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Swift meneó la cabeza muy seria.

– ¿Cree que va a estallar una guerra? -preguntó.

– No habla de ello para nada. Y yo tampoco. Pero lo que dije del curry lo dije muy en serio -dijo Joanna más animada-. Me pareció magma fundido.

– Cuando estudiaba en la universidad en Inglaterra solía comer toda clase de currys -reconoció Swift-. Algunos eran de lo más picante.

– Tal vez sea por eso por lo que los ingleses sois tan inhibidos. Tantos años de imperio en la India os dejaron con el culo estrecho. Con la cantidad de curry picante que llegasteis a comer se os puso cara de estreñimiento.

Swift no trató de desmentir a su colega, que daba por supuesto que ella era inglesa y no australiana. La vida era demasiado breve para perder el tiempo aclarando una y otra vez que había nacido en Australia. Y con el tiempo que hacía que no ponía los pies en su tierra natal, además.

La pantalla del ordenador de Joanna parpadeó y al cabo de un momento reapareció la imagen en realidad virtuaclass="underline" el cerebro rosa sobre un fondo azul brillante flotaba dentro del monitor como una extraña criatura que habitara el fondo de los mares.

A primera vista, el cerebro no parecía muy distinto del de un ser humano. Estaba dividido verticalmente desde la parte anterior hasta la parte posterior en dos hemisferios, el derecho y el izquierdo, que a su vez estaban divididos en cuatro lóbulos, cada uno de los cuales era el responsable de una serie de funciones distintas. Swift pensó que aquel cerebro virtual parecía el cerebro prototípico de un homínido.

– Bien -dijo Joanna-. Vamos a ver si podemos calcular el tamaño. -Pulsó un par de teclas y leyó en voz alta el resultado-. Mil milímetros. Un tamaño que, en el caso de los humanos, estaría en el límite, por lo pequeño.

– Pero es más del doble de grande que el de un gorila.

– Supongo que si relacionas este dato con la dentición podrás establecer unas cuantas variables biográficas, ¿verdad?

– Ya he hablado con una antropóloga dental -le aclaró Swift-. Es una especialista en dientes de fósiles de homínidos.

– ¿Te firmó también el papelito ese de la confidencialidad?

– Claro. Ella cree que le estaban saliendo los molares terceros cuando murió.

– Sigo sin entender tu paranoia.

– No estoy paranoica, soy precavida, sólo eso. Y ahora, dime, si establecemos la hipótesis de que, por su trayectoria de crecimiento, ocupa un lugar entre el hombre y el gorila, eso significaría que el ser al que perteneció este cráneo tenía unos quince años cuando murió. Así pues, el primer molar le salió a los cuatro años o a los cuatro años y medio, y probablemente la duración máxima de vida era de unos cincuenta años.

Swift dio unos golpecitos en la imagen virtual que aparecía en la pantalla con una de las pocas uñas que no se había mordido del todo de pura excitación desde que Jack le había regalado el cráneo.

– En este cerebro, Joanna, ¿crees que puede hablarse de predominio del hemisferio izquierdo?

– En parte -concedió la colega de Swift-. Pero no de forma tan acusada como en los humanos.

Mantuvo pulsado el botón del ratón e hizo girar el cerebro para poder verlo desde el lado opuesto.

– Vamos a ver. El lóbulo occipital es más grande que el del hombre -agregó-. Los lóbulos temporales y parietales, en cambio, son más pequeños.

– Éste es también un rasgo típico de los simios -afirmó Swift.

Joanna movió el ratón y amplió los lóbulos frontales del cerebro virtual.

– Esto es muy interesante. Estos grandes bulbos olfativos podrían ser un indicio de que el espécimen poseía el sentido del olfato extraordinariamente desarrollado.

– Eso es algo que ignorábamos.

Joanna escudriñó la parte inferior del cerebro.

– Eso sí podría tener una importancia capital. La posición de este agujero magno no es propia de los simios -murmuró cada vez más absorta en el análisis.

El agujero magno es el punto que pone en comunicación la cavidad craneal con la medular.

– Sí, tienes razón -dijo Swift-. Un gorila no tendría el agujero occipital tan adelantado.

