El mismo helicóptero que había arrojado la concha había dejado también la cabina de combustible Semath Johnson-Mathey. De la misma medida, aproximadamente, que el motor de un coche pequeño, la cabina de combustible era esencialmente una batería que no podía agotarse nunca, que generaba unos cinco kilovatios y que suministraría a la expedición toda la energía que iba a necesitar para mantener la climatización, la luz y varias piezas del equipo eléctrico que eran demasiado delicadas para ser arrojadas desde un helicóptero, por lo que los porteadores habían tenido que cargar con ellas desde Chomrong. Entre ellas había cuatro ordenadores portátiles Toshiba Portégé reforzados, un sistema Gel Documentation para un PC, un horno microondas Toshiba para calentar los alimentos que venían listos para comer, una cámara de presurización para casos graves de mal de altura y una diminuta estación meteorológica digital.
Las comunicaciones se efectuarían mediante unidades de GPS portátiles, mientras que del contacto regular entre el campamento base del Annapurna y el despacho de la expedición situado en Pokhara se encargarían unos transceptores Satcom, dotados de una potencia de emisión de dieciocho vatios. Éstos eran lo bastante potentes como para que las tarjetas de fax-módem 14400 PCMCIA de US-Robotics que había en el interior de cada uno de los ordenadores portátiles pudieran funcionar, facilitando a la expedición la comunicación, a través del correo electrónico, con despachos que se hallaban en zonas horarias muy alejadas.
– En mi vida había participado en una expedición tan bien equipada -le confesó Jack a Boyd.
– No has visto nada todavía -aseguró Boyd-. Ya verás cuando te pruebes uno de los trajes capaces de mantener su propio sistema de calefacción. Mi instituto le encargó la fabricación de estos trajes a la Corporación Internacional de Látex, de Delaware, con el objetivo de que pudieran ser utilizados en las exploraciones efectuadas en la Antártida. Son parecidos a los trajes que se fabricaron para los astronautas que participaron en el programa de la lanzadera espacial.
– ¿Te refieres a que es como un vestido espacial? -se rió Jack-. Venga, tío, menos bromas.
– Lo digo muy en serio. Ya te lo dije cuando nos conocimos, Jack. Sólo hay un sitio más frío que estas cumbres heladas: el espacio. Cero absoluto. ¿Qué es ese traje? Pues muy sencillo. Es como ir en Rolls-Royce. Cuando lo has probado una vez, ya no te conformas con ningún otro coche. Créeme, Jack, cuando tengas que salir de la concha con un tiempo de perros, no comprenderás cómo has podido pasarte sin él todo este tiempo.
Bajo la mirada atenta de Jack, el equipo empezó a trabajar bajo la concha instalando los ordenadores, comprobando el buen funcionamiento de las comunicaciones, ordenando el material, revisando los equipos y planeando las futuras exploraciones. Mientras, los porteadores almacenaron gran parte de las provisiones en uno de los refugios recién excavados.
El sirdar era Hurké Gurung, un cuarentón delgado pero muy fuerte y agraciado, y un sherpa, según la opinión de Jack, de los de antes. Aunque no sabía leer ni escribir, su rostro expresaba una serena confianza y una sólida experiencia, adquiridas con los años de escalar con algunos de los mejores alpinistas del mundo. Había coronado dos veces el Everest (una de ellas con Jack) y participó en una desafortunada expedición japonesa que se propuso escalar el Chanbang o K2, nombre por el que es más conocido en Occidente, y en la que perecieron diez personas. Hurké Gurung fue uno de los pocos supervivientes que llegaron a la cumbre de la montaña que, por altitud, es la segunda del mundo por su vertiente oriental «imposible». Además de ser un extraordinario escalador, el sirdar era también un soldado experimentado. Antes de trabajar de sherpa, sirvió con los Fusileros Gurka y alcanzó el grado de naik o sargento. También era un rastreador muy hábil. Pero Gurung aportaba, además, un requisito especial, que hacía indispensable su presencia en aquella expedición. Y es que, al igual que Jack, había visto un yeti.
El sirdar ayudante, Ang Tsering, que era más joven, carecía de la experiencia de Gurung, pero, como había estudiado en la Sir Edmund Hillary School, sabía leer y escribir e incluso había estado en Estados Unidos. Hablaba, al igual que Gurung, un dialecto del tibetano, tibetano propiamente dicho y nepalés. Su inglés era mejor que el del sirdar, aunque lo hablaba con una formalidad tan arcaica que parecía a veces un personaje extraído de una novela de Henry James. Asimismo, hablaba un poco de alemán, el cual Jutta Henze, la doctora de la expedición, estaba resuelta a ayudarle a perfeccionarlo. De elevada estatura, esbelto, de pelo como el de un erizo de mar, de ojos que casi no tenían párpados, de nariz ancha y sonrisa incierta, Tsering era un hombre de aspecto cauteloso. Con la ropa de invierno nueva y elegante que le habían dado y con el sempiterno cigarrillo Yak entre los labios, a Swift le parecía más que nada un engreído monitor francés de esquí. Jack le dijo a su amiga que no iba muy desencaminada, puesto que Tsering no había participado en ninguna expedición de alpinistas ni tampoco en ninguna expedición científica, y su experiencia se limitaba a haber ejercido de guía turístico de excursionistas, y que las mujeres occidentales que iban al Himalaya muchas veces acababan liándose con los guías.
Jack creía que Jutta Henze era el tipo de mujer que escogía a los hombres con los que quería enrollarse. De complexión robusta, pelo rubio pajizo y pecosa, era una guerrera de terracota, la encarnación del ideal neoclásico de heroína a una escala desmesurada. Jutta, que había enviudado hacía dieciocho meses de Gunther Genze, el famoso alpinista alemán que se mató en el Matterhorn, era también, por derecho propio, una excelente escaladora de mirada acerada y ojos azules verdosos en los que se hallaban inscritas la tragedia superada, la devoción por el montañismo y la libertad que éste le proporcionaba, todo a la vez. A Swift, aquella alemana maciza le parecía despiadada, como si, cual la Libertad guiando al Pueblo, no le importara avanzar por encima de los cuerpos de los muertos y de los moribundos. A Swift le parecía también que Jutta no tenía aspecto de médico, pero Jack le aseguró que, en cuanto la conociera mejor, comprendería que era justamente esa determinación lo que la convertía en la candidata ideal al puesto de médico de la expedición. Todos los miembros del equipo tenían una personalidad fuerte, con tendencia a restar importancia a cualquier dolencia, y había que ser todavía más fuerte para dar las órdenes que daba el médico y que se obedecían siempre sin rechistar. Byron Cody, el zoólogo especializado en primates, y Lincoln Warner, un antropólogo nuclear, eran un buen ejemplo de ello. Nada más llegar a Katmandu, los dos contrajeron una disentería grave y Jutta les dio la orden de internarse en la clínica CIWEC de Baluwatar y permanecer allí hasta restablecerse del todo, cosa que implicaba que iban a llevar un día de retraso respecto al resto del equipo que partió de Chomrong en dirección al Santuario del Annapurna.