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Dougal MacDougall era el cámara de la expedición. Escocés nacido en Edimburgo, MacDougall abandonó los estudios a los dieciséis años para ponerse a trabajar de ebanista hasta que, movido por el deseo de hacer carrera en el mundo del cine, consiguió, contra todo pronóstico, entrar en la Escuela Cinematográfica de Londres. A pesar de que jamás había escalado, el primer trabajo que le encargó la BBC fue unirse a una expedición que iba a escalar la pirámide Carstenz de Nueva Guinea; desde entonces MacDougall se hizo un nombre entre los mejores fotógrafos alpinistas y gozaba de una reputación internacional.

Al parecer de Swift, al escocés le interesaba más el dinero que la fama profesional. A sus ojos encarnaba al escocés típico: groseramente tatuado, bebedor empedernido, malhablado, amante de las disputas y falto de los modales más elementales de paciencia y de voluntad para establecer lo que podría llamarse una conversación agradable. No obstante, Jack, que había escalado con él el Everest y la cresta norte del Kangchenjunga, le admiraba mucho y le dijo a Swift que esperaba que ni ella ni el resto del equipo en ningún momento se vieran metidos en apuros por su culpa porque MacDougall sacaría, sin lugar a dudas, su peor parte de él y lo haría, además, sin contemplaciones.

Miles Jameson entró a formar parte del equipo gracias a Byron Cody, aunque por ser director del Parque Nacional de Chitwan, que se halla en la región de Tarai, en la tierra baja del sur del Nepal, y veterinario, era natural que lo llamaran a él para unirse a la expedición. Jameson fue el jefe de veterinaria del zoo de Los Ángeles y allí conoció a Cody cuando se publicó el libro de éste sobre los gorilas. Con anterioridad, este hombre blanco natural de Zimbabwe trabajó con Richard Leaky en el Servicio de Fauna Silvestre de Kenia. Al igual que Leaky, Jameson procedía también de una distinguida familia del este de África. Su padre, Max, era director de Parques y Fauna Silvestre de Zimbabwe, mientras que su hermana Sally era muy famosa por su lucha en defensa de los elefantes en el Parque Nacional de Whange, de Zimbabwe. Los grandes felinos eran la especialidad de Jameson y más concretamente la colección de koalas y tigres blancos de Los Ángeles. Los tigres son la principal atracción del parque de Chitwan, que es visitado por quince mil personas al año, y se cuenta que el príncipe Gyanendra del Nepal quedó tan impresionado por la labor de Jameson en Los Ángeles que quiso conocer inmediatamente al joven veterinario de Zimbabwe y le propuso tomar las riendas de la administración del Chitwan y, además, ponerse al frente de un ejército de mil cuatrocientos soldados cuya misión era proteger de los cazadores furtivos a los tigres y rinocerontes del parque. Chitwan, desde el inicio de las hostilidades entre la India y Pakistán, había recibido un escaso número de visitantes y Jameson, cuando se enteró del auténtico objetivo de la expedición, se apresuró a unirse al equipo expedicionario. De elevada estatura, tez blanca, pelo negro y ojos azules, Jameson tenía los modales exquisitos de un diplomático; por eso dejó a todos perplejos que él y MacDougall se entendieran tan bien. Se contaban chistes, se reían, hablaban con infinito entusiasmo de la pesca de la trucha y se instalaron juntos en el refugio Jardín del Paraíso, donde sus sonoras carcajadas y el humo incesante de sus cigarrillos no molestaban a nadie.

El último en llegar al CBA, sesenta minutos después de que lo hiciera Byron Cody, era también el más distinguido desde el punto de vista académico. Lincoln Warner era catedrático de antropología molecular de la Universidad de Georgetown de Washington e investigador científico adjunto del Museo Smithsonian de Antropología. Parecía extenuado, y es que él, a diferencia de Cody, había transportado sus pertenencias desde Chomrong.

– ¿Por qué demonios ha querido cargar con todo? -le preguntó Jack a Warner-. Tenía que haberle pedido a un porteador que le llevara sus cosas, profesor, que para eso están.

– Yo ya se lo he dicho -le respondió Cody encogiéndose de hombros.

Warner, un negro de elevada estatura, meneó la cabeza y dejó la mochila en la nieve. Estaban fuera, junto a la concha.

– Ni hablar -dijo Warner-. Un porteador no es otra cosa que un esclavo, aunque se le llame de distinta manera.

