– En este caso -observó Sacher- es muy posible que permaneciera miles de años incrustado en el hielo.
– ¿Te refieres a que ha permanecido sepultado como un cadáver en un glaciar?
– Exacto. Sabemos que no siempre los cuerpos son aplastados por la acción de los glaciares. ¿Recuerdas el cadáver que se halló en los Alpes austríacos enterrado en el hielo hace unos años? Me parece que fue en 1991.
– Sí, ya me acuerdo. El Hombre de Hielo.
– Resultó ser un cazador del Neolítico que había muerto hace más de cinco mil años. Todos los tejidos del cuerpo, los tatuajes que tenía en la piel, incluso sus Reebocks se habían conservado en perfectas condiciones.
Sacher desvió la mirada y disipó una nube de humo.
– Si no recuerdo mal, lo hallaron a una altitud de unos tres mil metros. ¿Y tu espécimen? ¿A qué altitud fue hallado?
– A seis mil metros.
– Eso es el doble. A bote pronto, ésta es la primera hipótesis que se me ocurre, provisional, por supuesto. Como he dicho, es preciso no proyectar sobre el fósil ideas preconcebidas, hay que dejarlo hablar. Supongamos que el Hombre de Hielo hubiera podido conservarse otros cinco mil años. Supongamos asimismo que tu espécimen, que se hallaba a una altitud el doble de la que fue hallado el Hombre de Hielo, se hubiera conservado el doble o el triple de años. Digamos unos treinta mil años. Supongamos que hubiera permanecido todos estos años sepultado bajo el hielo. Sólo cuando el hielo hubiera empezado a derretirse, habría iniciado su proceso, aunque muy lentamente, de descomposición. Creo que es muy posible que tu espécimen tenga como mínimo cincuenta mil años.
– Entonces tenemos un vacío de novecientos cincuenta mil años -protestó Swift.
Sacher se encogió de hombros.
– Ya conoces mis métodos, Watson. Primero los hechos. Hay que alcanzar los conocimientos necesarios y la indispensable precisión recurriendo a una cantidad mínima de análisis. Después volveremos a examinar las teorías a la luz de lo que nos diga el fósil. Éste es el método científicamente correcto.
Apagó el cigarrillo en una muestra de pirita de hierro que utilizaba de cenicero.
– ¿Y qué método vas a utilizar exactamente?
– Normalmente recurriría a un método cosmogénico. Con el espectrómetro de masas podemos precisar la edad de un objeto o cuerpo analizando un miligramo de carbono. No obstante, el esmalte de los dientes de este maxilar está en tan buen estado que creo que procederé a realizar una resonancia del espín.
– Una resonancia del espín de los electrones -asintió Swift-. Así mides la energía de los electrones que se mueven en el esmalte de los dientes.
– Sí. Se obtiene la datación del material a partir de la relación entre la medición de la energía de los electrones y la velocidad de su movimiento.
Sacher se quedó pensativo un momento; después apagó el aparato de música y sopesó todas las técnicas de datación de las que podía disponer.
– Por otro lado, en este laboratorio poseemos series de uranio o series de torio. Yo empleé el torio para datar unos nuevos especímenes de neandertales que hallaron el año pasado en Israel. ¿Sabías que en Israel vivían neandertales hace tan sólo cincuenta mil años?
– ¿Y si resulta que este espécimen es más antiguo?
– Si tiene más de mil años, nos veremos obligados a utilizar la roca. Pero, por lo que me has dicho, creo que su utilidad será muy limitada. Nunca he sido partidario de utilizar muestras de roca con el fin de datar muestras óseas a menos que hayan sido halladas en el mismo estrato geológico.
– Haz lo que creas que es mejor, Ray.
– Por supuesto, pero será largo.
– ¿Mucho?
– Te llamaré en cuanto tenga algo.
– Pero hazlo en seguida, ¿de acuerdo?
Sacher encendió otro pitillo.
– Sabe Dios cuánto tiempo hemos tenido ya que esperar. Esperar un poquito más no cambia nada las cosas.
Swift enarcó las cejas.
– Es la tercera vez que mencionas a Dios, Ray. ¿Qué tiene que ver Dios con todo esto?
Sacher se encogió de hombros con una expresión vagamente avergonzada en el rostro.
– Le he dado vueltas, nada más.
