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La señorita Harman, la representante de la compañía de seguros, una mujer atractiva de pelo castaño que vestía con gran sobriedad, alzó la vista, que tenía clavada en el informe que les había entregado Jack sobre el accidente, y se aclaró la garganta.

– Sí -dijo con vaguedad, como si hubiera algo que no consiguiera ver con claridad-. Supongo que tiene usted razón. -Echó una ojeada al informe y añadió-: Quisiera, de todos modos, hacerle un par de preguntas.

– ¿Ah, sí? -repuso Jack haciendo un esfuerzo porque su voz sonara imperturbable al dirigirse a aquella mujer que lo escrutaba con frialdad.

– Sobre los gastos de los funerales de los sherpas y las indemnizaciones que ya se han pagado a sus familiares, señor Furness.

– ¿En serio?

Jack, a fin de mantener en secreto la ascensión ilegal del Machhapuchhare, se había visto obligado a costear las exequias de los cinco sherpas.

– Sí.

Jack hizo girar el ratón de bola del ordenador portátil y encontró los gastos a los que aludía la representante de la compañía de seguros.

– La escucho -le dijo.

– Pagó usted diez mil dólares en concepto de indemnización a las familias de los sherpas, dos mil dólares a cada una de ellas. Y también pagó los cinco funerales, que costaron quinientos dólares cada uno. ¿Es correcto?

– Sí.

– Sin embargo, nos acaba de decir que sólo rescató tres cuerpos.

– Exacto. Didier y dos de los sherpas siguen allí arriba, no pudieron ser localizados.

El rostro menudo de la señorita Harman adoptó una expresión de exasperación.

– No lo entiendo -declaró-. ¿Cómo se puede celebrar un funeral sin un cadáver? ¿Y por qué son tan caros los funerales en comparación con la cantidad de dinero que pagó usted en concepto de indemnización? Quinientos dólares representan un veinticinco por ciento de la indemnización.

Jack le lanzó una mirada a Brad Schaffer en busca de apoyo. Pero el responsable del patrocinio de la casa White Fang cambió de posición en su asiento sin decir palabra. Jack, con una sonrisa nerviosa en la boca, cogió un pedazo de silicona Exer-Flex y empezó a apretarlo con los dedos.

– En el Nepal, las ceremonias, en comparación con otras cosas, son muy caras -explicó-. Y de modo especial lo son las honras fúnebres. A veces tienen que ahorrar durante años para poder pagarse el entierro. Aunque no puedan recuperar el cuerpo, aunque no se lo puedan permitir, se ven obligados por la tradición a celebrar honras fúnebres a sus muertos, y eso es algo de lo que los integrantes de las expediciones de escaladores occidentales nos hemos hecho siempre responsables. Si no lo hiciéramos, señorita Harman, es muy improbable que los sherpas arriesgaran sus vidas por nosotros.

– Comprendo -repuso ella con frialdad-. Pero es indudable que, teniendo en cuenta las circunstancias, hubiera bastado con pagar, digamos, la mitad de lo que pagó usted por los entierros.

– Me parece que no lo ha comprendido usted -empezó a decir él.

– No, me parece que no, señor Furness. Usted mismo ha dicho que esa gente ahorra durante años para costearse el entierro. ¿Y los sherpas que fallecieron? ¿Es que no tenían nada ahorrado? Intento simplemente averiguar qué ocurrió con sus ahorros.

Era una buena pregunta, pero aun así Jack sintió náuseas. Imaginó por un momento que el trozo de Exer-Flex era la tráquea de la señorita Harman y lo apretó con furia.

– ¿O es que los sherpas que usted contrató no eran personas prudentes?

– Si a la sociedad le importara la prudencia, señorita Harman -repuso Jack-, dudo mucho que se hubiera molestado en patrocinar la expedición.

– Amén -salmodió Schaffer.

Pero Jack no había hecho más que empezar. Tiró el pedazo de Exer-Flex en la mesa de caoba con la esperanza de que la superficie, impecablemente bruñida, se ensuciara.

