– Es vital obtener unos datos que sean lo más exactos posible, de lo contrario acabaremos por comprometernos en la consecución de objetivos innecesarios que con casi toda seguridad tendrán un efecto negativo en el crecimiento económico norteamericano.
– ¿Y si los datos que obtiene usted no confirman las teorías de su instituto? -preguntó Jack-. ¿Qué ocurrirá entonces?
– Para serle honrado, eso no soy yo quien tiene que decirlo. Yo soy sólo un científico, Jack. Algún día los gobiernos tendrán que poner fin a las emisiones de CO2. Y cuando lo hagan, saben que va a ser una medida impopular. Impopular es poco. No hay ningún político que quiera demorar hasta el último momento la adopción de medidas impopulares.
– Me imagino que funciona así -intervino Jack-. ¿Pero quince días? ¿Tiene usted idea, o tú, Swift, del tiempo que hace ahora allí?
Jack apuró la copa de champán, pensativo, antes de seguir hablando.
– Dejando a un lado los efectos de la altura, tendremos que soportar vientos fortísimos, temperaturas tan bajas que ni siquiera se registran y menos de siete horas de luz al día. No son precisamente las condiciones ideales para realizar una expedición científica.
Boyd se encogió de hombros.
– Pido disculpas si lo que voy a decir suena como si yo quisiera competir con usted, a ver quién lo ha tenido más crudo, pero la verdad es que mi viaje a la Antártida no fue lo que se llama una excursión de colegiales que se van a pasar el domingo al campo. Y como ya he dicho, el instituto va a mandar los instrumentos, aparatos y prendas más modernos. Algunos de los que utilizamos nosotros en el polo fueron elaborados y diseñados por la NASA. Son el último grito.
Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– Yo no pongo ningún inconveniente, señor Boyd. ¿Qué dices tú, Jack?
Este último miró absorto su copa vacía y asintió, sombrío.
– Por más piezas que se lleven, nunca se llevan bastantes. Las cosas se tuercen. Ocurre lo imprevisto. En un lugar como el Himalaya todo esto sucede. ¿Conque un equipo de la NASA que es lo último de lo último? Puede estar usted seguro de que lo vamos a necesitar. Porque en invierno el Himalaya es un lugar tan frío e inhóspito como… como la superficie de Plutón.
Jack tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
Cuando Boyd se fue por fin del hotel, él y Swift se sentaron a una mesa del comedor y cenaron espléndidamente. Habría podido disfrutar más de aquellos platos exquisitos si no le hubiera preocupado tanto el hecho de no hallar una explicación verosímil al súbito cambio de decisión del comité. Aquella pregunta sin respuesta le atormentaba insidiosamente como un persistente dolor de muelas.
– Encuentro tu actitud muy perversa -le dijo ella-. Hemos conseguido el dinero e incluso un margen de tiempo.
Jack gruñó, estupefacto.
– Me refiero al período de reflexión de tres meses. ¿Qué más queremos? Nos han regalado un coche envuelto con un lazo de color de rosa y tú vas y quieres revisar los neumáticos.
– Alguien tiene que hacerlo si queremos evitar accidentes.
– No veo por qué.
– Las compañías no sueltan un millón de dólares así por las buenas. Hay gato encerrado.
– Pero si ya te lo he dicho, es sólo que les ha interesado nuestra propuesta.
– Tú serías capaz de aceptar una subvención fueran cuales fueran las razones por las que te la concedieran. Si Jimmy Hoffa se presentara con un maletín lleno de billetes, no le harías ni una pregunta. ¿Tengo razón o no la tengo?
A Swift le divertía aquella conversación.
– Puede.
– ¿Quién es aquí el perverso, entonces? ¿No hay una parte de ti que desee saber la verdad de todo esto? ¿Cómo te puedes lanzar así, sin ninguna cautela?
– Muy bien, pues. Explícame por qué debería desconfiar. ¿Es porque alguien se imagina que el verdadero objetivo de la expedición es que vamos en busca de un yeti? Si acaso, lo que pienso es que, si realmente lo creyeran así, esto sería una causa para no darnos un millón de dólares, ¿no lo ves tú así? ¿Qué indicios tenemos para desconfiar? Por favor, Jack, me gustaría que me contestaras.
