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Swift, muy decepcionada porque aquel rastro no los había conducido a ninguna parte, se encogió de hombros sin tomarse la molestia de discutir con él.

– Vamos -dijo lanzando un suspiro-. Mejor será que regresemos al campamento.

TRECE

Lo más bello que podemos experimentar es el misterio. Es el origen de todo arte y de toda ciencia dignas de este nombre.

Albert Einstein

Transcurrieron tres semanas y, sin señales de vida del yeti, ni huellas, la moral alta del primer día fue viniéndose poco a poco abajo. A medida que los integrantes del equipo aprendían a valorar la enormidad del Santuario y tomaron conciencia de sus múltiples peligros, de los cuales los cambios de tiempo súbitos y extremos no eran los de menor magnitud, comenzaron a comprender la envergadura de lo que se habían propuesto llevar a cabo. Swift hacía lo que podía por mantenerse optimista, pero al principio de la cuarta semana incluso a ella le embargó la duda de poder hallar a Esaú, su fósil vivo. Fue con el fin de recuperar la confianza perdida y de levantar los ánimos de todos, por lo que le dijo al sirdar que les anunciara a los sherpas que recibirían una paga extraordinaria de cincuenta dólares norteamericanos si alguno de ellos hallaba huellas de yeti auténticas. Los sherpas redoblaron sus esfuerzos, pero fue en vano, y a medida que pasaban los días, la expedición fue desmoralizándose más y más.

Jack había llegado a pensar que la expedición se había propuesto explorar un terreno demasiado extenso y decidió levantar otro campamento en la falda del Machhapuchhare, en un punto que había escogido con los prismáticos y que él llamó campamento avanzado I. Cuando Jutta y Cody fueran a explorar, junto con Ang Tsering, un valle próximo al Annapuma III, Jack, al frente de un grupo integrado por Swift, Mac y Jameson, subiría a la falda del Machhapuchhare con la intención de montar el campamento en el que se instalarían unos días. Warner se quedaría en el CBA, mientras que Boyd se dedicaría a recoger muestras de sondaje.

– Necesitaremos contar con un campamento a mayor altura -les dijo Jack señalando con un movimiento de cabeza el ya familiar Cola de Pez-. Tenemos probabilidades si concentramos nuestra búsqueda allí arriba. El sitio en el que he pensado es aquella isla rocosa que se ve en la parte inferior del glaciar, en la falda del Machhapuchhare. Los escaladores llamamos a estos salientes riñón. La nieve, por no hablar de la altitud, nos va a poner las cosas difíciles. Estos seiscientos metros de más os van a parecer tres mil.

– Creo recordar que habías dicho que ya estábamos aclimatados -protestó Swift.

Jack se rió.

– A una altitud de poco más de cuatro mil metros sí, pero no a una de cinco mil. Pero así es siempre, chicos. En cuanto te has adaptado a una altitud, tienes que subir más y empezar de nuevo todo el proceso. -Señaló a los cuatro sherpas, guiados por Hurké Gurung, que avanzaban a buen ritmo por el glaciar a pesar de que la nieve les llegaba hasta las rodillas y a pesar del peso de las mochilas. A Swift le parecían un diminuto enjambre de moscas revoloteando sobre un pastel recién cubierto de azúcar.

– Venga, vamos -dijo Jack-. Cuanto antes nos pongamos en camino, antes estaremos de vuelta.

Hacía una mañana espléndida, pero el grupo a cuyo frente estaba Jack seguía con mucha dificultad a los sherpas, a quienes pronto perdieron de vista. Éstos habían marcado la ruta con palos y cañas de bambú, de modo que era imposible extraviarse. Cuando llegaron a unas torres de hielo puntiagudas, Swift y Jameson empezaron a sentir los efectos de la altura y tuvieron que tomar unas pastillas de acetazolamida que les había dado Jutta Henze previendo dicha eventualidad. Las pastillas deshidrataban a quien las tomaba induciéndole a orinar, por lo que a Swift le tocó padecer la desagradable experiencia de tener que acuclillarse para hacer pipí detrás de los carámbanos que colgaban de una de las torres semejantes a los enormes colmillos de un monstruo prehistórico.

Jack la llamó desde detrás de otra de aquellas aglomeraciones de bloques de hielo que se forman en los glaciares y que reciben el nombre de seracs.

– Eres un fenómeno a la hora de escoger los sitios, Swift. Si uno de estos palillos te cae encima, cariño, te va a dejar sin vida, como los colmillos de Drácula.

Swift terminó en seguida y se unió a los demás, que la esperaban en la entrada de un corredor, por el cual iban a tener que pasar entre los seracs, según la indicación del sirdar. Vio que Jack estaba un poco rezagado en un agujero negro, como el de una boca abierta, de una enorme grieta y en aquel momento advirtió lo peligrosa que era aquella zona. Rodeada de un laberinto de precarias torres de hielo, carámbanos puntiagudos como espinas y abismos ocultos, Swift pensó que aquel lugar había sido creado por una reina de las nieves vengativa con el único objetivo de impedirles avanzar.

Había sido un año difícil para los sherpas y los porteadores. Por culpa de la guerra indopakistaní, eran pocos los turistas occidentales que llegaban a Delhi en avión y había pocos vuelos directos a Katmandu, de modo que los ingresos que aportaba el turismo se habían reducido a cero y la economía nepalesa se había resentido muchísimo. Hurké Gurung no recordaba tiempos tan malos desde que empezó a hacer de guía de las expediciones de escaladores que acudían al Himalaya.

Había pensado que la presencia de una expedición científica en el Santuario del Annapurna y, lo que era más importante todavía, las cuantiosas cantidades de dólares norteamericanos iban a traer suerte a los nepaleses, que podrían trabajar a gusto, agradecidos y dóciles para con sus patronos. Sin embargo, el sirdar descubrió que la expedición, lejos de haber traído beneficios, había producido los efectos contrarios: cada uno de ellos estaba decidido a sacarles a los norteamericanos hasta el último centavo y los últimos avíos. Había pasado vergüenza muchas veces por las exigencias aparentemente groseras de sus paisanos, exigencias que él estaba obligado, muy a su pesar, a transmitir a Jack sahib: más cigarrillos, más sudaderas, más jerséis de lana, más guantes Dachstein, más chaquetas enguatadas, más gorras de lana, un calzado mejor… en pocas palabras, más de cualquier cosa que podrían vender luego y así obtener divisas. Hurké sabía muy bien que la gente estaba pasando horribles estrecheces, porque dependían de los dólares que les daban los turistas para mejorar, aunque fuera mínimamente, su economía, que no pasaba, por lo demás, de ser una economía de subsistencia. Era muy consciente de que todos los occidentales, en comparación con ellos, eran riquísimos, y eso era muy comprometido para él, porque tenía muy presente la amistad y la admiración que suscitaba en él el hombre que le había salvado la vida en una ocasión. Le resultaba difícil exigirle precisamente a él cosas que no eran estrictamente necesarias, sobre todo porque la verdad era que el objetivo de aquella expedición había dejado en un estado de extremo nerviosismo al resto de los sherpas, y no se podía confiar en ellos porque representaban un peligro potencial.

Cuando era cuestión de caminar por la nieve a alturas superiores a los siete mil quinientos metros, con una carga que pesaba tres kilos y medio o más, el sirdar creía que sus hombres eran valientes y fuertes y que nada les hacía desfallecer. Pero los yetis eran otra cosa. El grito de un yeti, un silbido fuerte que parecía el gañido quejumbroso de un ave rapaz grande, bastaba para aterrorizarles y hacerles creer que sus vidas estaban en peligro.

Hurké Gurung, al igual que uno de los sherpas más valientes y resistentes, los llamados tigres, no sentía ningún miedo. Y en las contadas ocasiones en las que le sobrecogía algún temor, normalmente por una tormenta o una ruta a gran altura, no lo demostraba. En eso consistía precisamente ser sirdar.

Jack había trepado a un banco de nieve y con los prismáticos miraba la falda del Machhapuchhare, que estaba al otro lado del bosque de hielo.