– Dios mío, tienes una pinta horrible.
Jack soltó una fuerte risotada, se rascó los testículos con una expresión ausente en la mirada, intentó deshacerse del mal sabor que se le había pegado a la boca y echó una ojeada al reloj.
– Swift, ¿qué caray haces aquí a estas horas? -le preguntó bostezando-. Mejor dicho, ¿qué caray haces aquí?
– El teléfono. Lo tienes descolgado.
– ¿De veras?
– Hace días que intento hablar contigo.
– Tampoco es nada fácil contactar contigo -repuso con desdén-. Desde que desapareciste aquella mañana te llamé varias veces, te dejé mensajes en el buzón de voz, te dejé recados por todas partes.
Jack recogió la botella vacía del suelo.
– Me tenías preocupada.
– Y una mierda -le espetó inspeccionando la botella; al comprobar que estaba vacía, hizo una mueca y negó con la cabeza-. Te conozco. ¿O se te ha olvidado? Tú quieres algo. Por eso has venido hasta aquí. Lo sé. ¿Por qué, si no, te has puesto tan sexy? -Señaló con un gesto de la cabeza las prendas que lucía ella, como si fuera del todo evidente-. Cariño, vas elegantísima.
Debajo del largo abrigo de lana, Swift llevaba una minifalda rosa, una blusa blanca y un chaleco de toile de jouy de color rojo y dorado con escenas de un friso de una misteriosa villa de Pompeya.
– Jack, eso no es verdad.
– Mira qué chaleco te has puesto. Si no estuviera tan dormido como estoy, me apuesto a que vería por ahí fuera a un tío empalmado. -Se pasó la lengua por los labios, enfebrecido-. Tú sólo te pones una minifalda cuando quieres conseguir algo.
– Te ha ocurrido algo, ¿verdad?
– Normalmente ocurren cosas.
– Algo más bien desagradable.
– Llámalo una pena con efectos retardados. -Jack se encogió de hombros-. Didier era un buen amigo.
Swift se quedó pensativa un momento y asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no me dejas que te prepare el desayuno?
Jack entornó los ojos.
– Todavía no sé qué quieres, pero pronto lo sabré.
– Me he ofrecido a prepararte el desayuno, nada más.
Jack se tiró de la punta del pene casi inconscientemente, y Swift pensó que parecía un niño pequeño intentando consolarse.
– Tengo un poquito de hambre -admitió.
– Mientras lo preparo, tú te duchas -le dijo ella-. Y te pones ropa limpia. Y cuando hayas terminado de desayunar, ya hablaremos.
– Me figuro que no habrás traído nada de alcohol -dijo él con vaguedad-. Ya sabes, para quitarme la resaca.
Swift negó con la cabeza y Jack se encogió de hombros.
– Sí, me apetece un buen desayuno -reconoció-. Pero con una condición: que no me eches la bronca. Si cojo una cogorza es cosa mía, ¿de acuerdo? No quiere decir que sea un borracho. Estoy en mi casa y hago lo que me da la gana, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Esto tiene que quedar muy claro, ¿vale?
– Vale.
– Porque no estoy de humor. -Se le había puesto duro el pene y empezó a sonreír-. Me imagino que no te apetecerá echar un polvo antes de desayunar, ¿o sí?
– Dúchate primero -le contestó ella-. Y mejor será que lo hagas con agua fría.
Jack terminó de comer los huevos con jamón, apuró la taza sorbiendo el café ruidosamente y miró con creciente desconfianza el ordenador portátil que asomaba de la bolsa de Swift. Una vez duchado y afeitado, y vestido con una camisa limpia y vaqueros, parecía otro hombre. Y hablaba también como un hombre distinto.
– Me encuentro muchísimo mejor. Gracias por tu delicioso desayuno. Y te agradezco que hayas venido. Me he sentido bastante solo estos días.
– ¿Cuánto bebiste?
– ¿De whisky? Sólo una botella. -Se encogió de hombros casi imperceptiblemente, con timidez-. Nunca he tenido buen saque.
