– Tal vez el doble de grandes. Sí, ¿por qué no? Y observa las suturas de los huesos. No son nada frecuentes. La sutura occipital es más pequeña que la de un gorila. No obstante, el tamaño de estos dientes requería con toda probabilidad músculos masticatorios extremadamente fuertes, en cuyo caso la mayoría de ellos debía de estar unida a la coronilla, a la sutura sagital, cosa que, naturalmente, debía incrementar la talla de la cabeza. Una barbaridad. Puede que de alto midiera, como mínimo, uno coma cinco más que la de un gorila. Eso es algo realmente extraordinario, ¿verdad? Por el tamaño de la sutura occipital, y por su disposición, casi se diría que el ser que poseía este cráneo mantenía la cabeza más erguida que un gorila. Lo cual nos obliga a no descartar la hipótesis de que caminara erguido. Una criatura simiesca que andaba con las dos piernas en lugar de apoyarse en los nudillos, como hubiese sido de esperar. Ahora empiezo a ver claro por qué querías que te asesorasen legalmente. Dios mío, Swift, ¿de dónde lo has sacado?
– Eso, Byron, de momento no puedo decírtelo. Lo único que puedo decir es que no es ningún fósil del Viejo Mundo.
– Me sorprende usted, señora. Iba a exponer mi hipótesis de que en realidad se trata de un australopitécido. Sólo que ninguno de los fósiles de primates hallados en el sur de África ha tenido jamás las dimensiones de este tipo. Ni siquiera el Paranthropus crassidens.
Swift alzó los ojos de la pantalla del ordenador portátil cuando Cody dejó de hablar.
– ¿Y si fuera un simio del Mioceno? -apuntó ella-. ¿No podría ser un ramapitécido?
– Sí, es posible -contestó Cody meditabundo-. Tal vez sea un Gigantopithecus, el primate de mayor estatura de cuantos se conocen. De más está decir que jamás he visto ningún fósil completo. Ni yo ni nadie. Sólo tenemos los tres dientes que Von Koengswald halló en una tienda de Hong Kong, los denominados «dientes de dragón». Sí, podría ser un Gigantopithecus. ¡Dios! ¡Sería fantástico!
– Eso es lo que pensé yo en un primer momento -admitió Swift-. Pero quería oír la opinión de un especialista competente.
Empezó a subrayar algunas de las observaciones de Cody en el texto que tenía escrito en la pantalla del ordenador.
– Has dicho que, según tú, la cabeza medía de alto uno coma cinco veces más que la de un gorila.
– Como mínimo. Tal vez le sacaba quince centímetros por encima de la oreja. Me parece que estoy viendo un pericráneo como el casco vikingo. Debía de tener una cabeza más bien puntiaguda, como la de un gorila de los que tienen el pelo de la espalda blanco, sólo que mucho más, muchísimo más puntiaguda que la de un gorila. Y, si esto no está en contradicción con lo que sabemos sobre el dimorfismo corporal de los primates y de los fósiles de primates, yo diría que se trata, casi con absoluta certeza, de un macho.
Swift tecleó el vocablo «macho».
– El dimorfismo corporal de los primates -comentó- es casi siempre la consecuencia natural de la lucha que entablan los machos entre ellos por acceder a una comunidad de hembras, ¿verdad?
– Sí, y también lo es de la poligamia. -Cody sopesó el molde en sus manos y sonrió de oreja a oreja-. Seguro que este cabrón tenía la suerte de disponer de un harén de hembras deseosas de complacerle.
– Conque es eso lo que te vuelve loco, Byron. Y yo que estaba convencido de que eras monógamo y que estabas encantado de serlo.
– ¿Monógamo yo? ¿Qué te hace pensar una cosa así? Si tengo que describir mi sexualidad, lo mejor que se me ocurre es calificarla de neoconfuciana. Dicho de otro modo, lo que yo quiero es una relación heterosexual en la que haya un benevolente ser superior, por ejemplo yo mismo, y una subordinada obediente que me complazca en todos y cada uno de mis deseos.
– Me recuerdas a uno de esos gorilas sobre los que tú has escrito tanto -observó Swift riendo.
