– De momento no hay rastro de ellos.
Jack cogió la radio.
– Hurké, soy Jack. ¿Me recibes? Cambio.
Tras una breve pausa oyeron todos la voz tranquila del sirdar.
– Le recibo perfectamente, Jack sahib.
– ¿Qué tal la ruta por el glaciar?
– Estamos cruzando, sahib. No es muy recta. Pero no pudimos encontrar otro camino. Quizá usted encontrará camino mejor. Pero creo que no es tan malo como salto de hielo cerca de Everest.
– Es bueno saberlo.
Jack dejó de pulsar el botón de la radio.
– Un amigo mío se mató en aquel salto de hielo -dijo, y escupió en la grieta.
– Nos lo dice ahora -le reprochó Jameson, y, alzando las cejas, añadió-: De todas maneras éste parece el sitio idóneo para ver un yeti.
– Un yeti debe de ser demasiado sensato para dejarse ver en un sitio así -intervino Mac.
– Mac tiene razón -opinó Jack-. Es hora de ponerse en marcha. Este sitio me pone los pelos de punta.
Mac se quedó en el banco de nieve sin moverse, mirando con los prismáticos.
– Anda, vamos, Mac.
– Un segundo -gruñó, malhumorado. Bajó los prismáticos y, frunciendo el cejo, se quedó con la mirada fija más allá de la barrera de hielo, hacia la falda del Machhapuchhare-. Nada, no será nada.
– ¿Qué has visto? -le preguntó Swift.
Mac volvió a levantar los prismáticos.
– ¿Verdad que deberían de estar a punto de ascender la montaña en dirección al riñón?
Jack se encaramó al banco de nieve y se puso al lado del escocés.
– Sí, en teoría, sí.
– Entonces, ¿quiénes son aquéllos?
Mac le dio los prismáticos mientras le indicaba un punto en una dirección.
– Justo debajo de la cresta del riñón -dijo en voz queda-. A unos doscientos metros por encima del salto de hielo. ¿Los ves?
Jack siguió la línea del brazo de Mac y advirtió dos puntitos negros que estaban quietos en la falda por la que se accedía a la montaña sagrada.
– Se han parado -observó Mac-. Pero juraría que se movían hace un momento.
– Ya los veo -dijo Jack-. ¿Estás seguro? A mí me parecen un par de rocas.
– Desde luego que estoy seguro. Estoy segurísimo.
– Un momento. Tienes razón, se mueven. -Giró el anillo para enfocar mejor-. Es imposible que sean los sherpas. Ni siquiera el sirdar anda tan de prisa.
– Los sherpas están subiendo -apuntó Mac. Se quitó el guante y se dispuso a colocar rápidamente un largo teleobjetivo en la cámara-. Aquellos dos parece que están bajando.
Swift sacó un monocular de su mochila y, cogiéndose de la mano que Jack le tendía, subió al banco de nieve. Miró con el monocular hacia el riñón.
– Sí, ya los veo -dijo, entusiasmada.
Cuando una de aquellas dos diminutas figuras empezó a bajar rápidamente por la falda a saltos, le dio un vuelco el corazón.
– Señor -exclamó Jack-. Mirad cómo corre.
Mac intentó enfocar con el teleobjetivo la lejana falda de la montaña.
Jameson cogió la radio y llamó al sirdar.
– ¿Hurké? Soy Jameson.
– Adelante, Jameson sahib.
– Estamos observando con los prismáticos la falda de la montaña, un poco más arriba de donde estáis vosotros. Dos figuras están bajando por la montaña y van a vuestro encuentro.
– No veo nada, Jameson sahib. Pero sol me da en ojos.
– Sea lo que sea, parece indudablemente muy fuerte -dijo Mac pulsando el disparador.
Hizo tantas fotografías que su cámara parecía un robot pequeñísimo en movimiento perpetuo.
– Mac, nada de sea lo que sea -insistió Swift-. Son yetis. A la fuerza.
– ¡Sí! -gritó Mac. Su chillido de victoria resonó por los seracs ahogando la voz de Jameson, que hablaba con el sirdar. Mac sacó el carrete y metió otro-. Señor, espero que estas dichosas fotos puedan ampliarse sin problemas.
