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Swift percibía por todos sus poros su presencia arcana e inquietante, como si sintiera la presencia de hombres venerables de tiempos muy remotos, cuyos cuerpos estuvieran amortajados, desde sus puntiagudas cabezas hasta los enormes dedos de los pies, con largas vestiduras blancas de nieve, porque quién sabía si sus rostros eran demasiado viejos, demasiado arrugados y terribles para ser contemplados.

Al igual que sus compañeros de equipo, después de una caminata de seis días que iniciaron en Chomrong, Swift apenas hablaba y, en medio del silencio de las montañas que sentía como algo antinatural, empezó a redescubrir la intimidad callada de su propia mente. Era como entrar en un jardín rodeado de muros, abandonado desde hacía mucho tiempo y cubierto de maleza.

No era de extrañar, pensó, que el Himalaya fuera considerado un lugar sagrado, donde, en medio de un silencio helado, glacial, hostil, no se oía otra cosa que el ruido apagado de los propios pasos hundiéndose en la nieve compacta; en un lugar como aquél era fácil confundir la voz queda y delgada de la conciencia con las palabras reales pronunciadas por un ser inmanente.

Mientras caminaba lentamente por el sendero empinado que llevaba al Santuario del Annapurna, Swift meditaba sobre lo fuerte que debió de sonarle al hombre de épocas remotas aquella voz callada. ¿Era así como habían sucedido las cosas? ¿En qué otra parte si no en las montañas podían los dioses hablarles a los hombres? En el Himalaya, la cordillera formada por montañas muchísimo más altas que las más altas montañas que poblaban el mundo de las religiones y de los mitos, reinaba un silencio mucho más profundo, de voces mucho más claras y de un sentido de la epifanía mucho más sagrado. Para un científico de finales del siglo xx esta percepción de lo eterno y de lo numinoso es a un tiempo vivificante y aterradora.

El Santuario del Annapurna, el valle de un glaciar protegido y sagrado, tal como su nombre indica, es un anfiteatro natural formado por diez montañas cuyas cumbres son las más altas del mundo. Era la cuarta vez que Jack iba al santuario pero, al igual que en las restantes ocasiones, también esta vez, al ver ante él la vertiente noroeste del Machhapuchhare, una montaña de siete mil metros de altura que es un símbolo de Siva y que marca la entrada al Santuario, se sintió como un ladrón de tumbas al que pillan en el momento en que se dispone a profanar la pirámide de un antiguo rey y robar un objeto precioso.

El campamento base del Annapurna, o el CBA, como familiarmente era conocido, se extiende en el extremo superior de un valle cubierto de metros y metros de nieve. De allí partió la expedición que en 1970 escaló con éxito una de las grandes paredes del Himalaya, a pesar de que en aquel momento, al alzar la vista y mirar la masa compacta de roca, Jack vio reflejado en ella su fracaso por coronarla, y le pareció casi inconcebible que alguien hubiera podido hacerlo.

A fin de cuentas, tal vez fuera ésta la razón por la cual había fracasado. Una duda, la que sea, puede ser mortal en una montaña como el Annapurna.

Era como estar ante una ola de roca y nieve que amenazaba con avanzar y tragarle a uno en cualquier momento. Aunque al hallarse tan lejos del pie de la montaña, el campamento base del Annapurna era un sitio bastante seguro, salvo que se produjera un desprendimiento de nieve y hielo auténticamente catastrófico.

Allí, a una altura de cuatro mil cien metros, el aire estaba sensiblemente enrarecido. Por encima de los tres mil metros, la cantidad de oxígeno concentrado en el interior de los pulmones humanos empieza a descender. Con el objeto de asegurarse de que todos los integrantes de la expedición se aclimataran sin problemas, Jack insistió mucho en que tenían que efectuar la caminata desde Chomrong hasta el Santuario.

Los últimos cuatrocientos metros, desde el campamento base del Machhapuchhare (CBM), fueron los más duros de todos y algunos de los miembros del equipo se resintieron ya de la extrema dificultad de la caminata. Llegaron cincuenta minutos después que Jack y el sirdar (el jefe de los sherpas), extenuados, sin aliento y mareados, preguntándose, irritados, qué se había hecho de las chozas de piedra que, en teoría, debían estar allí y que en las guías se las describía como simples refugios para los turistas que se dejaban ver por aquella zona en la temporada de trekking. Ninguno de los integrantes de aquel equipo mixto de científicos y escaladores se consideraba a sí mismo un turista, pero, después de andar seis días seguidos en las condiciones meteorológicas más diversas, todos anhelaban hasta la más básica de las comodidades ofrecidas a los turistas. Pero el misterio de los refugios desaparecidos quedó en seguida resuelto: Jack, que no había dudado ni un instante de que estaban allí, ordenó a los porteadores que empezaran a excavar en la nieve.

