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Tal vez lo único que tenía que hacer, para averiguar por qué habían cambiado de opinión, era subir, entrar por la ventana abierta y meterse en algún despacho en busca de una prueba. En el despacho de Brad Schaffer, del Comité de Investigación y de Exploración, por ejemplo. Encendería el ordenador. Abriría una carpeta y encontraría el documento que necesitaba. Qué fácil parecía. Escalar la fachada, entrar y husmear. No ofrecía ninguna dificultad, pues ni siquiera era un edificio muy alto. En Washington estaba prohibido edificar por encima de una determinada altura, que correspondía más o menos a la altura de la cúpula del Capitolio y del monumento a Washington; así, desde el centro de la ciudad, siempre se podía ver el cielo y el Capitolio. Unos trece pisos. La Pirámide del Transamérica que había escalado para el anuncio aquel de los bonos tan turbios era muchísimo más alta. En comparación, el edificio que tenía ahora ante sí parecía cosa de niños.

Jack se apresuró a volver al hotel mientras el corazón le latía alocadamente, de lo agitado que estaba al verse ya en acción. Quién sabe si no tenía que estar agradecido por haber bebido. La valentía que infunde el alcohol le bastaría si no podía contar con nada más. Puesto que quería volver a escalar paredes rocosas cortadas a pico, escalar ahora aquel edificio era una buena forma, y rápida, de recobrar el ánimo. O esto o iba a ser una manera muy fácil de matarse.

El recepcionista estaba sentado detrás del mostrador leyendo el Post.

– Dame aquel par de zapatos, haz el favor -le dijo Jack.

– No faltaba más, señor Furness.

Jack se quitó el abrigo. Vestía un jersey de cachemir de cuello vuelto y vaqueros. Se sentó detrás del mostrador y se quitó los mocasines y los calcetines.

Se ajustó bien los zapatos Brundle y se levantó, flexionando los pies. Qué cómodo era el nuevo calzado de Chuck. Puso un pie plano sobre el suelo de mármol y apretó con fuerza. La suela apenas se movió.

– No está mal -murmuró-. No está nada mal, Chuck. -Echó una mirada por la parte del interior del mostrador-. ¿No tenéis tiritas?

El recepcionista sacó un botiquín y Jack cogió unas tiritas.

– ¿Y no tendréis por casualidad talco?

– ¿Talco? -El recepcionista se quedó pensativo-. No, señor. Talco no tenemos. Pero en el gimnasio hay resina. Se la ponen cuando hacen ejercicios en las anillas. ¿Le sirve?

Jack hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Voy a buscarla.

Jack empezó a envolverse los dedos con las tiritas bien fuerte para que los tendones le quedaran lo más rígidos posible sin cortar la circulación. Había desechado la idea de ponerse guantes. Hacía muchísimo frío pero temía que le impidiesen agarrarse con la suficiente precisión y acoplarse perfectamente a la estructura de la superficie del edificio. Lo único que esperaba era poder llegar arriba antes de que se le entumecieran los dedos.

Llegó el recepcionista con una bolsita de resina y se la entregó.

Jack dio media vuelta y se fue hacia la puerta de salida andando ágilmente.

– No va a escalar el Obelisco, ¿verdad, señor?

– Esta noche no -contestó Jack, y salió precipitadamente a la calle.

En su interior, la voz de la sensatez, aunque no muy audible, insistía en hacerle ver la locura de lo que se proponía emprender. Aunque lograra llegar hasta la ventana abierta, ¿qué iba a conseguir con ello? ¿Dónde encontrar lo que buscaba? A aquellas alturas, la expedición nocturna había dejado de ser un simple robo perpetrado por un inocente aficionado. Un peso añadido, y decisivo, lastraba ahora aquella escalada, que le ofrecía una última oportunidad de seguir con éxito su carrera.

Con toda la calma de que fue capaz, pasó por delante de las oficinas de la National Geographic sin detenerse. Lo último que podían imaginar los vigilantes es que alguien entrara por una ventana del último piso que resultaba estar abierta. Jack siguió andando. Cuando escaló el Transamérica, planeó hacerlo por el ángulo del edificio; era una suerte que la ventana que estaba abierta se encontrara justo en el ángulo del edificio de las oficinas de la National Geographic.

