que los calmantes lo dejaban dormido y entonces Geoff y yo nos íbamos a beber cerveza. Geoff se dedicaba a aplastar con su botella de cerveza una cucaracha tras otra de las que correteaban por nuestra mesa.
Hablábamos con las strippers. Hablábamos con los tipos de las otras mesas. Éramos jóvenes, casi jóvenes, nos acercábamos a los treinta, y una noche una camarera nos preguntó: