Soltó el botón, hojeó la solicitud que tenía ante él y echó una rápida ojeada a los objetivos de la expedición que constaban en ella.
– Fósiles humanos, ¿eh?
– Paleoantropología -dijo Brindley asintiendo con la cabeza-. ¿No has oído hablar de ella? Es la nueva religión.
– La gente tiene que creer en algo -comentó Perrins encogiéndose de hombros-. Si tengo que serte franco, yo soy incapaz de imaginarme a un Dios que prefiere ir a misa que ir al cine.
– No salgamos esta noche -dijo Swift-. Quedémonos a cenar en el hotel.
Estaba viendo el telediario.
– Pero si ayer cenamos aquí -protestó Jack-. ¿No prefieres que vayamos a otro sitio?
– No me apetece ir a ningún lado. Lo único que me apetece es quedarme aquí y compadecerme de mí misma.
– Bueno, si es eso lo que quieres.
– Mierda. ¿No te parece increíble?
– ¿Qué?
Swift señaló la televisión.
– Las noticias -dijo abstraída-. El secretario de Estado ha logrado convencer a los indios y a los pakistaníes de que se abstengan durante tres meses de pasar a la acción.
– ¿Y qué hay de malo en ello? -preguntó Jack, extrañado.
– Nada -respondió Swift encogiéndose de hombros-. Sólo que tres meses nos hubieran venido de perlas para ir al Nepal y poder salir del país sin problemas.
– Tres meses es lo que lleva, como mínimo, preparar la mayoría de las expediciones -comentó Jack.
– Ésta no tiene nada que ver con la mayoría de las expediciones. Bueno, tenía.
Swift le besó en la mejilla.
– Voy a bañarme, Jack.
– ¿No puedo quedarme y mirarte?
Ella se rió flojito, azorada. Había veces en las que Jack tenía salidas de colegial. Pero desde que volvía a acostarse con él, había caído en la cuenta de lo mucho que lo había echado de menos, aun sin saberlo.
– ¿Por qué no nos vemos luego en el bar?
– La verdad es que me sentaría bien tomarme una copa -reconoció Jack-. Detesto los comités. -Sacudió la cabeza con rabia-. No lo entiendo, no entiendo por qué nos la han denegado.
– Pero ¿qué dices? Si tú me advertiste de lo difícil que lo teníamos. -Swift se encogió de hombros con garbo-. Además, me la han denegado a mí. A ti te han dicho que, si lo deseas, puedes volver y escalar todas las cumbres que te quedan por escalar.
– Esto no es lo que yo quiero. Ya no.
– Bueno, todavía nos queda la Fundación Nacional de la Ciencia. En el comité de selección está Warren Fitzgerald. Es el decano de la Facultad de Paleoantropología de Berkeley.
– Conque para hacer carrera no importan tanto los conocimientos como los conocidos, ¿eh?
– De hecho, los conocidos tampoco. Sólo con quién te acuestas.
– No lo dirás en serio.
Swift se echó a reír.
– Es un poco así. Me parece que, desgraciadamente, en estos momentos los de la Fundación no andan precisamente boyantes.
– Ya encontraremos quien nos financie. Ya verás. A lo mejor conseguimos dinero de un periódico o de una cadena de televisión. Seguro que hay muchísima gente dispuesta a embarcarse en una aventura como ésta. Si pudiéramos contarles la verdad, si pudiéramos decirles cuál es en realidad el objetivo de la expedición…
– Ni hablar -dijo Swift con firmeza-. No nos conviene nada que los medios de comunicación metan sus narices en esto antes de que nos hayamos puesto en marcha. No hay que abandonar el plan inicial. Ni una palabra sobre la posibilidad de que Esaú esté vivo. ¿De acuerdo?
– Sí, tienes razón.
Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se fue hacia el cuarto de baño.
– Nos vemos abajo.
El salón del Jefferson parecía el salón de una casa del siglo xviii. Encima de la chimenea de mármol verde y blanco, en la que chisporroteaba un tronco muy grande, había un retrato de Thomas Jefferson, que aparecía junto a su perro, un lebrel blanco de carreras que husmeaba la mano de su amo.
