El viento le alborotaba el pelo, pues Jack nunca llevaba casco. Si se desprende algún objeto y te da en la cabeza, ya puedes llevar casco que de nada te sirve. En una ocasión, en que emprendió otra ruta de El Cap llamada pared del Alba, efectuó un movimiento con la cuerda que causó el desprendimiento de un fragmento de roca del que se salvó por los pelos. Era un fragmento del tamaño de un radiador. En otra ocasión, la cuerda a la que estaba atada la bolsa en la que transportaba el material se rompió, y la bolsa, cargada de clavos, mosquetones, fisureros y mazas, cayó rozando casi su oreja. Ésta era otra de las razones por las cuales prefería la escalada libre. Lo más extraño que le había sucedido fue cuando escalaba la fachada del edificio Transamerica de San Francisco para un anuncio publicitario de televisión: uno de los cámaras rompió accidentalmente una ventana y a escasos centímetros de su cabeza cayó una espada de cristal de dos metros. Ningún casco le hubiera podido proteger de semejante impacto.
La roca estaba ya más caliente.
Quizá fue sólo el aburrimiento, después de tanto rato de no ver otra cosa que la pared de roca, pero cuando estaba a una altura de ciento cincuenta metros, hizo algo que no había hecho jamás en un solo integral.
Algo que no se hace nunca.
Miró abajo.
De pronto, la cabeza le empezó a funcionar aceleradamente. La memoria le arrojó, como si fuera una piedra que cayera sobre él, el recuerdo exacto de lo que había sentido al caer de la pared norte del Machhapuchhare. Esta vez no había ni siquiera una cuerda que pudiera romperse. Y ciertamente tampoco había ninguna fisura llena de nieve que pudiera amortiguarle la caída.
A Jack le dio un vuelco el corazón y por un momento sólo pudo pensar en una cosa: se vio a sí mismo y a Swift haciendo el amor en la cama; ella estaba ausente, pensando en el fósil, y él entraba y salía de su cuerpo como un loco.
Y en aquel momento la memoria triunfó, como si hubiera sacado el as que tenía escondido.
Recordó que no hacía diecinueve años que su hermano se había matado. Hacía veinte. Veinte años. Intentó quitárselo de la cabeza, pero antes de lograrlo sintió que sus entrañas se desintegraban en su interior, como si estuviera a punto de padecer un cólico.
Se había matado en aquel valle en el que ahora estaba él. Y hacía veinte años de aquello; veinte años, aquel mismo mes. Era sólo una coincidencia, pero el coraje resbala al pisar minúsculas coincidencias como aquélla y cae al suelo, indefenso y sin aliento. Cuando Jack consiguió ayudarlo a levantarse, sosteniéndolo hasta que recuperó la respiración, empezó a dudar de que pudiera llegar a la cima.
Vio su mano, cubierta de talco, con los dedos despellejados y sangrantes. Debajo de sí empotró un friend cilíndrico en una grieta y aseguró el arnés de cintura anudándolo a la cuerda del friend.
– Descansa. Dentro de nada estarás mejor.
Jack, que se quedó clavado en la roca como el pino Ponderosa que crecía en lo alto de la pared, meneó la cabeza, paralizado de terror.
– ¿Qué demonios hago yo aquí? -se preguntó apoyando la cabeza en la roca-. No puedo hacerlo. Mierda, esto es una locura.
Permaneció sentado en el arnés, contemplando el paisaje, esperando a que las piernas y el estómago recobraran la calma antes de seguir escalando. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por convencerse de que había salido ileso en ocasiones anteriores. El rey de las paredes escarpadas no iba a abdicar tan fácilmente. La idea de que tuvieran que rescatarlo los rangers no se le había pasado por la cabeza nunca. Pero es que no era algo que dependiera de él. Era muy improbable que los rangers estuvieran buscando a escaladores accidentados en aquella época del año.
Podía seguir escalando. O podía descender. O podía saltar. Fin.
– Venga, anda, eres un cagado -gritó-. Muévete.
Pasaron los minutos pero él seguía inmóvil. Jack empezó a pensar que por primera vez en su vida tenía ante él una pared muy distinta de las demás. Era quizá el muro más alto de todos: él mismo.