– ¿Puede repetir, por favor? -preguntó el sirdar.
Jameson se lo repitió en nepalés.
– Haami herchhau dui wataa yeti, timiharu ukaado maathi.
– Debe de ser un simio grande -dijo Mac-. Cómo corre, qué bestia.
– El otro también corre -dijo Swift-. Parece que van directamente al extenso banco de nieve flotante, en dirección a los sherpas.
Advirtiendo, por lo que oía a través del aparato, que el sirdar era presa de un ataque de nervios, Jameson pulsó el botón para hablar.
– ¿Ke bhayo, Hurké? ¿Qué ocurre?
Entonces oyó las voces de los sherpas y al sirdar, que lanzaba un grito.
– Roknu, roknu. Deteneos. Aanu yahaa. Venid aquí. Hera! Hera!
– Hurké, habla, por favor. ¿Qué demonios ocurre?
A continuación oyó sólo un ruido agudo y pensó que había una mala conexión entre su radio y la de Hurké. Echó una mirada a su alrededor y vio que Jack sostenía los prismáticos otra vez.
Volvió a oír el silbido y esta vez lo reconoció. No era ninguna conexión defectuosa. Era como el grito agudo de una gran ave marina sobrevolando un puerto azotado por el viento. Era el grito de un mamífero grande.
Cuando los sherpas entendieron que lo que le decía Jameson a Hurké Gurung por la radio era que por la montaña descendían dos yetis en dirección al extenso banco de hielo flotante, les sobrecogió el terror. Pero cuando oyeron entre las torres de hielo el grito inconfundible del hombre de las nieves, el terror se transformó al instante en pánico.
Hurké Gurung les gritó que se quedaran donde estaban y hasta llegó a insultarles y a llamarles cobardes. Pero para entonces ya habían arrojado la carga al suelo y habían puesto pies en polvorosa deshaciendo el camino que habían hecho para subir.
El extenso banco de hielo flotante que había al pie del Machhapuchhare, al igual que otro más grande que se veía al pie del Annapurna, era una catarata helada, un río que nacía en la ladera de la montaña. Adentrarse en aquel caos helado era como andar por un campo de minas: había que extremar las precauciones. Alguien lo bastante insensato como para precipitarse contra aquel obstáculo mortal automáticamente ponía su vida en peligro, como han demostrado las numerosas personas que han hallado la muerte en los diversos saltos de hielo dispersos por todo el Himalaya.
El primero en echar a correr fue Narendra, el hijo de uno de los sherpas que se habían quedado en el CBA y que era un tigre llamado Ngati. La última vez que el sirdar vio a Narendra, éste corría como un rayo a través de un espacio marcado con tres palos de bambú, en lugar de rodearlo. No habían transcurrido ni quince minutos desde que Hurké había sondeado la nieve del aquel sitio con uno de los palos y había llegado a la conclusión de que debía de haber una grieta oculta. No se había equivocado: en cuanto Narendra pasó corriendo por la nieve, desapareció y sólo se oyó un grito que provenía del abismo invisible.
El segundo sherpa, Ang Dawa, al ver que Narendra se precipitaba al vacío y se mataba, giró bruscamente hacia la derecha y chocó contra una aguja de hielo altísima que se mantenía precariamente en equilibrio. Un instante después Hurké oyó el estrépito sordo de un desprendimiento, y varias toneladas de nieve y hielo sepultaron a Dawa y a dos sherpas más, Wang Chuk y Jang Po. El quinto sherpa, Danu, saltó para apartarse del serac que caía con furia, pero lo único que consiguió después de dar un salto casi sobrehumano fue aterrizar en el borde de otra grieta. Agitó los brazos un segundo como si fueran las aspas de un molino, pero fue en vano, pues el sherpa resbaló y cayó. Antes de hallar la muerte en el fondo del abismo, un grito de horror, que se siguió oyendo todavía unos instantes después de desaparecer él de la vista, desgarró el aire.
El sirdar, temblando y con el estómago revuelto, se dejó caer en la nieve y contempló desesperado una enorme nube de partículas de hielo, que, como el vapor de una descomunal explosión, se alzaba por encima de la torre que se había derrumbado, hasta que poco a poco se disipó.