Jack echó una mirada en torno a él y, al ver que la calle M estaba desierta, dio un salto y se agarró con una mano al saliente de la primera ventana, que tenía una profundidad de unos ocho centímetros. Lo más difícil era siempre empujarse hacia arriba haciendo toda la tracción con un brazo. Asió con la mano otro punto de apoyo y subió un pie soltando un gruñido tan fuerte que temió que alguien lo hubiera oído. Trepó por el saliente, rozando casi con la cara el cristal frío de la ventana, hasta que estuvo a una altura de unos tres metros por encima del suelo. Respirando trabajosamente después de este primer esfuerzo realizado, fue reptando por la fachada del edificio en dirección a la ventana abierta situada en el ángulo.

El edificio era de cristal, de líneas netas y de una brutal simplicidad. Tenía una estructura de acero, que es por donde podría agarrarse y apoyar las manos hasta llegar arriba. Para el escalador que practica la técnica de la escalada libre clásica, aquel edificio moderno de cristal era el equivalente de una pared rocosa con fisuras de anchura siempre igual. Había que recurrir a la técnica de oposición o bavaresa y ofrecía una dificultad del 5,9, como la Grieta de la Muerte de la Torre Inclinada de Yosemite. O el Sueño del Relámpago de Tahoe. Mejor aún. Entre el marco de acero y el cristal había una grieta de como mínimo dos centímetros. Una grieta inmaculada, sin las huellas dejadas por los lisureros, los clavos, los buriles, los empotradores que habían echado a perder muchas de las mejores rutas de Yosemite. Era únicamente cuestión de insertar los dedos de las manos a ambos lados de la estructura y, con los brazos completamente estirados concentrando en ellos el peso del cuerpo para controlar el centro de gravedad de éste, ir empujándose hacia arriba con los pies.

La adherencia del nuevo compuesto de goma era excelente y Jack avanzaba con increíble seguridad y rapidez. Con los zapatos Brundle subía como una mosca. Es mucho mejor, se dijo, que mi campo de visión sea tan limitado. Así no le dejo sitio a la imaginación, que podría jugarme malas pasadas.

Al llegar casi a lo alto del edificio, notó que hacía mucho más viento. Ahora sí podía ver sin dificultad la colina del Capitolio y el monumento a Washington; las luces de aviso de dos aviones que volaban a ambos lados del Obelisco le conferían a éste el aspecto de una especie de dinosaurio de ojos que despidieran llamas. Iba a alcanzar la meta. Se hallaba a sólo un metro de su cabeza.

Jack levantó el pie, fue a colocarlo en un nuevo punto de apoyo, deslizó los dedos por la grieta, hacia arriba, y tocó algo que estaba vivo y que de pronto le saltó a la cara. Tuvo la sensación de que el corazón, que se le disparó al momento y se puso a latir como un loco, iba a desprenderse de él y a surcar el cielo nocturno batiendo las alas como la paloma a la que había asustado. Se echó instintivamente hacia atrás para que el ave, que había emprendido un vuelo de emergencia, no chocara con él; pero se apartó demasiado de la fachada y su pie no encontró el punto de apoyo que buscaba, ni aquel en el que descansaba el cuerpo. Durante un momento, eterno y vertiginoso, se quedó colgando de las puntas de los dedos y con los pies bamboleando como los de un ahorcado. Hizo un esfuerzo desesperado por hallar un nuevo punto de apoyo; pasaron los segundos y las puntas de los pies eran como un cuerpo extraño que se negaba a cumplir las órdenes que su cabeza dictaba. Por fin tomaron contacto otra vez con el edificio y Jack se quedó agarrado a la fachada igual que un koala, sudando como un condenado a pesar del frío.

Inspiró hondo, fue calmándose, sintió la presencia del alcohol corriéndole por las venas y reemprendió la marcha; al cabo de unos segundos había llegado ya a la ventana abierta. Al poner el pie en el despacho desierto tuvo la sensación de haber conquistado algo más que la cima, de una altura mediana, de un monolito de cristal. Sintió que le invadía una nueva fuerza vital, descomunal, pues tal vez había superado el miedo para siempre.