– Ray. -Swift estaba tan sorprendida que fue a abrir la boca y tuvo que cerrarla-. Eres ateo.
Él se pasó su mano regordeta por el pelo tupido. Swift no recordaba que lo tuviera tan cano. Su colega movió las cejas, insinuante.
– No irás a tomártelo a la ligera, ¿verdad? -le preguntó ella con el entrecejo fruncido.
– Es sabido que las personas a quienes se les amputa un miembro experimentan un fenómeno denominado fantasmagoría: sienten dolor en el brazo o la pierna amputados; incluso hay mujeres a quienes les sigue doliendo el seno después de haber sido extirpado. Se puede sentir la presencia de este miembro inexistente, especialmente la mano o el pie en su parte más extrema, muchos años después de que haya sido amputado. Puede incluso llegar a escocer.
»¿Swift? Es así. Supongo que tras un largo período de ateísmo, empiezo a tener la misma sensación respecto a Dios. Y grosso modo he llegado a la conclusión de que ésta es la mejor prueba de su existencia, nunca hallaré ninguna más convincente. La experiencia religiosa es en realidad el único modo de verificar este escozor, esta comezón, aunque dudo mucho que exista una religión con la que mi heterodoxia se sienta cómoda. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
Swift se levantó, le dio un beso en la mejilla y se dirigió hacia la puerta del laboratorio.
– ¡Eh! ¡Swift! -exclamó él riéndose azorado-. ¿No puedes aceptar la religión?
Swift dio media vuelta.
– Mira, Ray, para mí el ateísmo es como plantarle cara a la mafia. Cuanto más numeroso sea nuestro bando, más seguros estaremos.
Imitó con los dedos una pistola con la que apuntó a su colega.
– Eres lista -dijo él riéndose.
– Llámame en cuanto tengas algo.
– Te llamaré de todas maneras.
CINCO
Oh, la mente, la mente tiene montes, precipicios cortados a pico, de espanto, por nadie sondados.
Gerard Manley Hopkins
Jack Furness, desde su casa situada en las afueras de Danville, intentó llamar a Swift unas cuantas veces; primero a su casa, donde lo único que oyó fue el mensaje del buzón de voz, y después al laboratorio de la universidad en el que trabajaba, sin lograr tampoco hablar con Swift. Durante dos o tres días dejó varios mensajes, pero Swift no le devolvió las llamadas; Jack decidió entonces quitársela de la cabeza y preparar a fondo las reuniones que tenía pendientes con la National Geographic Society y la White Fang, la casa de equipos deportivos, que habían patrocinado conjuntamente su expedición al Himalaya.
No es que le importara mucho su silencio. Conocía a Swift demasiado bien para tomárselo a mal. En cierto modo casi se alegraba de que no hubiera llamado, porque así podría dedicarse por entero a cumplir con sus obligaciones: redactar los informes, hacer una valoración de la expedición y revelar los múltiples carretes de fotografías que había realizado durante su estancia de seis meses en el Nepal.
Había otra razón por la cual se alegraba de que ella no diera señales de vida, y es que eso daba a entender, en efecto, que estaba muy ocupada y que el fósil era tal vez un hallazgo importante.
¿Y si de verdad lo fuera? ¿Qué ocurriría entonces?
A medida que pasaba el tiempo, iba creciendo en él la sospecha de que había actuado muy a la ligera al regalarle el fósil. Se había dejado llevar por los impulsos. No es que quisiera que se lo devolviera, ni mucho menos. Más bien lo que le preocupaba era la cuestión de la legalidad de su acción, porque lo que menos deseaba era verse metido en enredos legales con sus patrocinadores. Para empezar, no estaba muy seguro de que el fósil perteneciera a aquel que lo hubiera hallado, o sea él, y por tanto era razonable sospechar que no estaba en condiciones de poder regalarlo y que esto podría acarrearle problemas. De modo que decidió telefonear a su abogado, quien lo tranquilizó al asegurarle que, si bien cabía la posibilidad de que el gobierno nepalés desaprobara el hecho de que hubieran sacado del país un objeto sin los permisos correspondientes, en el contrato que Jack había firmado con sus patrocinadores no se hacía mención alguna a los derechos de propiedad sobre hallazgos científicos o arqueológicos que pudieran producirse en el transcurso de la expedición.