SEIS
Toda belleza proviene de una sangre bella y un cerebro bello.
Walt Whitman
El Centro Médico de la Universidad de California ocupaba un kilómetro cuadrado en la ladera cubierta de tupidos árboles del monte Sutro, a medio camino entre las tejas rojas del distrito Haight-Ashbury de San Francisco y el Golden Gate Park. Es un barrio agradable y Swift rara vez iba al Centro Médico sin pasar por algunas de las librerías de Haight, famosas por su radicalismo. Pero en esta ocasión fue directamente al Departamento de Radiología del hospital, donde había quedado con una vieja amiga.
Joanna Giardino era una beldad americana de procedencia italiana y estatura menuda, abundante pelo negro y mirada provocativa que tenía a todos los hombres subyugados como si fueran estúpidos animales domésticos. Swift la conoció en una época en que las dos eran miembros del equipo femenino de esquí y rivales en la lucha por conquistar el amor de cierto joven del equipo masculino que estaba como un tren y que moriría al cabo de poco tiempo en un accidente de moto. Desde entonces, las dos chicas se hicieron amigas y de vez en cuando se veían en el Edinburgh Castle, un pub inglés que estaba en la calle Geary y que era el que escogía Swift, o bien en Capp's Corner, un restaurante italiano situado en North Beach que solía escoger Joanna.
Además de ser una buena amiga, Joanna era también una de las neurólogas dedicadas a la investigación más prometedoras de la UCSF; tenía varios artículos publicados, uno de los cuales había escrito junto con Swift y trataba sobre la frontera paleoneurológica que separa a los homínidos de los humanoides.
Las dos se abrazaron efusivamente bajo la mirada de un hindú de físico muy atractivo que llevaba bata blanca y una corbata estampada con una selección de personajes de un cómic DC.
– Te presento a Manareet -le dijo Joanna.
El colega hindú de su amiga la saludó con una breve reverencia.
– Es el neurorradiólogo principal del departamento. Si el cráneo presenta alguna anormalidad, Manareet la verá. Manareet, te presento a Swift. No es que no tenga un nombre de pila, es sólo que el que tiene no le gusta demasiado.
– Encantado de conocerte -dijo Manareet muy educadamente mientras estrechaba la mano que Swift le tendía.
Su pronunciación era tan clara y sus maneras tan impecables que Swift pensó que debía de haber estudiado en Inglaterra. En Oxford conoció a varios hindúes como él, y la mayoría eran viejos estudiantes de Eton que hablaban con un acento que era puro cristal tallado, que procedían de familias fabulosamente ricas y que habían tenido mejor crianza que la familia real británica.
– Swift me parece un nombre refinado, muy sutil -comentó Manareet-. Como un pájaro, o un pensamiento, o un pequeño planeta.
Swift, a quien los cumplidos le hacían sentirse azorada, se mordió el labio inferior al tiempo que hacía un esfuerzo por dejar de contraer la cara en una mueca boba que amenazaba con permanecer en ella eternamente.
– No le hagas caso -le advirtió Joanna-. Lo que más le gusta en el mundo es halagar.
– ¿Eres inglesa? -le preguntó a Swift.
– Australiana -confesó ella-. Pero estudié en Inglaterra.
– Yo también. Primero en Winchester y después en Standford -explicó.
Manareet echó una ojeada al reloj y, dirigiendo la mirada a la caja que llevaba Swift, asintió con la cabeza.
– ¿Es ahí donde transportas a nuestro paciente?
Swift colocó la caja que contenía el cráneo original sobre la mesa de trabajo de Joanna y tamborileó ligeramente en la tapa con los dedos.
– Aquí está -anunció.
– Después de haber leído tu carta, no puedo esperar ni un minuto para verlo -reconoció Joanna.
Joanna ya había firmado el contrato de confidencialidad, pero Swift había decidido que no era necesario pedirle a Manareet que lo hiciera. Trabajaban en campos distintos y Manareet, además, tenía la amabilidad de acceder a dedicarle parte de su tiempo y de ofrecerle de forma gratuita el escáner con el que se practican las tomografías axiales computerizadas.