– Me huelo que hay gato encerrado. Me lo huelo, pero no puedo explicarlo.
– No pones mucho empeño en ello, que digamos. Soy científica. Necesito algo más que una impresión inexplicable, Jack.
Swift se puso en pie.
– Me voy a la habitación. ¿Vienes?
– No, voy a dar un paseo. Necesito aire fresco para aclararme las ideas.
– Me parece muy bien. Siempre que bebes vino, te vuelves paranoico.
En el vestíbulo se despidieron secamente. Cuando Jack iba a salir, el recepcionista le llamó.
– Señor Furness, ha llegado un paquete para usted, señor.
– ¿Un paquete? ¿Para mí? No espero ningún paquete.
– En la etiqueta viene su nombre, señor.
– Gracias, Harvey.
Desconcertado, Jack se aproximó al mostrador y examinó el paquete; en seguida reconoció las señas de la White Fang, su patrocinador. En el interior había una nota de Chuck Farrell y varios pares de unos pies de gato adherentes de un material nuevo, todos del número que calzaba Jack. El recepcionista le observaba atentamente. Jack sacó un par de pies de gato que se ajustaban con Velero y que eran de colores vivos y estaban adornados con motivos de los indios navajos; se parecían más a unos mocasines que a un calzado para escalar.
El conserje leyó el nombre que figuraba en la caja de los zapatos.
– Zapatos Brundle -dijo-. ¿Qué son los zapatos Brundle?
– ¿Vas mucho al cine, Harvey?
– Algunas veces.
– ¿Has visto una película que se llama La mosca? Basada en el doctor Martin Brundle. El personaje de Jeff Goldblum.
– Sí, ya me acuerdo -repuso Harvey-. Pero sigo sin entender la relación.
– Son zapatos de escalador.
– Zapatos de escalador. Ah, pues me parecen muy cómodos.
– Pues a mí no -comentó Jack-. Ya no. Te los puedes quedar. Un regalo de Navidad.
– Gracias, señor Furness. ¿Pero dónde se puede escalar por aquí cerca?
– Puedes intentar escalar el monumento a Washington.
Salió a la calle Dieciséis y, envuelto por el frío glacial, se dirigió hacia el sur; al pasar por delante de una mansión muy recargada que albergaba la embajada rusa, se rió en voz queda para sí. El monumento a Washington. Eso sí era escalar. Un obelisco de granito de Nueva Inglaterra de ciento cuarenta metros de altura. Lo que le asombraba es que no lo hubiera intentado antes. Hubo un tiempo en que el mero hecho de pensarlo le hubiera incitado ya a la acción.
En la esquina de la calle M giró hacia la derecha y sus pasos le llevaron automáticamente al edificio de la National Geographic. En la penúltima planta, la que ocupaba la dirección, había un par de luces encendidas. Allí se tomaban todas las decisiones, incluso aquellas que no se podía explicar. ¿Por qué habían cambiado de parecer y en un tiempo tan corto, además? ¿Tenía algo que ver con el período de reflexión de tres meses negociado por el secretario de Estado?
Aquella forma de actuar era del todo incomprensible. Era totalmente inusitada. ¿Qué razones se ocultaban tras aquella decisión precipitada e inaudita? ¿Qué podía ser, que él no veía? Swift tenía razón, no bastaba con dejarse llevar por una corazonada. Decidió subir allí con la intención de que le dieran una respuesta a sus preguntas. Jack intentó abrir la puerta de entrada al edificio pero estaba cerrada. Entonces se dijo que era absurdo intentarlo; aunque hubiera alguien, le soltarían el rollo que le habían soltado a Swift sobre los contables de la Corporación Semath y el año fiscal.
Siguió andando sin dejar de mirar fijamente la parte superior del edificio y las luces encendidas, y al dar la vuelta a la esquina vio que alguien muy negligente había dejado una ventana abierta en la planta superior, justo en el ángulo del edificio. La luz estaba apagada, pero se veían claramente unas cortinas que ondeaban en el aire nocturno como las velas de un barco que hubiera soltado amarras.