– A los esclavos no se les paga diez dólares al día -señaló Cody.

Lincoln Warner le lanzó una mirada llena de animadversión, y se puso así de manifiesto que ambos habían discutido ya sobre aquel tema.

– Creo que un hombre debe cargar él solo con sus cosas mientras viva -opinó Warner-. ¿Entienden lo que les digo?

– Ah, supongo que su ordenador vino hasta aquí andando sólito -intervino Jack-. Todos utilizamos ordenadores portátiles ligeros, menos usted. Usted necesitaba traerse un PC.

– Yo no puedo trabajar sin un UVP. Si hubiera un portátil lo bastante potente, lo habría traído. Pero no lo hay. Lo que quiero decir, de todos modos, es que no veo por qué no habría de llevar yo una carga cuando los demás la llevan.

– Bueno, profesor, supongo que es cosa suya -concluyó Jack-. Pero lo que yo quiero decir es que ha dejado a una persona sin trabajo. Esta gente necesita dinero desesperadamente y la única manera que tienen de conseguirlo es cargándose a la espalda bultos pesados, cosa que están muy acostumbrados a hacer y que saben hacer muy bien. No hay razón, pues, para sentirse culpable de nada. Muchos occidentales vienen aquí y cometen este mismo error. Lo cierto es que los nepaleses no entienden que un hombre de medios, y que puede pagarles, cargue él mismo con sus cosas. No lo consideran por ello una buena persona, ni un buen demócrata, ni nada por el estilo. Lo consideran sólo un agarrado. ¿No es cierto, Hurké?

El sirdar hizo un gesto afirmativo con solemnidad.

– Es muy cierto, Jack sahib. Para los porteadores llevar pesos representa un montón de dinero. Especialmente ahora que no hay mucho turista. Para un hombre con familia quizá sea la mejor oportunidad de todo el año de hacer mucho dinero, sahib. Diez dólares al día son sesenta de Chomrong.

– No recuerdo haber dicho que tuviera un problema con la aritmética mental -refunfuñó Warner-. Mire, ha dejado usted muy claro lo que quería decir. Y yo estoy demasiado cansado para discutir. Estoy demasiado cansado y tengo demasiado frío -añadió haciéndole una mueca a Jack.

Jack le dio una palmada en el hombro.

– Yo creía que era usted de Chicago -dijo-. Hace mucho frío y mucho viento en Chicago, ¿no es cierto, profesor?

– Lincoln, llámeme Lincoln. O Link. Que me llamen profesor me hace sentir viejo, que es lo que soy. En realidad nací en un pueblo de la costa del lago, al norte de Chicago. Un pueblo llamado Kenosha. Kenosha está en Wisconsin. En Kenosha sólo se han hecho tres cosas buenas. La primera es la carretera que va hacia el sur, hasta Chicago. La segunda, Orson Welles. Y la tercera, yo, Lincoln Orson Warner. Como la mayoría de los habitantes de Kenosha, mi madre, bueno, pues siempre sintió algo especial por aquel viejo gordo.

El científico, de cuarenta años, se parecía algo a aquel hombre más grande que la vida, Welles. Alto, tirando a gordo, con un fino bigote, Warner recordaba a Welles cuando interpretaba Otelo. Su físico era impactante, pues era el de un hombre al que nada ni nadie podían someter. Y, al igual que en el caso del niño prodigio del cine, no había en la niñez y adolescencia de Warner nada que anunciara su talento científico precoz: antes de los treinta era un eminente antropólogo molecular, entre los más brillantes de su generación. Warner había publicado libros importantes sobre las consecuencias genéticas que se derivaban de los fósiles humanos y sobre la naturaleza biológica de la raza humana. En el momento en que se organizó la expedición, estaba embarcado en la elaboración de una teoría que explicaba la razón por la cual había personas de piel oscura y personas de piel blanca. Pero era por su investigación sobre las secuencias del ADN de los aborígenes australianos y de los orangutanes por lo que Swift creyó que su participación en la expedición sería de incalculable valor, si eran lo bastante afortunados como para capturar un espécimen vivo. Warner sostenía que el ADN mitocondrial indicaba que los aborígenes y los orangutanes se habían bifurcado en una época distinta que la del hombre africano y los simios africanos. En este descubrimiento se basó para postular que los animales antropoides habían evolucionado separadamente en distintas partes del mundo y que sólo con posterioridad se habían fusionado. Era la teoría más radical que se había formulado en el mundo de la paleoantropología en toda la década anterior.