Выбрать главу

Boyd alzó las manos pidiendo calma.

– Eh, ¿qué quieres que te diga? Ni siquiera creo en la evolución. Si tengo que serte sincero, está todo explicado en la Biblia.

– ¿La Biblia? -Mac soltó una sonora carcajada-. El monstruo del lago Ness y el yeti me parecen de lo más normal comparados con la dichosa Biblia. Señor, he leído cómics para niños que son más creíbles que la Biblia.

– ¿No crees en la evolución? -Jack enarcó las cejas-. Es extraño que eso lo diga un geólogo.

– Ciertas investigaciones sobre la edad de la tierra han aportado pruebas de que nuestro planeta puede tener muchos más años de lo que sostienen los darwinistas -dijo Boyd-. Tal vez tenga 175.000 años. Muchos geólogos, y yo entre ellos, creemos que sólo un modelo catastrofista del cambio puede dar cuenta del estado actual de la tierra. Muchos de los supuestos en que se basaba Darwin pueden ser erróneos.

– Se han cargado a Darwin decenas de veces -sonrió Swift-. Y sin embargo, él no se deja enterrar. Con las ideas que tienes, Jon, no me extraña que decidieras hacerte climatólogo.

– Pues tienes toda la razón -convino él-. Sólo que no decidí hacerme climatólogo. Me vi obligado a serlo por las circunstancias. Porque mis teorías sobre la geología fueron consideradas una herejía. En mi opinión, los darwinistas contemporáneos no son menos intolerantes que la Inquisición española.

Byron Cody se aclaró la garganta por ver si así lograba evitar las opiniones encontradas.

– Tal vez, dadas las circunstancias -sugirió moviendo la cabeza y con una sonrisa en la boca-, sería mejor dejar la discusión para otro momento.

Cody siguió meneando la cabeza y siguió sonriendo afablemente. Al zoólogo especializado en primates de Berkeley le pareció una forma de comportarse simiesca que se adecuaba a su personalidad.

Swift repasó con la mirada las caras de sus compañeros de equipo. Cody tenía razón. Si se ponían a discutir acaloradamente, por más que fuera en términos científicos, la moral se resentiría. Tal vez, pensó, dado que soy la máxima responsable por haberlos traído hasta aquí, debería intervenir, pronunciar algunas palabras educadamente y dar la discusión por zanjada.

– Mirad, voy a deciros por qué creo que nuestra expedición tiene bastantes probabilidades de demostrar al mundo que el yeti existe, aunque otras hayan fracasado, como la expedición británica patrocinada por el Daily Mail en 1953. Escogieron la región de sherpas de Sola Khumbu del noreste del Nepal y llevaron a cabo en ella sus pesquisas.

– Está cerca del Everest -intervino Jack-. Es una tierra inhóspita.

– No estamos precisamente en una zona residencial -señaló Lincoln Warner, en un momento en que se oyó una fuerte ráfaga de viento.

– No, es verdad -dijo Swift-. Pero creo que fracasaron por diversas razones y el hecho de que se efectuara hace cuarenta años no es de las menos importantes. El Himalaya encerraba entonces más misterios de los que encierra ahora, pues estamos mucho mejor equipados para poder encontrar al yeti ahora de lo que estaban en 1953.

– Ni que lo digas -murmuró Jack.

– Creo también que algunas de aquellas expediciones fracasaron porque se emprendieron en una época del año en que sólo podían fracasar. Tened presente que muy probablemente se trate de un animal extremadamente asustadizo y reservado. Mucho más aún que un panda gigante o un gorila de las montañas.

– Un gorila -apuntó Cody- es capaz de recorrer largas distancias con el objetivo de esquivar a los seres humanos.

– En primavera, verano y otoño -prosiguió Swift-, el yeti debe de permanecer a una mayor altura para alejarse de los turistas. Quizá sólo en invierno, cuando ya casi no hay turistas, se atreva a bajar. Y desde luego, ahora que la industria turística del Nepal se ha venido totalmente abajo por culpa de la amenaza de guerra en el Punjab, puede que el Himalaya esté más tranquilo de lo que ha estado en los últimos cincuenta años. Quizá desde que personas como nosotros empezaron a venir aquí, el yeti nunca había conocido semejante tranquilidad; por eso nuestra expedición tiene las mejores cartas para tener éxito.