Jack se sentó en una gran butaca, pidió un whisky al camarero y se repantigó para contemplar el fuego a sus anchas. El viento huracanado azotaba las ventanas con tal furia que lo transportó al Himalaya. En las noches frías como aquélla se alegraba de estar recogido. La comida de Virginia del chef del hotel, que gozaba de gran fama, era justo lo que más le apetecía. Cuando le sirvieron la copa, la cogió entre las palmas de las manos y estuvo un buen rato así, sin bebérsela. Después la apuró y pidió otra lamentando no haber cogido un buen libro o una buena revista, porque Swift tenía la costumbre de pasarse horas en el cuarto de baño. Como casi todas las mujeres.
– ¿Señor Furness?
– ¿Hum?
Jack alzó la vista, que tenía clavada en la lumbre, y vio ante sí a un hombre de elevada estatura, ataviado con un blazer muy conservador que parecía de una talla ligeramente superior a la suya, a pesar de lo cual su aspecto era el de una persona en plena forma física.
– Espero que me disculpe por haberle interrumpido, señor -se excusó el intruso, quien, señalando a una butaca, preguntó-: ¿le importa que me siente?
Jack lo invitó a tomar asiento y leyó la tarjeta de visita que le había dado.
– «Jon Boyd, director, Instituto de Investigación Alpina y Ártica.» ¿Qué puedo hacer por usted, señor Boyd?
El camarero llegó con la copa de Jack, y Boyd le entregó su tarjeta de crédito, le pidió un Daiquiri y le dijo que le cobrara las dos copas. Al estirar los brazos para acercar sus manos al fuego, Jack advirtió que tenía grabado en la piel un impresionante tatuaje. Por su pelo cortado al rape, su mandíbula cuadrada y su bigote corto, Boyd le recordaba un clon gay de los que todavía podían verse en el barrio Castro de San Francisco. Dejando a un lado el blazer, que parecía lo que se ponen los militares cuando no están de servicio.
– Lo malo de la madera es que no contiene mucho calor -gruñó, y acto seguido cambió bruscamente de tercio-. Para serle franco, he venido porque espero que pueda usted ayudarme.
– ¿Ah, sí? ¿En qué puedo yo ayudarle?
– Soy geólogo -explicó Boyd-. Pero desde hace un tiempo me dedico a la meteorología. ¿Tiene usted nociones de climatología, señor Furness?
– En mi trabajo no tener nociones de meteorología puede costarte la vida -repuso Jack-. Me temo que es un tema recurrente en la conversación de la mayoría de los alpinistas. Aprendes a mezclar unos cuantos conocimientos teóricos con la infinidad de situaciones reales que te brinda la experiencia. Pero, en gran medida, es sólo cuestión de escuchar los pronósticos de los partes meteorológicos que dan por la radio. Yo soy un experto en escuchar partes meteorológicos.
– ¿Le dice algo el término katábico?
– Es un viento que se forma cuando el aire frío de un terreno de gran altura se condensa lo suficiente para escurrirse hacia abajo, ¿no?
– Exacto.
– Sé lo bastante de este fenómeno como para ser consciente de que no hay que acampar nunca en el fondo de un valle ni en depresiones, si se quiere pasar una noche tranquila -aclaró Jack.
– En la meseta antártica estos vientos alcanzan a veces velocidades tremendas -comentó Boyd-. Y como consecuencia se llevan la nieve recién caída. Por eso he venido: la nieve y el hielo. Mire, yo estoy especializado en la investigación de los factores climáticos que afectan a la conservación de la nieve.
El camarero volvió con las copas, y los dos hombres se quedaron mirando los vasos un momento, en silencio.
– ¿La nieve? -Jack hizo un esfuerzo por simular interés, aunque estaba ya arrepintiéndose de haber sido tan tolerante con aquel intruso-. ¿Qué interés puede tener alguien en conservar la nieve?
– La nieve y el hielo. En concreto, el efecto del calentamiento global de grandes capas de hielo.