En la actualidad, los escaladores consideran el Obelisco de Washington un lugar ideal donde entrenarse para poder escalar, después, las paredes cortadas a plomo de Yosemite, entre las cuales ninguna es más grande y vertiginosa, y ninguna más imponente, que la famosa El Capitán.
Un día, a media tarde, salió de Danville y tras seis horas de viaje se inscribió en el hotel Ahwanhee justo antes de las diez. Desde el hotel Yosemite, El Capitán le hubiera pillado más cerca, pero el Ahwanhee era mejor, aunque también más caro. Allí pidió una comida abundante en proteínas y en cuanto hubo terminado de cenar se acostó en seguida. A la mañana siguiente, a las cinco de la madrugada ya estaba en pie.
Diciembre, con su frío y sus días cortos, no es la mejor época del año para escalar El Cap. En contrapartida, son días en los que apenas hay turistas en el valle, y Jack, que había efectuado varias escaladas en Yosemite en invierno, dio casi por seguro que tendría la roca para él solo. Además, el día había amanecido tan límpido y soleado como habían pronosticado los meteorólogos y, allí arriba, en lo alto de la pared, un calor excesivo hubiera sido igual de peligroso que un frío excesivo. En verano la roca puede llegar a calentarse como una sartén. Aquel día parecía idóneo para escalar.
Antes de llegar a El Cap, Jack encontró una roca dura en la que estuvo haciendo unos completos ejercicios de calentamiento. Había infinidad de recorridos perfectamente trazados para ascender a El Cap, pero nunca se sabía si uno se vería obligado a adoptar posiciones difíciles enganchando las punteras lateralmente, o a efectuar algo todavía más extraño. Merecía la pena estar en buena forma física para superar lo que pudiera presentarse.
Cada año que pasaba le costaba más trabajo efectuar los ejercicios de calentamiento. Cuando tenía entre veinte y treinta años, su cuerpo era tan flexible que parecía casi que tuviera articulaciones dobles. Ahora confiaba más en la fuerza del torso que en la agilidad de la totalidad de su cuerpo. Tal vez Swift había dicho una gran verdad. Tal vez a los cuarenta años se era ya demasiado mayor para escalar.
Mientras se aproximaba a la pared, se ataba los dedos con cinta adhesiva con el objeto de mejorar el soporte rígido de los tendones, pues traccionar con los dedos muy arqueados puede provocar lesiones. En la escalada libre, la parte del cuerpo que más se resiente es la punta de los dedos; son la pesadilla de todo manicuro. Jack, en varias escaladas anteriores, se había quedado sin cutículas y las puntas de los dedos le sangraban dolorosamente.
Al pie de la lisa pared de granito marrón y blanco de El Cap era fácil subestimar su altitud. Al mirar hacia arriba, a lo alto de la pared de noventa grados, uno podía pensar erróneamente que el único pino solitario que se veía en la roca no era más grande que un árbol de Navidad y que la roca no medía más de ciento cincuenta o ciento ochenta metros de altura. Pero el árbol, un pino Ponderosa, medía veinticuatro metros y la cima de El Cap se hallaba a una altitud de vértigo: novecientos metros por encima del lecho del valle, en ángulo recto.
El Capitán, que nadie había escalado antes de mediados de la década de los años cincuenta, y la ruta de la pared Salathé escogida por Jack, y que según el sistema decimal empleado para valorar la dificultad de la escalada de las paredes de Yosemite es de 5,13, parecía menos un desafío para el deportista que una proeza circense. Jack, sin más ayuda que unos lisureros de expansión por levas que se insertan en las grietas denominados friends, unas zapatillas de escalada de goma antideslizante que proporcionan una excelente adherencia y que reciben el nombre de pies de gato, y los puntos de agarre naturales que permiten avanzar hacia arriba, había emprendido la ascensión de la pared rocosa en solitario y sin cuerda de una vía, sin estribos y sin mosquetones, una escalada llamada solo integral, en una fecha no muy lejana: en 1994.
