Выбрать главу

Jack le dijo a su abogado que había pagado en dólares americanos el papeleo concerniente al permiso de exportación que la burocracia nepalés le había obligado a cumplimentar. Pero, al mismo tiempo, se dijo a sí mismo que lo mejor sería no mencionarles para nada el fósil a los representantes de la National Geographic Society, al menos hasta que Swift supiera, aunque fuera someramente, qué clase de fósil era aquél.

Sí, esperaría lo que hiciera falta a que Swift le dijera algo.

Al llegar al aeropuerto de Washington, como sólo llevaba una bolsa, no vio ninguna razón para coger un taxi. Media hora después de haber subido a un metro de la línea azul que lo llevó a Metro Center, donde hizo transbordo y cogió un tren de la línea roja hasta Dupont Circle, ya estaba en la recepción del hotel Jefferson, que está en la calle Dieciséis; la sede principal de la National Geographic Society quedaba a la vuelta de la esquina.

El Jefferson, situado en un cruce de denso tráfico, era un hotel pequeño pero elegante en el que solían alojarse políticos y altos cargos de la administración pública. El interior guardaba un parecido con el de una casa de principios del siglo pasado y las habitaciones estaban decoradas con muebles antiguos. Jack iba con frecuencia a aquel hotel acogedor y, aunque la National Geographic Society no hubiera accedido a pagar la factura, habría escogido de todas formas alojarse en él.

Era demasiado tarde para salir a tomar una copa, de modo que tuvo que contentarse con lo que le ofrecía el minibar. Se sentó frente al televisor y se bebió varias botellitas de whisky en miniatura apurándolas como si no contuvieran otra cosa que un jarabe inofensivo. Esas botellitas de los minibares parecían tan poco reales, de hecho se parecían tanto a los juguetes hechos para las casitas de muñecas, que Jack era incapaz de pensar que contuvieran alcohol de verdad, y en cierto modo era como si diera por descontado que el efecto del alcohol iba a ser siempre tan minúsculo como el tamaño de la botella. Pero no fue éste el caso, y a la mañana siguiente se despertó con una resaca mayúscula.

Jack se encontró con Chuck Farrell, el director de patrocinio de White Fang, para desayunar, pero la verdad era que no tenía ningún apetito.

– Me alegro de haberte visto, Jack -dijo Farrell cuando terminaron de desayunar-. La próxima vez que vengas a Washington dame un telefonazo. Tengo unos pies de gato nuevos muy adherentes que me gustaría que probaras. Están hechos de una mezcla de goma nueva que creemos que os van a cambiar totalmente las cosas a los escaladores de este país que escogéis paredes escarpadas de roca o de hielo. Los llamamos zapatos Brundle -añadió-. Piénsatelo. Y cuídate mucho, ¿me oyes? No tienes muy buena cara.

A Jack no le cabía ni la más mínima duda sobre este punto. En cuanto Farrell se marchó, decidió que, puesto que faltaban todavía dos horas para la reunión con los representantes de la National Geographic Society, iría a dar un paseo; le vendría bien tomar el aire. Así qué volvió a su habitación, cogió el abrigo y salió a la calle a arrostrar valientemente el frío de una típica mañana de invierno de Washington.

Sus pasos le llevaron hacia el sur: dejó atrás la Casa Blanca y luego cogió el Mall en dirección este. Poco a poco iba sintiéndose mejor, pero también el frío se hacía por momentos más insoportable. Se metió en el Smithsonian en busca de un poco de calor; era el último día de una exposición titulada «La ciencia en Norteamérica», cuyo propósito era mostrar al público el impacto de la ciencia en Estados Unidos. Una parte sustancial de la exposición estaba consagrada al proyecto Manhattan y al desarrollo de la primera bomba nuclear. Esta última era la sección más interesante, pues Jack no había visto nunca algunas de las fotos que allí se exponían y que mostraban escenas de Hiroshima después de la explosión de la bomba atómica. Se preguntó si los gobiernos de la India y de Pakistán seguirían deseando lanzar explosiones y aniquilarse mutuamente después de ver aquellas fotografías.

Las noticias no eran precisamente buenas. Al parecer, varios países árabes estaban realizando preparativos para efectuar un despliegue de fuerzas en Pakistán como acto de solidaridad musulmana, mientras que el primer ministro indio había convocado con urgencia una reunión con los generales de todos los ejércitos. En un esfuerzo activo por resolver la crisis, el secretario de Estado de Estados Unidos había emprendido un viaje a Islamabad, para dirigirse a continuación a Nueva Delhi por cuarta vez consecutiva en las cuatro últimas semanas.

Jack esperaba que el secretario de Estado comprendiera mejor que él, que tenía las ideas harto confusas, los motivos que habían desencadenado la crisis. Como la mayoría de norteamericanos, desconocía las razones por las cuales los hindúes y los pakistaníes andaban otra vez a la greña y se amenazaban con aniquilarse mutuamente.

Al salir del Smithsonian, Jack cogió un taxi, que lo dejó en el hotel. A escasos metros de allí se hallaba el alto edificio modernista que alberga la National Geographic Society.

En 1888, el año de fundación de la National Geographic Society y de la mundialmente famosa revista de cubiertas amarillas, se había acordado que los beneficios que aportara esta última servirían para ayudar a financiar las expediciones de la sociedad. Pero hoy, cuando el siglo xx está a punto de terminar y la revista cuenta con casi once millones de lectores, la mayoría de las actividades de la sociedad se financian mediante las cuotas anuales de sus miembros.

La National Geographic Society se cuenta entre las organizaciones científicas más ricas y benévolas. No obstante, por más que el lema de la revista fuera «nunca publicaremos nada que no ofrezca una visión amable de los países y de los pueblos sobre los que escribimos», Jack sabía, a aquellas alturas, que no cabía esperar que semejante amabilidad fuera a traducirse, de forma automática, en un patrocinio que destacara por su generosidad. Sabía muy bien que la lucha por lograr ser patrocinado por la National Geographic Society era encarnizada y que no podría restar importancia al desastre ocurrido en el Machhapuchhare, por mucho que insistiera en que se había producido en el Annapurna.

En la reunión con los representantes de la sociedad y de la revista, no obstante, Jack se mostró hasta tal punto candoroso y autocrítico que él mismo fue el primero en sorprenderse. Sabía que lo ocurrido había sido un accidente. De igual modo, estaba convencido de que, más allá de exponerse al evidente peligro que supone siempre, para cualquier alpinista, emprender la ascensión, con un solo compañero de cordada, de las enormes paredes escarpadas de los montes del Himalaya, sobre todo cuando, como él, se había decidido a prescindir del oxígeno, él no había actuado con negligencia. Pero en el fondo de su corazón Jack se sentía responsable de lo ocurrido, puesto que la idea de escalar los picos más altos del mundo de aquel modo tan arriesgado había partido de él.

Cuando Jack hubo terminado su relato de la expedición, el director de patrocinio, Brad Schaffer, asintió con solemnidad y dijo:

– Me gustaría darte las gracias por haber sido tan franco y honrado al exponernos lo que ocurrió, Jack. Estoy convencido de que hablo en nombre de todos nosotros si te digo que te agradecemos que hayas venido tan de prisa, cuando la tragedia es todavía reciente, y que nos hayas dado una explicación cabal. Estoy seguro de que esto facilitará enormemente el que podamos indemnizar a la familia de Didier Lauren con celeridad, ¿no es así, señorita Harman?