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La voz de Jack por la radio le sobresaltó y le sacó de la contemplación anonadada, en la que se hallaba sumido, del desastre que les había sobrevenido a sus hombres.

– ¿Hurké? Contéstame, por favor. Soy Jack.

– Jack sahib.

– ¿Estás bien?

– No bien, sahib. Los hombres están muertos. Huían, sahib. Salieron corriendo por el banco de hielo flotante y ahora…

Se interrumpió y miró a su alrededor. De la falda de la montaña, de más arriba, le llegó un ruido fuerte, vocalizado, como una serie de eructos prolongados, seguido por unos gruñidos más ásperos y entrecortados que le recordaron a los cerdos de su pueblo cuando comían, y después un silbido agudo que le hizo tomar conciencia de la razón por la cual los sherpas habían escapado.

– ¿Cuántos hombres ha dicho que han muerto?

– Cinco hombres -contestó Jack con voz tétrica.

– Dios santo. ¿Cinco?

– ¿Hurké? ¿Sigues ahí? Contesta, por favor. Soy Jack. ¿Me oyes?

La radio permaneció muda un momento.

– ¿Qué caray le ocurre? ¿Por qué no contesta? ¿Hurké? Habla, por favor.

Entonces Jack oyó un susurro.

– Jack sahib, calle, por favor. No diga nada de nada si quiere a mí. Están aquí.

Swift se bajó de un salto del banco de nieve y se dispuso a seguir el rastro de los desafortunados sherpas.

– Vamos -dijo-. No hay tiempo que perder.

Las dos criaturas bajaban por la ladera de la montaña a grandes zancadas y balanceando sus voluminosos brazos; estaban a punto de adentrarse en el banco de hielo flotante cuando avistaron al sirdar y se detuvieron. Una distancia de no más de treinta metros separaba a los dos yetis de Hurké Gurung. La primera y única vez que había visto un yeti había sido desde una distancia de al menos cien metros y el animal se había alejado corriendo como un loco, pero ahora los tenía lo bastante cerca como para ver que eran dos machos imponentes, de dos metros de altura como mínimo y muy fornidos. La forma de sus cuerpos era, a grandes rasgos, como la del hombre; parecían gorilas, aunque estaban recubiertos de un pelo corto de color marrón rojizo que guardaba más parecido con el del orangután. Tenían la cabeza muy grande, puntiaguda, lampiña y más chata que la de un hombre, si bien no tanto como la de un mono.

El instinto le dijo al sirdar que tenía que estarse bien quieto y bien callado, pues era obvio que los yetis eran inmensamente fuertes, y tuvo la impresión de que, si hacía un movimiento brusco, iban a descuartizarlo. Lo único que quería era salir de allí corriendo. Pero incluso en el caso de que consiguiera sacarles unos cuantos metros de ventaja, ¿qué iba a ganar con ello? El único sitio por el que podía escapar era a través del extenso banco de hielo flotante, y la ruta que antes estaba bien señalizada con palos de bambú ahora no existía. Si echaba a correr, sabía que sufriría la misma suerte que el resto de los sherpas, que quedaría sepultado bajo una torre de bloques de hielo o bien se precipitaría por la grieta oculta. Así pues, se quedó donde estaba. Un terror desconocido hasta aquel momento hizo presa en él, y rezó a todos los dioses que conocía para que aquellos dos yetis perdieran pronto todo su interés por él y se marcharan.

CATORCE

… un mono convertido al budismo vivía como un ermitaño en las montañas; lo amaba una diablesa, que se casó con él. Sus descendientes eran también velludos y tenían largas colas, y éstos eran los miteh kangmi, los hombres de las nieves: los yetis.

