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Perrins pasó las páginas.

– Tragedia en el Himalaya del «trepador de rocas» -dijo de pronto Brindley, echando una ojeada a una fotografía que mostraba a dos alpinistas, y empezó a leer en voz alta la breve reseña que había escrita debajo.

– «Jack Furness, el "trepador de rocas" más grande de Norteamérica, abandonó su proyecto de escalar los catorce picos más altos del Himalaya y regresó a California, donde vive, después de la trágica muerte de su compañero de cordada, el alpinista canadiense Didier Lauren. Lauren y Furness formaban un equipo de escaladores de fama internacional cuyas primeras ascensiones en ensemble ligeras, sin parangón en la historia del alpinismo, fueron una fuente de inspiración para toda una generación de escaladores de estilo clásico norteamericanos. Furness y Lauren, que habían obtenido dos subvenciones de investigación de la NGS, escalaban la vertiente suroeste del Annapurna cuando les sobrevino la catástrofe.»

Perrins lanzó un suspiro y alzó la vista.

– ¿A qué viene esto, Dunham?

– Sigue leyendo -insistió Brindley.

Perrins leyó el resto del artículo en silencio. Cuando terminó, asintió con la cabeza.

– Podría ser -admitió.

– Se encuentra aquí, en Washington. Se aloja en el Jefferson.

– ¿En el Jefferson, dices? -Perrins parecía impresionado-. Yo hubiera dicho que un tipo acostumbrado a estar tanto tiempo al aire libre como él estaría más a gusto en un Howard Johnson.

Brindley negó rotundamente con la cabeza.

– Furness es una celebridad.

– Será por eso que nunca he oído hablar de él.

– Se escriben libros sobre él. Los directores de cine lo llaman. Hizo de doble de Stallone en una película, se encargó de todas las escenas peligrosas. Ha ganado muchísimo dinero. Estudió en la Universidad de Oxford con una beca Rodhes.

– Eso, Dunham, no significa nada de nada. También a Clinton le concedieron una beca Rodhes.

– Sólo quiero que entiendas que no es ningún memo que apeste a humo de hoguera de campamento.

– De acuerdo, de acuerdo, es Gore Vidal. ¿Y qué hace en Washington?

– Presentar una solicitud para una subvención. Él y una antropóloga llamada Stella Swift quieren volver al Santuario del Annapurna a buscar fósiles.

– Santo cielo. ¿Es que no leen los periódicos? En cualquier momento puede estallar la guerra en el Punjab.

– Pero el Punjab está a tres o cuatro mil kilómetros.

– Muy cerca si resulta que estalla una guerra nuclear.

– Por eso mismo deberías ser consciente de lo valiosos que son para ti, Bryan. No hay muchas personas dispuestas a pedir dinero para irse al escenario de una posible contienda armada.

– Entendido: la presencia de una expedición científica en aquella zona sería para nosotros la tapadera ideal.

– Las solicitudes de subvención se dirigen al Comité de Investigación y de Exploración. Está integrado por unas dieciséis personas. Cada una de ellas escribe una crítica de la solicitud y la evalúa según una clasificación que va de excelente a pobre. Una vez leídas las críticas, se hace un promedio de los resultados de las evaluaciones y se concede o no la subvención. Sobre el papel, su solicitud no tiene pegas. Cosa que me recuerda…

Brindley cogió el maletín y extrajo un documento encuadernado y grueso como el guión de una película. Lo dejó sobre la mesa, encima de la revista, y volvió a reclinarse en el sillón.

– Te he traído una copia. Yo no formo parte del comité, y éste es el problema. Por lo que me han dicho, no han aprobado la solicitud.

– ¿Y por qué no?

– Andan algo escasos de dinero, y por eso la cantidad destinada a este tipo de investigaciones es ahora muy pequeña. Me temo que no hemos tenido más remedio que apretarnos el cinturón.