– Eso significa que tenía la cabeza mucho más erguida sobre los hombros.

– Es un indicio de que esta criatura andaba en posición erecta y no apoyándose en los nudillos como un mono.

– Exacto. Empiezo a comprender por qué este tema te tenía tan entusiasmada, Swift.

Joanna hizo girar la imagen del cerebro con el objeto de ver el lado izquierdo con más detalle.

– Oh, espera un momento.

Sus ojos acostumbrados a esas imágenes habían visto algo. Hizo clic con el ratón y amplió un área del cerebro que a primera vista no parecía que pudiera revelar gran cosa. Deslizó el ratón hacia adelante y la imagen ampliada avanzó hacia el ojo del espectador.

Joanna señaló una pequeña protuberancia que había justo encima de un pliegue de la arquitectura cerebral que Swift reconoció en seguida; se trataba de la cisura de Silvio.

– Me parece que esto es un área de Broca pequeña pero perfectamente identificable -sentenció Joanna.

Los neurólogos sostienen comúnmente que la habilidad lingüística humana está relacionada con el área de Broca, aunque sea imposible afirmar con certeza si la facultad del habla está localizada en esta protuberancia insignificante o bien debajo de ella.

Swift escudriñó atentamente la pantalla mientras Joanna intentaba ampliar al máximo aquel posible centro del lenguaje en la organización del cerebro de aquel homínido desconocido.

– Estoy de acuerdo, aquí puede haber un detalle de absoluta importancia -convino con cautela.

Joanna alteró el ángulo de ampliación de manera que apareció en pantalla un contorno del lóbulo que se veía con toda claridad.

– Sí, míralo. Aquí está -dijo.

– Esto no significa, desde luego, que este homínido hablara -afirmó Swift-, pero tal vez esta criatura poseía una notable habilidad para producir sonidos vocálicos. Tal vez poseía unas dotes de imitación muy perfeccionadas.

– Anda, Swift -la cortó Joanna-. ¿A qué viene esta súbita cautela? Nadie ha hallado jamás un área de Broca en ningún cerebro fosilizado.

Swift asintió.

– Pero no tenemos otra cosa más que rasgos superficiales. No podemos afirmar con certeza dónde se hallan escondidas las habilidades lingüísticas básicas en la organización cerebral de los homínidos.

Joanna se volvió con cara de fatiga.

– En neurología no se puede afirmar nada con certeza, ni siquiera de los humanos. Cuanto más sé, menos sé. Anda, Swift, reconócelo, tal vez hemos descubierto algo trascendentaclass="underline" vestigios de una habilidad lingüística que indicarían los albores de la evolución humana. ¿No te parece que sería un descubrimiento absolutamente extraordinario?

Swift sonreía, pero al mismo tiempo era muy consciente de que no podía elaborar ninguna teoría sobre el puesto que debió de ocupar aquel espécimen en la historia de la evolución hasta que Stewart Ray Sacher le diera los resultados de las pruebas geocronológicas que iba a llevar a cabo. Apenas se atrevía a pensar en llevar hasta sus últimas consecuencias lo que los indicios que acababa de descubrir parecían apuntar. Y antes de construir la teoría que ya estaba tomando cuerpo y que empezaba a obsesionarla como un espectro silencioso, tendría que ser capaz de afirmar, desde el más puro escepticismo pero sin sombra de duda, la realidad de unos hechos.

Cuando Swift quería desterrar de su cabeza algo que la inquietaba, se sentaba al piano de cola y, con una dificultad considerable, ponía todo su empeño en interpretar una de las piezas del Clave bien temperado de Bach, que había aprendido a tocar ella sola. El primer preludio en do mayor con sus arpegios era el que más le gustaba; lo tocaba bien hasta que aparecía una fuga, que parecía retomar el tema principal con una voz distinta, más segura. Se preguntó si llegaría un momento en su trabajo en que la incertidumbre dejaría paso a una resolución como aquella que se expresaba en aquel preludio. En cuanto la analogía hubo tomado cuerpo en su mente, la fuga se desvaneció bajo sus dedos como se desvanecen los copos de nieve cuando los tocan unos dedos humanos.