A modo de contestación, Cody hizo una mueca, visible entre el pelo largo de su barba patriarcal.
– Supongo que el mono tira -comentó-. Pero a veces, ¿sabes?, creo que tenemos más cosas en común con los babuinos. Las últimas investigaciones demuestran que las hembras que sobresalen pueden escoger entre los mejores machos, sólo que a un alto precio: corren más riesgo de abortar que las demás. Existen pruebas fehacientes de que entre las hembras humanas ocurre algo similar. Las mujeres con carrera y que triunfan encuentran extraordinariamente difícil dar a luz.
A Swift, que se preguntaba si algún día tendría hijos, no le cupo más remedio que esbozar una sonrisa forzada.
– ¿Acaso es cierto -objetó- que podamos escoger entre los mejores hombres?
– Mejores o peores, qué más da -repuso Cody-. El caso es que la experiencia me ha demostrado que las mujeres guapas, inteligentes y con éxito en el trabajo consiguen exactamente todos los hombres que quieren, buenos, mejores o peores.
– Qué tontería -dijo Swift.
Cody se encogió de hombros y sonrió.
– Te he firmado tu estúpido documento, ¿no?
A veces a Swift le preocupaba mucho el hecho de trabajar en una universidad que había fabricado todas las armas nucleares del arsenal norteamericano.
Veinticinco años antes de que el Departamento de Paleoantropología de Berkeley ocupara un puesto preeminente entre los más prestigiosos del mundo gracias a Vincent Sarich y Alian Wilson, el Departamento de Física de la universidad, ubicado en Le Conte Hall, ya le aseguró a Berkeley un sitio en la historia cuando un grupo de científicos, entre los que se contaba el insigne físico de la universidad, Ernest Lawrence, se reunió con el objeto de elaborar planes para fabricar una nueva bomba.
Lawrence ganó el Premio Nobel de Física en 1939 por haber inventado el ciclotrón, un acelerador de partículas desprendidas de un átomo inscritas en una órbita magnética, un aparato con una especie de sistema de bombeo nuclear, que actúa mediante fuerzas electromagnéticas que hacen que las partículas sirvan de proyectiles para bombardear otros átomos. Lo construyó en una colina desde la que se domina el campus de la universidad, lugar en el que en la actualidad se halla el Lawrence Hall de Ciencia. De los experimentos realizados con el ciclotrón se derivó el descubrimiento del plutonio, llevado a cabo en 1941, fecha a partir de la cual los científicos de Berkeley elaboraron otras bombas y descubrieron otros trece elementos sintéticos, entre ellos el berkelio y el californio, el antiprotón, el antineutrón y el carbono-14.
Fue el químico de Berkeley Williard F. Libby quien descubrió en 1946 que el carbono-14 existe en la naturaleza; los neutrones, los núcleos atómicos, emitidos en la irradiación cósmica, provocan en las altas capas de la atmósfera la transmutación del nitrógeno en carbono radiactivo, nombre por el cual se conoce también al carbono-14; allí se combina con el oxígeno del aire y forma el anhídrido carbónico. Del aire es absorbido, directa o indirectamente, a través del alimento en el caso de los animales y el hombre, por todos los seres vivos. El carbono radiactivo, al iniciar su proceso de desintegración muy rápidamente, es una técnica de datación muy útil de los restos vegetales o animales. Supuso el inicio de una geocronometría precisa, un medio fiable de obtener la cronología de residuos orgánicos, vegetales u osamentas, una especialidad que hoy en día abarca técnicas mucho más perfeccionadas y exactas y a la que Berkeley le ha dedicado un departamento en el edificio de Geociencias.
El catedrático Stewart Ray Sacher era un ilustre geocronólogo de Berkeley, una autoridad mundial en su especialidad. Su obra Geología estratigráfica y cronología relativa era un libro de texto absolutamente imprescindible. Sacher era también un paleontólogo de reputación muy respetado que había publicado obras científicas de divulgación sobre la era paleozoica que se habían convertido en éxitos de venta; entre ellas cabe destacar su libro El mundo futuro: la cantera de Walcott y la explosión cámbrica, un análisis de una famosa biota cámbrica y de su importancia en la historia de la vida en el planeta que le valió el Premio Pulitzer.