– Sólo serán buenas cartas si renuncian a la guerra -observó Warner-. Sólo si esos carcamales se abstienen de lanzar bombas nucleares. -Sacudió la cabeza, nervioso-. Porque si lo hacen, es imposible saber qué ocurrirá. Puede que entonces no sea únicamente el paradero del yeti lo difícil de encontrar, puede que nosotros mismos también nos perdamos.

– El período acordado de reflexión juega a nuestro favor -dijo Swift armándose de paciencia-. Es el plazo que nos han dado. Tres meses es tiempo más que suficiente para explorar a fondo la zona, salir del país y volver a casa -añadió; después se quedó callada y le lanzó una mirada a Jack.

»Pero hay otro factor que puede ser para nosotros una ventaja. Las autoridades nepalesas creen que hemos venido aquí a buscar fósiles en el Annapurna. Como algunos de vosotros ya sabéis, en realidad vamos a centrar nuestra búsqueda en otra montaña, el Machhapuchhare, o pico Cola de Pez, como la llaman algunos alpinistas. El acceso al Machhapuchhare y a sus alrededores está prohibido a los escaladores, pero como en realidad tampoco tenemos planeado subir muy arriba, todo lo más, seguramente, a unos cuatro mil quinientos o cinco mil metros de altura, creemos que no estamos infringiendo las normas sino sólo flexibilizándolas en nombre de la ciencia. Vamos a explorar una zona que nos consta que nadie ha explorado con anterioridad, pero en la que se han dado tres casos de personas que han visto al yeti a lo largo de los últimos veinticinco años. Y ha habido otros en el Santuario, por no hablar de los huesos que Jack halló en la ladera del Annapurna.

»Podrá pareceros un optimismo exagerado venir hasta aquí con la esperanza de encontrar un yeti, sobre todo si se piensa en la escalofriante cantidad de años que esta criatura debe de haber permanecido sin que nadie la descubriera. Pero, si se juntan todos los factores que he mencionado, considero que las probabilidades de que logremos nuestro propósito son muy grandes. Nadie ha estado nunca tan cerca del éxito. Y no olvidéis que, al hallar el cráneo a sólo unos dos kilómetros de aquí, Jack ya ha aportado más pruebas de la existencia del yeti que todas las que se han aportado hasta ahora.

»Señoras y señores, si no lo encontramos nosotros -añadió Swift para terminar-, no creo que nadie lo haga nunca.

Jack y Swift fueron los últimos en retirarse de la concha aquella primera noche. Cuando los demás se hubieron acostado, los dos se quedaron con el único propósito de poder estar a solas. Jack había aceptado la propuesta de Swift de dormir separados; según ella, y Jack estuvo de acuerdo, convenía que se centraran exclusivamente en la expedición y, si mantenían relaciones íntimas, eso supondría sólo una distracción. Por eso le sorprendió que ella le rodeara la cintura con los brazos y le abrazara fuertemente.

– No me puedo creer que estemos aquí -le dijo-. Gracias, Jack. Sin ti no habría sido posible.

– Me gustaría poder decir que me ha encantado volver a este sitio -confesó-, pero la verdad es que me pone muy nervioso. Es como si supiera que hay algo que debo hacer y que no hago. Tal vez sea el hecho de que sé que no voy a escalar. Es extraño, pero si supiera que mañana por la mañana iba a ascender por la vertiente suroeste, me sentiría más tranquilo. Supongo que es lo que deben de sentir los pilotos de carreras que van de espectadores a un gran premio sabiendo que no van a poder participar en él.

Jack sacudió la cabeza y sonrió al pensar en lo que acababa de decir. Casi se había convencido a sí mismo.

– Has hecho un buen discurso, Swift.

– ¿De veras lo crees así? Tenía la sensación de que era preciso decir algo después de que ese tonto del culo empezara a jactarse de que no creía en la existencia del yeti.