Swift asintió esperando que surgiera el momento oportuno para abordar el tema que la había llevado hasta allí. Se reclinó en la silla, le cogió un pitillo a Jack y lo encendió. Durante un momento, ella fingió que la distraía el ruido que llegaba del exterior de unos grajos que se peleaban en un árbol y que se veían por la ventana de la cocina. De repente rompió el silencio.
– ¿Qué tal te fue con los de la National Geographic?
– Ya sabes cómo son. -Jack se encogió de hombros-. Burócratas. Me hicieron la vida imposible por unos dólares que pagué en concepto de indemnización a los familiares de los sherpas que murieron. ¿Te lo puedes creer? -Negó con la cabeza y lanzó un triste suspiro-. Son un hatajo de contables mezquinos.
– No te habrás peleado con ellos, ¿verdad?
– No, no me he peleado con ellos.
Aquellas palabras habían salido de la boca de Swift con demasiada rapidez.
– ¿Por qué lo dices? -le preguntó él frunciendo el ceño-. ¿Qué más te da a ti si me peleo con ellos?
– No seas tan susceptible, Jack. Ellos son tus principales patrocinadores, ¿no? -Cambió de posición, incómoda-. Se me hace difícil imaginar que puedas enemistarte con ellos tontamente. Hoy en día son los contables quienes dirigen el mundo. Mejor será que vayas haciéndote a la idea de que es así.
– Si tú lo dices.
Swift cruzó los brazos y se acercó a la ventana; tenía la impresión de que todavía no se había presentado el momento de hablar del objetivo principal de su misión.
– Me encanta este sitio -dijo con calma.
– Si tú lo dices.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a beberme otra taza de café.
– Me refiero a qué planes tienes, Jack.
– Descansar un tiempo. Después no lo sé. Me imagino que volveré y escalaré los picos que me faltan. Supongo que en solitario. La Torre de Trango no está mal, por lo difícil.
– No pareces muy convencido.
– ¿Qué quieres que te diga? -Jack volvió a fruncir el ceño-. A eso has venido, ¿verdad? Sea lo que sea lo que te traes entre manos, a eso has venido.
– ¿De qué estás hablando, Jack?
– De la razón por la cual estás aquí.
Swift, enfurecida, dio una patada en el suelo.
– ¿No puedo hacer nada por ti sin que pienses que tengo algún motivo oculto? ¿Por qué tienes que ser tan desconfiado, Jack?
– Porque te conozco. No eres la madre Teresa. Es algo relacionado con el dichoso fósil, ¿verdad?
Aparentando enojo, Swift no dijo nada. Las cosas no iban por el camino que ella había imaginado.
– ¿Verdad? -repitió Jack.
– Muy bien. Pues sí -contestó Swift con brusquedad.
Jack hizo una mueca.
– Ahora eres la Swift que yo quiero.
Jack se inclinó, le cogió la mano y la arrastró hasta la mesa de la cocina.
– ¿Por qué no te sientas y yo intentaré no mirar esta exigua falda que llevas, si es que se la puede llamar falda, mientras tú me cuentas qué es lo que quieres exactamente?
Swift se sentó de cara a él con las rodillas apretadas y una sonrisa en la boca. Luego las abrió y las cerró rápidamente provocándole en broma y riendo.
– Creo que se trata de un nuevo espécimen tipo -dijo entusiasmada.
– Pues qué bien, ¿no?
– Es fantástico.
Sacó el Toshiba de la bolsa, lo colocó encima de la mesa, levantó la pantalla y lo encendió. Se oyó un ruido como el de una pequeña aspiradora, y el ordenador empezó a emitir un chirrido sordo, señal de que estaba leyendo un disco compacto.
– Un espécimen tipo es el estandarte de una nueva especie, un fósil con el que tendrá que cotejarse cualquier material fósil que se le asemeje. Es el sueño de todo paleoantropólogo, Jack. Espero que, con el tiempo, todas las citas formales que hagan referencia a él incluyan el nombre o el número de la especie y el autor con él asociado, es decir, yo. Pero todos hablarán de él empleando su nombre popular. Nadie habla del cráneo 1470, todo el mundo habla de Lucy, a eso me refiero. Jack asintió.