Peter Matthiessen

Lincoln Warner lanzó una mirada, malhumorado, a todos los ordenadores y el equipo del laboratorio que habían instalado en la concha. Pensó en la infinidad de medios que tenía al alcance de la mano en aquel lugar apartado del mundo (mapas, enlaces, expresiones genéticas, secuencias de ADN, espectroscopias obtenidas a distancia, micro fotometrías, visualizaciones cuantitativas de fluorescencia y muchísimos más) y dejó escapar un suspiro. Estaba harto. En las tres semanas que llevaba en el santuario había instalado el programa Gel Analysis y había comprobado las concentraciones de los reagentes de aislamiento de ADN y de ARN. El resto del tiempo se había distraído jugando al ajedrez con el ordenador, escuchando música con el walkman de discos compactos, leyendo libros, paseando por el glaciar y, más que nada, esperando que el resto de sus colegas consiguieran realizar el hallazgo zoológico del siglo, que le facilitaría material para seguir trabajando. Pero estaba empezando a pensar que las posibilidades de tener éxito en aquella empresa tan extraordinaria eran nulas. Probablemente, lo único que conseguirían serían unos Cuantos minutos de película rodada a una distancia de varios centenares de metros que quizá mostraría algún antropoide del Himalaya o quizá no. Ya se estaba arrepintiendo de haber cedido a la insistencia con que finalmente le habían convencido de que se uniera a la expedición. En realidad, fuera de mejorar su juego de ajedrez, no iba a sacar nada de ese viaje. Hasta aquel momento había logrado dominar el programa de análisis filogenético y de simulación, y poca cosa más.

Escrito por uno de sus colegas de la Universidad de Georgetown de la ciudad de Washington, este programa era un método que servía para predecir cómo, a partir de los cromosomas de las mitocondrias, los árboles evolutivos se unían entre sí y cómo los cambios ambientales afectaban estos enlaces de ADN. En 1987, los bioquímicos de Berkeley habían anunciado a la comunidad científica internacional los resultados de sus investigaciones sobre el ADN, que venían a demostrar que todos los seres humanos compartían un antepasado común, una hembra africana que había vivido hacía unos doscientos mil años y a la que llamaban Eva mitocondrial. Pero Lincoln Warner sospechaba que los humanos poseyeron en el pasado más de un tipo de ADN y que había pocas pruebas reales que justificaran la suposición de que Eva hubiera sido africana. Su escepticismo lo llevaba hasta el extremo de dudar de uno de los dogmas fundamentales de la antropología: que la especie humana tuviera un único origen. La evolución, se afirmaba siempre, no funcionaba de ninguna otra manera: las especies nuevas lograban establecerse únicamente gracias a ciertos hechos muy concretos. Lincoln Warner lo ponía en duda y, cuanto más jugaba con las innumerables posibilidades teóricas evolutivas que le facilitaba su programa de análisis filogenético y de simulación, más inclinado estaba a sostener un concepto de la evolución multirregional.

El programa que utilizaba Warner planteaba la posibilidad de carácter ambiental de una mutación provocada por un holocausto. ¿Quedaría para siempre afectada la estructura genética básica de la especie humana por la aparición de nuevas y sucesivas mutaciones nocivas a consecuencia de una catástrofe nuclear? Warner esperaba que ni él ni su amigo de Washington llegaran a saberlo jamás.

Al ver de pronto su cara reflejada en la pantalla negra del ordenador personal, movió la cabeza con tristeza. Decidió que la barba que se había dejado crecer desde su llegada al Santuario no le sentaba nada bien. Tal vez en la intemperie le protegiera del frío, pero le picaba horrores. Tendría que afeitársela.

Warner miró su reloj y vio que era hora de llamar a los grupos que habían salido. Por ser el único miembro del equipo que se encontraba en el campamento base del Annapurna, era responsabilidad suya echarle un vistazo a la estación meteorológica y asegurarse de que todos estuvieran al corriente de cualquier cambio.

Se puso su parka carísima forrada de piel y salió afuera, donde soplaba un viento casi constante y el anemómetro daba vueltas como si fuera la hélice de un helicóptero diminuto. Pulsó unas cuantas teclas del teclado hecho de un material a prueba de la intemperie y anotó las indicaciones que aparecieron digitalmente en la pantalla, que era del tamaño de una cajetilla de tabaco. Debido a las altas presiones, por encima de las montañas del Himalaya se extendía un cielo azul y límpido, que por lo visto iba a durar algún tiempo; esta vez, y para variar, podría dar buenas noticias.