Había preferido montar el campamento en el CBA, en lugar de hacerlo en el CBM, que estaba más cerca del Machhapuchhare, la montaña prohibida a la que Swift quería limitar su rastreo por varias razones: los refugios del CBA eran, para empezar, mejores; por otro lado, esperaba que el equipo se aclimatara a una altitud ligeramente superior; y, lo más importante de todo, deseaba mantener en secreto el hecho de que la zona que de verdad iban a explorar era el Machhapuchhare, pues debían ocultárselo a las autoridades todo el tiempo que les fuera posible. En cuanto éstas sospecharan que el objetivo de la expedición era infringir lo estipulado en el permiso, su oficial de enlace en Khat obligaría a los sherpas a abandonarlos.

Boyd localizó algunos de los suministros más pesados, incluida la tienda principal, que un helicóptero del ejército procedente de Pokhara había arrojado cerca de allí. Mientras el meteorólogo montaba la tienda, Jack descendió por un pozo vertical de nieve, que tenía varios metros de profundidad, y horadó el techo de bambú de uno de los habitáculos enterrados, el llamado refugio Jardín del Paraíso, hasta caer en su interior, que estaba perfectamente seco. Descendió por otro pozo, perforó otro techo, y pronto estuvieron excavados dos túneles horizontales que comunicaban las dos puertas de entrada de los dos refugios. Al cabo de unas horas, Jack y los sherpas nepalíes habían localizado los cuatro refugios y los habían comunicado unos con otros a través de un laberinto helado de túneles excavados en la nieve. Colocaron escaleras de aluminio en dos de los pozos verticales para poder entrar y salir de ellos, e instalaron un sistema de luces halógenas a fin de que los ocho miembros del equipo, los sherpas y los porteadores, que por lo menos eran doce, pudieran alojarse sin problemas en aquellos refugios que se hallaban bajo una espesa capa de nieve y cuyo mobiliario era muy simple: unas literas, unas mesas y unas sillas sencillas.

La tienda principal, suministrada por la compañía de Boyd y construida para poder ser utilizada en la Antártida, iba a ser el laboratorio de la expedición, el centro de comunicaciones y el lugar en el que pasarían la mayor parte del tiempo. Jack, que se tenía a sí mismo por un experto en tiendas a prueba de tempestades, se quedó impresionado por la estructura de aquélla, porque no parecía una tienda en absoluto, sino más bien un edificio hinchable, de un tipo similar a los que usó el ejército de Estados Unidos en la operación Tormenta del Desierto durante la guerra del Golfo.

La estructura circular, de un diámetro de veinte metros, en forma de iglú, que Boyd llamaba «la concha», estaba hecha de kevlar, un material que se utiliza comúnmente en la fabricación de chalecos antibalas, y tenía un armazón de tubos, «vigas de aire», que eran casi tan gruesos como una lata de cerveza y que se hinchaban a una presión unas trescientas veces superior a la presión a la que se hincha una lancha de dimensiones normales. Estos tubos hacían de soporte y eran casi tan resistentes como unas vigas de aluminio de idéntico grosor. Pero además de ser resistente, la concha, de unos tres metros de altura, se mantenía a una temperatura cálida. Mientras que los edificios hinchables utilizados en la guerra del Golfo disponían de un circuito de aire refrigerado, en el Himalaya el aire del interior de la concha era caliente, de modo que ésta, fuera cual fuera la temperatura exterior, estaba siempre lo bastante caldeada como para que los miembros del equipo pudieran estar en ella sin necesidad de ponerse la ropa de abrigo que utilizaban para salir. Hasta había una compuerta hermética que evitaba que la nieve entrara en el interior de la concha. La estructura estaba fijada a la nieve y el hielo del valle del glaciar mediante estaquillas de titanio «inteligentes» que contenían cables con memoria de la forma y de la condición, que se expandían y se quedaban rígidos cuando eran sometidos a presión. Boyd dijo que en la Antártida la concha había soportado vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora.