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– No es mala persona. No os da la gana de entenderos.

– Puede que tengas razón. ¿No crees que mi discurso ha sonado como el discurso de un candidato? Decir cualquier cosa, aunque sea mentira, para que te elijan. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Pero tú creías lo que decías, ¿verdad?

– Pues claro. Pero… ¿y ellos?

Jack se encogió de hombros.

– A veces, cuando estás al frente de una expedición como ésta, tienes que decir cosas, aunque no sean verdad, para que la gente se mantenga unida y no te abandone. No importa si la gente se cree o no lo que dices; lo importante es que vean que tú te lo crees. En esto consiste mandar. Si quieres mandar, tienes que comportarte así.

Swift asintió en silencio. Después soltó un gemido y se frotó las sienes.

– ¿Tienes dolor de cabeza?

– Hum, no sé si es la altura o el bourbon.

– Seguramente la altura. Tienes que beber mucha agua antes de acostarte.

Swift bostezó.

– Tal vez mañana por la mañana ya me haya aclimatado. Jack se rió.

– Lo dudo. Uno no se aclimata totalmente hasta pasadas siete semanas. Si mañana por la mañana no te encuentras mejor, te daré un poco de Lasix.

– Si no le importa, doctor, me parece que esto es un poco dar palos de ciego.

– Aquí arriba no existen leyes matemáticas -le explicó él-. Cada cual debe aprender por sí mismo, o por sí misma, lo que mejor le conviene. Y ahora lo que nos conviene a los dos, me parece, es acostarnos y descansar. Yo en tu lugar, me tomaría un par de Seconales y me metería en la cama.

– Muy bien. -Swift sonrió-. Me has convencido.

Se pusieron la ropa a prueba de tempestades y se aventuraron a salir; hacía una noche tan fría y el viento era tan fuerte que casi tira a Swift. Con los ojos cerrados para protegerse del vendaval, se agarró a Jack, que le gritó algo que ella no oyó. La corriente de aire y de ruido se llevó rápidamente sus palabras glaciar abajo. Después de andar con mucho trabajo varios minutos cogiéndose a la barandilla de cuerda, llegaron al pozo al que habían quitado la nieve y que conducía a los refugios. Jack le indicó que bajara ella primero y luego él descendió por la escalera.

Cuando llegaron abajo, Swift le dio las buenas noches, le besó y se fue a su cuarto, frío y oscuro. Tal como Jack le había dicho, se tomó un Seconal y bebió un vaso bien lleno de agua, se quitó la ropa que se había puesto para salir, subió a su litera y se metió en su saco de dormir, sin poder evitar la sensación de que la enterraban prematuramente, como el personaje de la historia de Edgar Alian Poe. Jutta Henze, que ocupaba la litera de abajo, estaba ya dormida, como si la claustrofobia, que ahogaba a Swift y que ella intentaba combatir, no la hubiese afectado lo más mínimo. Mientras esperaba que el somnífero le hiciera efecto, escuchaba el viento e intentaba distinguir los múltiples ruidos que oía: el redoblar de tambores, una toalla de baño grande ondeando en el tendedero, disparos a lo lejos: El Almamein, un periódico zarandeado y doblado por la mitad, un tren que pasaba a toda velocidad por un andén desierto. El viento del Himalaya era como un ser vivo, pues hasta podía convertirse en una voz: el llanto de un niño, el chillido de un pavo real o los lamentos de un alma en pena; y, a veces, si ponía mucho empeño en ello, podía oír el aullido del mítico hombre-simio de las montañas…

ONCE

Aquellas huellas me impresionaron y me dejaron harto confuso. Pero mis sherpas las miraron y no les cupo ninguna duda. Sonam Tensing, una persona sumamente juiciosa a la que conocía desde hacía mucho tiempo, dijo: «Son de yeti.» Yo poseo una mente abierta, no tengo ideas preconcebidas. Pero mis sherpas miraron aquellas huellas y no les cupo ninguna duda.

Sir Eric Shipton

El día amaneció radiante después de la noche de tormenta; el cielo era de un azul tan intenso como los ojos de Buda y el sol convertía la nieve y la roca en oro resplandeciente. Pero la sensación de calor era puramente estética, pues seguía soplando el viento en ráfagas cortas como puñetazos, y tan frías que te cortaban el aliento y el habla, si hablabas, y te obligaban a cerrar los ojos llorosos o dar la espalda a quien estuviera a tu lado. El viento mantenía la temperatura exterior muy por debajo de los cero grados.

Jack fue uno de los primeros en salir de los refugios para inspeccionar el campamento temiendo que la tempestad hubiera causado destrozos. El extremo norte de la concha estaba sepultado bajo la nieve, y también lo estaban varias cajas en las que se guardaban las provisiones y que pesaban demasiado para bajarlas a los refugios; por lo demás, sin embargo, todo parecía haber sobrevivido intacto. Jack inspiró hondo, eufórico, llenándose los pulmones de aquel aire helado, como si allí, en el valle de uno de los glaciares más increíbles del mundo, el hálito vital estuviera cargado de una especial dulzura.

A su izquierda, formando el pórtico sur del Santuario, se veía el Hiunchuli, que, con seis mil cuatrocientos metros, es una de las cumbres más bajas de las que forman el Annapurna. Es una montaña, pensó, bien recortada. Le recordaba la cabeza y el pico de un ave rapaz: el viento levantaba la nieve, que subía hacia el cielo como una rociada y que semejaba una cresta de plumas blancas; si miraba el picacho de hielo, le parecía ver un ala afilada que ascendía ondeante hacia el pico Modi, llamado también Annapurna Sur.

Jack estaba todavía saboreando el placer gozoso que le causaba el aire y el paisaje cuando oyó un grito que procedía de más arriba del valle, al pie de la cresta del Hiunchuli. Protegiéndose los ojos del destello cegador de la nieve, puesto que no llevaba gafas de sol, vio una figura que le hacía señas con la mano. Cogió los pequeños prismáticos Leica que llevaba colgados, se los acercó a los ojos y vio el trípode de una cámara; en seguida se dio cuenta de que era MacDougall.

Jack le devolvió el saludo y fue a su encuentro.

A medio camino se encontró con un Mac extremadamente entusiasmado y para entonces el norteamericano sabía ya cuál era la causa del nerviosismo del que era presa el escocés. En la ladera, por lo demás prístina e inmaculada, más allá de donde estaba Mac hacía un momento, se veía en la nieve una hilera de pisadas que, semejantes a una larga cremallera negra, partían de los alrededores del campamento en dirección este, hacia la salida del Santuario.

– ¿Ha salido alguien más esta mañana? Quizá uno de los sherpas.

– No, he sido el primero en salir -dijo Mac-. Quería fotografiar la salida del sol por encima de las montañas. Y ya estaban aquí.

Ambos se dirigieron hacia el rastro de pisadas dibujado en la nieve.

– Por un momento he pensado que eran mis propias huellas, pero luego, cuando he visto lo mucho que subían, me he dado cuenta de que no podían ser las mías.

Se detuvieron justo antes de las pisadas. Jack se arrodilló para examinarlas de cerca y Mac quitó la tapa de la lente de la Nikon y empezó a disparar.

– ¿Qué opinas, Jack? Lo parecen, ¿verdad?

– Podría ser, Mac.

– ¿A que es genial? Quiero decir que acabamos de llegar y nos encontramos con esto. Es como ganar la lotería a la primera. -Echó un vistazo al diafragma de la Nikon y después a Jack-. Sea lo que sea, ha bajado por la arista de la montaña hasta casi el campamento.

– A lo mejor es verdad que Cody oyó algo anoche.

– Sí, claro, lo había olvidado. -Mac hizo más fotografías-. Hay que dar gracias a Dios por toda esta nieve. Todo el santuario es como hormigón fresco. Mira estas huellas, son perfectas. No habría obtenido un resultado mejor aunque yo mismo hubiera sido el director de estilismo y el director de arte.

Jack cogió la radio GPS que llevaba asegurada al pecho y acercó los labios al micrófono. Le contestó el sirdar.

– ¿Hurké? ¿Qué están haciendo en este momento?

– Están desayunando, sahib.

– Pues diles que se terminen los cereales de una vez, que muevan el culo y que salgan. Y si alguien puede traer una cinta métrica, mejor. Hemos encontrado unas huellas. Por lo visto, anoche por poco tenemos una visita.