Los ojos inteligentes de Perrins repararon en el cinturón de piel carísimo que su interlocutor llevaba ajustado a unos pantalones de un traje Brook Brothers, y sonrió imperceptiblemente. Junto a la hebilla de latón se veía en la piel del cinturón un trozo más oscuro, claro indicio de que Brindley, de grueso vientre, había tenido que aflojárselo.

– Ya entiendo -dijo Perrins secamente mientras cogía la pluma estilográfica-. ¿Y quién está en el comité? Tal vez podamos conseguir que cambien de decisión.

– Brad Schaffer. Es amigo mío. Ya lo conoces. Creo que si le contamos cuál es la situación, nos podrá ayudar.

– ¿Te refieres a que nos ayudará si le contamos la verdad? ¿O te refieres más bien a que nos ayudará si le contamos lo que nos convenga a nosotros, sin necesidad de poner en peligro la seguridad transmitiendo información confidencial?

– Me refiero a que podemos convencerlo contándole lo que sea.

– Tal vez. ¿Y los demás?

– En la revista viene una lista de los nombres de todos ellos. Es un «Quién es Quién» internacional. Dicho en pocas palabras, los del Consejo de Administración se encargan de conseguir dinero, y muchas veces lo ponen de sus propios bolsillos.

Perrins hojeó su ejemplar del National Geographic hasta que encontró una página completamente llena de nombres. Eran los nombres de personas relacionadas con la revista o la sociedad. Muchos de ellos figuraban en el Consejo de Administración y las compañías a las que representaban le eran familiares. Uno de los nombres le llamó la atención.

Joel Beinart, que, entre otros cargos, desempeñaba el de presidente de la Corporación Semath.

– El conglomerado de electrónica. Sí, ya lo conozco.

– Yo también -dijo Perrins-. Fue secretario de Comercio. Trabajamos juntos en muchas ocasiones. Comercio escogía con frecuencia un país o un área de actividad financiera y luego nos pedían a nosotros que les mandáramos informes sobre los hombres de negocios apropiados. Beinart ha mostrado siempre mucha comprensión hacia los objetivos de la Agencia. Tal vez él pueda proporcionarnos una tapadera. Organizar lo que los rusos llaman «una operación conjunta». Con una inyección de dinero del gobierno a través de la Semath, Schaffer podría convencer a los del Comité de Investigación y de Exploración para que cambiaran de parecer.

– Mira que hace años que te conozco, Perrins, y todavía me sorprendo cuando te oigo expresar mis propias ideas como si las hubieras parido tú.

– Calla -sonrió Perrins-. Por cierto, ¿qué cuesta montar este tipo de expedición?

– Esto consta en la solicitud de la subvención -respondió Brindley-. Si la memoria no me falla, creo que querían una cantidad que rondaba los setecientos cincuenta mil dólares. Sin contar con lo que aporten los patrocinadores privados.

– No van a tener tiempo de encontrar patrocinadores -afirmó Perrins-. Tres cuartos de millón, ¿eh? ¿Sabes lo que esta cantidad representa para el presupuesto de Defensa de 1996?

Brindley se encogió de hombros.

– Pues te lo digo. -Con una mueca de colegial en el rostro, Perrins se puso a teclear números en su ordenador-. Cerca de dos minutos.

– Ya me figuraba que sería algo irrisorio.

– ¿Qué puedes decirme de este tal Furness? -preguntó Perrins-. ¿Crees que podremos hacerlo nuestro?

– Supongo que sí. Hizo un anuncio publicitario de unos bonos muy turbios para la televisión, así que no debe de ser hombre de principios.

– ¿Y ella?

– No sabría decirte. Me parece que es australiana o inglesa. Algo así.

Perrins se inclinó hacia adelante y pulsó un botón del interfono.

– Connie, ¿puedes traerme los expedientes de…? -Echó una ojeada a la solicitud de la subvención y leyó los dos nombres que figuraban en la portada-. De un tal Furness. F-U-R-N-E-S-S. Y de una tal doctora Stella Swift, se deletrea como el pájaro, de la Universidad de California, de Berkeley. Oh, y pregúntale a Chaz Mustilli si puede venir a verme aquí al despacho. Gracias, Connie.