Выбрать главу

Se levantó del taburete, cogió una cajetilla de Malrboro Light, encendió un pitillo con mucha calma y lo sostuvo como si fuera un globo deshinchado entre sus labios, que estaban despellejados después de tanto mordérselos. Arrojó la cerilla a una papelera que había debajo del piano sin advertir que no había encestado y que había caído sobre el parquet encerado.

Swift salió afuera a fumar. El cielo de Berkeley estaba, hecho insólito, tan negro que no le cupo más remedio que pensar en su propia insignificancia. Las estrellas, que parecían fijas, eran en realidad luz en movimiento que viajaba desde un punto del pasado en el que los primeros hombres se desplazaban sobre la tierra. O tal vez de un tiempo más remoto aún. Swift sintió un escalofrío, porque pensar que en aquel orden de cosas su persona era absolutamente irrelevante era en efecto estremecedor. Todas aquellas generaciones de antepasados, de precursores que la habían precedido y que habían permanecido en el olvido tanto tiempo, eran reconocibles a duras penas. Al alzar la vista y contemplar la terrible grandeza del techo de aquella inmensa basílica, deseó casi que la Iglesia católica hubiera tenido más éxito en su intento de aplastar la gran revolución astronómica y que hubiera quemado a Copérnico, a Galileo y a Kepler junto con Tycho Brache.

Sonó el teléfono. Tiró el cigarrillo al suelo, lo apagó con el pie y entró. Le bastó percibir la agitación y el entusiasmo en la voz ronca de Stewart Ray Sacher para que le diera un vuelco el corazón. Aun antes de que él le comunicara los resultados de las pruebas geocronológicas, Swift supo que su vida ya nunca volvería a ser igual.

Warren Fitzgerald, director del Laboratorio de Estudios Evolutivos Humanos y decano de la Facultad de Paleoantropología de Berkeley, se frotó con aire pensativo la barbilla mal afeitada. Una sonrisa encendía y apagaba sin cesar el rostro de rasgos correctos, pelo blanco y gafas de montura metálica del anciano profesor, que a Swift le parecía de una sabiduría casi beatífica. Fitzgerald, una de las autoridades más eminentes del campo de la evolución humana, era famoso entre el público no especializado por haber sido el invitado de la serie científica «Changes» del PBS, que había recibido varios premios. Oriundo de Boston, Fitzgerald hablaba con tal abundancia de vocales que a Swift le recordaba siempre a John F. Kennedy.

– Bueno, si tú y Sacher tenéis razón, Stella, aunque sea a medias, creo sin lugar a dudas que este hallazgo vendría a cambiar radicalmente nuestra concepción, en términos temporales, de la evolución de los homínidos. Como mínimo, el Ramapithecus volvería a cobrar importancia en la investigación sobre el origen del hombre. Pero comprendo, desde luego, tu cautela, dada la proximidad de nuestros amigos del IHO.

Volver a establecer la posición filética del Ramapithecus causará estragos entre los bioquímicos y su investigación en el campo de la filogenia molecular. No van a ahorrar esfuerzos para desacreditarte en cuanto des a conocer los resultados de tu investigación. Han tenido que soportar durante años la acusación de que la bioquímica no tenía sentido porque se apartaba de lo que apuntaban los fósiles. Y ahora tú vas y dices que los fósiles siempre han tenido razón.

– Me parece que no es exactamente eso lo que yo digo -repuso Swift-. Al menos de momento -añadió muy seria apartándose el pelo rojizo de la cara-. Mira, lo que dicen los bioquímicos es que los datos inmunológicos que explicarían la bifurcación entre el hombre y los grandes simios de África indican que ésta se produjo hace cuatro o seis millones de años. Puesto que los homínidos del género Ramapithecus se remontan al Mioceno superior, hace, pues, catorce millones de años, y puesto que el Sivapithecus, tan relacionado con el Ramapithecus, guarda al parecer más afinidades con el orangután que con los monos africanos, se ha aceptado comúnmente la hipótesis de que el Ramapithecus no es ningún homínido.

»Pero aquí tenemos un fósil que, según parece, posee las características tanto del Ramapithecus como del Paranthropus robustus. Además, es un cráneo que apunta con toda claridad a unos orígenes aparentes considerablemente más recientes que los de los ramapitécidos hallados hasta ahora.

Swift se puso en pie, entusiasmada, y empezó a andar de un lado a otro por el despacho atiborrado de libros de Fitzgerald mientras su propia teoría iba cobrando cuerpo.

– Muy bien -prosiguió-. Siempre hemos creído que el Ramapithecus vivió hace sólo catorce millones de años. Todo cuanto indica este cráneo es que este género pudo haber sobrevivido hasta fechas mucho más recientes de lo que habíamos sospechado. Hasta hace sólo cincuenta mil años.

– Esto es lo que me cuesta aceptar, Stella -gruñó Fitzgerald-. Esta idea de Sacher. El cadáver del glaciar. Hablar de cincuenta mil años es pura conjetura. ¿Y por qué no cien mil? ¿O ciento cincuenta mil? Pero incluso en este caso queda un vacío de catorce millones de años sin explicar. ¿De veras crees que alguna clase de ramapitécido pudo haber sobrevivido casi catorce millones de años?

Swift se encogió de hombros.

– Los dinosaurios sobrevivieron sesenta y cinco millones de años. Y eso no es nada en comparación con el celacanto. El celacanto abundaba en los océanos hace trescientos cincuenta millones de años. Pensamos que se habían extinguido hace unos sesenta millones de años hasta el día en que un pescador encontró un espécimen vivo en 1938. ¿Por qué razón, pues, no iba a poder sobrevivir sólo catorce millones de años un ramapitécido?

– ¿Cuántos análisis ha efectuado Sacher, Stella?

– Varios, y todos con diferentes resultados. Sostiene que puede haber muchas razones por las cuales haya más radiación natural en los dientes de la que esperábamos. Ha realizado la prueba de datación con carbono, pero sin que ésta aportara nada más preciso.

– Comprendo. ¿Y la muestra de roca que le entregaste?

– Según Sacher, la muestra de roca demuestra que el entorno en el que se movía el espécimen debió de carecer originariamente de carbono-14.

Fitzgerald dejó escapar un suspiro y movió la cabeza.

– Con todo el dinero que nos gastamos en sus dichosos aparatitos, va y nos dice que lo que pasa es que hay algo en las muestras que falla. Si tengo que serte franco, Stella, nunca he comprendido por qué deberíamos aceptar que la cantidad de carbono radiactivo que se produce en la atmósfera sea siempre constante. ¿Sabías que Sacher analizó una vez la cantidad de carbono radiactivo de una uña viva y el resultado fue que su propietario llevaba tres mil años muerto?

– Ya lo había oído -admitió.

– Bueno, querrás un permiso para dejar las clases temporalmente y dedicarte a la investigación, ¿verdad?

– Sí, en efecto. En este momento estoy redactando y elaborando una solicitud para conseguir una subvención de la Fundación Nacional de la Ciencia y de la National Geographic Society con el propósito de ir al Himalaya a estudiar in situ el entorno donde fue hallado el cráneo.

– Supongo que sabes que soy miembro del comité asesor de la Fundación Nacional de la Ciencia.

En el mundo de la investigación científica académica, las solicitudes para la concesión de subvenciones se dejan en manos de relevantes expertos, que son quienes pueden juzgar los méritos de las personas que las presentan.

– Sí, ya lo sé.

– En este momento andamos bastante escasos de dinero. Así que en tu lugar me dirigiría primero a la National Geographic. Y si consigues la subvención, Stella, podrías llegar a ser famosa.