El alba era fría y la luz cada vez más intensa. Se pasó talco por las manos y revisó los friends, los usureros curvos, los excéntricos con cable de acero y la bolsa del talco, que colgaba de la bandolera del arnés de cintura. Los únicos mosquetones que llevaba eran los que emplearía para atarlos al arnés cuando necesitara descansar.
Estiró bien el brazo y dio con un punto de agarre para la mano; y, apoyándose en él y dándose un empujón con un solo brazo, se levantó un metro. Igual que un simio. Cuando, pasadas unas dos horas, el sol invernal hubiera calentado la roca, le sería más fácil agarrarse con las botas de escalada Boreal que llevaba (a Jack no le gustaban mucho los pies de gato que su patrocinador, White Fang, le pagaba para que calzara). La primera parte de la escalada, trepar por la roca fría y a veces helada, sería la más difícil y peligrosa. Le faltaban novecientos once metros por subir.
Después de su viaje a Washington, había esperado este momento ansiosamente, y no le costó mucho trabajo encontrar su ritmo.
Su habilidad de escalador no podía verse afectada por la caída sufrida en el Machhapuchhare. No había razón alguna para creer que ya no era la misma lagartija que había escalado El Cap en un tiempo récord. Pero a medida que iba ascendiendo el primer tramo, iba creciendo en él la sensación de que aquel ascenso no iba a ser una simple escalada; algo le decía que aquello iba a ser un ejercicio cuyo fin era el conocimiento de sí mismo. Tendría que bucear en su interior y bajar hasta profundidades nunca sondadas. Hasta aquel momento escalar había sido para él una pura diversión; ahora, en cambio, llevaba a sus espaldas un lastre nuevo que le pesaba lo mismo que una bolsa de herramientas. La caída. La muerte de Didier. Sus propios pensamientos, sus propias emociones, la breve insinuación de una duda, la leve insinuación de un temor, todo esto le fascinaba, le atemorizaba, le intimidaba con una intensidad jamás experimentada hasta aquel momento. Y todo apuntaba a la gran pregunta que su Torquemada interior le formulaba: ¿escalaba El Cap con el abandono y con la absoluta confianza en sí mismo con los que había emprendido las cuatro ascensiones previas?
Durante dos horas escaló con la eficacia de siempre; sus movimientos eran rápidos, se desplazaba con la agilidad acostumbrada por la pared rocosa cortada a pico, compacta y gris, bajo las primeras luces del día, gozando del silencio y de la conciencia de su propia insignificancia. De vez en cuando, el peso de su cuerpo entero pendía de sólo tres dedos, o levantaba una pierna hasta la altura del hombro para encontrar un punto donde apoyar el pie. Esto no tenía nada de divertido, pues requería mucho, muchísimo esfuerzo. Era duro. No había terminado de escalar el primer tramo y las puntas de los dedos le dolían ya como si hubiera lijado con ellas un suelo de madera.
Se había visto escalar infinidad de veces en vídeo y siempre le había sorprendido lo mucho que se parecía a un escorpión o a una lagartija reptando por un muro. Parecía todo menos un ser humano. A Swift tal vez le complaciera creer que era el mono que llevaba dentro el que le empujaba a escalar, pero a él ya le hubiese gustado ver a un chimpancé con la paciencia necesaria para efectuar una ascensión, en solitario y sin ningún medio artificial, de una pared como la Salame. Era como correr una maratón. Cientos de movimientos a lo largo de cientos de metros. Sí, era como correr una maratón en un día, sólo que mucho más peligroso.
La pared Salathé no tenía nada de especial aparte de su dificultad. Era lisa y llanamente difícil. La primera vez que la escaló, con la suerte de la inconsciente juventud, tenía veinte años. No era, desde luego, ninguna escalada que pudiera ser calificada de estética. Y las vistas tampoco eran particularmente bellas. A sus espaldas, abajo, no había nada digno de ser contemplado. Sólo aire enrarecido que lo arrastraba con la fuerza incesante de la gravedad. Como el famoso experimento de Galileo, la ley de la aceleración uniforme de los cuerpos al caer. Y ante él sólo roca, roca y más roca, monótona, implacable, siempre allí, ante sus ojos.