– La muerte acarrea un gasto considerable en el Himalaya, señorita Harman -explicó-. La gente muere en los lugares más impensables. ¿Por qué no contempla estos gastos con otros ojos? No hallamos el cuerpo sin vida de Didier Lauren, de modo que su compañía se ahorró el tener que alquilar un helicóptero que lo trasladara hasta Katmandu y pagar un ataúd especial que cumpliese la normativa internacional que rige el transporte aéreo, por no hablar de los gastos de la repatriación a Canadá.

– Me parece, Jack -intervino Schaffer-, que ha quedado todo muy claro. Nadie te discute las cuentas. La señorita Harman sólo quería saber a qué respondían exactamente. ¿No es así, señorita Harman?

La representante de la casa de seguros esbozó una débil sonrisa.

– Sí.

Iba a añadir algo, pero Schaffer la atajó.

– Vamos a dejarlo ya -dijo con firmeza, y luego cogió el Exer-Flex y se lo quedó mirando con curiosidad.

– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó a Jack.

– Desarrolla la flexibilidad de la muñeca y de los dedos, fortalece los antebrazos y mejora el agarre de las manos. -Jack se encogió de hombros-. Infinidad de cosas.

– ¿Quiere esto decir que piensas volver allí y acabar lo que empezaste? ¿Vas a escalar todos los picos del Himalaya de mayor altitud sin oxígeno? ¿No dijiste que lo primero que querías hacer ahora era subir a la Torre de Trango?

– Por supuesto -contestó sin mucho entusiasmo, enfadado aún por el cariz que había tomado la conversación, aunque más que nada consigo mismo-. Siempre acabo lo que empiezo.

Pero incluso en el momento en que pronunciaba estas palabras, Jack era consciente de que antes de poder regresar al Himalaya, tendría que demostrarse a sí mismo que seguía siendo lo bastante valiente como para escalar paredes escarpadas de gran altura. Puesto que nunca había sufrido una caída hasta aquel día, ciertamente eran muy pocos los escaladores que sobrevivían a una caída, no sabía todavía si el alud se había limitado a dejarlo sin su compañero de escalada o también sin alguna otra cosa. Tenía que averiguar si sería capaz de dejar de pensar en la gravedad y volver a escalar con el brío y el desprecio por el peligro que le había caracterizado hasta entonces.

El valle Yosemite era el hogar espiritual de Jack Furness. Era allí, en las alturas de la vertiente oeste de la Sierra Nevada de California, en un abismo de granito que medía once kilómetros de largo, un kilómetro y medio de ancho y setenta y cinco metros de profundidad, donde Jack había perfeccionado su técnica de escalada libre. Con sus paredes cortadas a pico, el valle es el centro donde practican los escaladores de paredes escarpadas de roca de Estados Unidos y el lugar donde se salta a la fama o se cae en el olvido. En los veinticinco años que Jack llevaba yendo al valle, se habían matado seis de sus amigos.

Seis amigos y uno de sus hermanos mayores.

En teoría, el descenso en rápel, o lo que en Europa se llama abseiling, es una de las partes de la escalada más seguras y excitantes. Tiene la emoción de ir bajando dando saltos por una pared vertical, trazando amplias y elegantes curvas en el espacio, de descender con la aceleración de una caída libre y de parar luego con la suavidad y seguridad que permite el mosquetón.

Su hermano Gary estaba emprendiendo el descenso en rápel del Obelisco de Washington, de seiscientos metros de altura, cuando el anillo por el que pasa la cuerda y que se ata directamente al punto de anclaje, sobrecargado por los múltiples tirones, se rompió justo cuando le faltaba más o menos un metro para llegar a la llamada cornisa de la Comida, una plataforma que no llama la atención para nada y que se halla a trescientos metros de tierra. Hacía diecinueve años que Gary se había matado, pero no pasaba una semana sin que Jack pensara en él. Cuando escalaba, lo tenía en la mente casi continuamente.