Warner volvió a la concha y, después de quitarse la parka, se sentó frente al centro de comunicaciones que Boyd y Jack habían montado en un rincón.
Sin reparar en el efecto que su llamada de rutina tendría en el Machhapuchhare, cogió el aparato microtelefónico.
– CBA llamando a Hurké Gurung. CBA llamando a Hurké Gurung. ¿Me recibes? Cambio.
Al igual que un martillo al golpear un cristal, el ruido de la radio de Hurké hizo añicos el silencio petrificado del glaciar y asustó a los dos yetis, que adoptaron un comportamiento absolutamente defensivo. Enseñando los dientes y dando unos chillidos ensordecedores, bajaron a la carga por la ladera; caminaban sobre sus dos pies hacia donde estaba el sirdar como si fueran a embestirlo. Hurké, que pensó que le había llegado la hora y que iban a descuartizarlo vivo, juntó las manos, como se juntan al saludar y decir namaste, agachó la cabeza y lentamente se dejó caer de rodillas.
Esta postura sumisa le salvó la vida.
El más grande de los dos yetis, cuyo pelo rojizo era casi blanco por la espalda, se paró en seco justo a medio metro de la figura arrodillada del sherpa.
Hurké notó cómo le arrancaban algo del anorak y con los ojos cerrados se preparó para recibir el golpe que iba a asestarle un brazo inmensamente poderoso. Pero, cuando al cabo de varios minutos los dos yetis cesaron de chillar y él vio que estaba ileso, se sintió con fuerzas para arriesgarse a abrir primero un ojo y luego el otro.
Las dos criaturas estaban agachadas delante de él a cuatro patas, como dos voluminosos jugadores de fútbol americano, con el pelo de sus cabezas puntiagudas completamente erizado y enseñando sus dientes largos y amarillos en actitud agresiva al máximo. El ojo del sirdar se cruzó con el iris rojo y enfurecido del yeti más pequeño y la criatura soltó un rugido, expresando así su desaprobación.
El sirdar volvió a cerrar los ojos y susurró una plegaria corta; entonces advirtió que había sido tanto su terror que se había ensuciado.
Poco a poco le llegó el mal olor producto del efecto de su acto reflejo. Pero aquello no era nada comparado con el hedor de los yetis. En cuanto los tuvo cerca, reparó en la pestilencia atroz que corrompía el aire fresco de la montaña y que recordaba un lugar en el que hay muchos gatos. Era tan fuerte que casi tuvo arcadas, y se preguntó si no sería un olor que segregarían los yetis aterrorizados. Estaba convencido de que el miedo de ellos no era nada comparado con el suyo propio.
En un momento dado le llegó una fuerte vaharada mucho más intensa, y al volver a entreabrir un ojo vio que la criatura defecaba. Su asco dio paso al horror al contemplar cómo el yeti se metía la mano debajo del trasero, cogía sus excrementos antes de que cayeran en la nieve y se comía aquella materia fecal como si fuera el más exquisito de los manjares.
Hurké no pudo reprimir una arcada, que sonó tan fuerte que los dos yetis se pusieron a chillarle histéricamente en la cara, esta vez, sin embargo, tan cerca de él que podía sentir su aliento cálido y sus salivazos en las pálidas mejillas. Pero seguían sin golpearle ni morderle y poco a poco el sirdar empezó a pensar que sólo querían intimidarle. Durante los treinta minutos que siguieron, el más mínimo movimiento del sirdar provocaba rugidos que no cesaban hasta que las dos criaturas estaban absolutamente seguras de haberle amedrentado y de que ya no era ninguna amenaza para ellas.
Fueron los treinta minutos más largos de la vida de Hurké Gurung.
Cuando finalmente los dos yetis se alejaron por la montaña en dirección al riñón de donde habían venido, el sirdar le ofreció una plegaria en acción de gracias a Siva por haberle salvado la vida.
Estaba todavía arrodillado rezando cuando Jack y sus compañeros le encontraron.
QUINCE
¡Y aún hay quien habla de misterios! Si basta con pensar en nuestra vida en medio de la naturaleza: diariamente somos testigos de la materia y de nuestro contacto con ella, ¡las rocas, los árboles, el viento que nos acaricia o nos latiga la cara!, ¡la tierra sólida!, ¡el mundo real!, ¡el sentido común! ¡Contacto! ¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?
Henry Thoreau
Jack encendió un cigarrillo y lo puso entre los labios azulados y temblorosos del sirdar. Luego inspeccionó la radio rota que los dos yetis le habían arrancado a Hurké del anorak.
– Estos individuos te estrechan la mano y te la machacan. Me parece, Hurké, que te has librado de una buena.
El sirdar asintió en silencio; en su rostro había una expresión de enfado y de perplejidad; tenía la frente arrugada como pidiendo disculpas. A Jack le sorprendió ver que se le saltaban las lágrimas y se preguntó si eran lágrimas de gratitud por haber sobrevivido a la experiencia que acababa de relatarles o si lloraba por los hombres que habían hallado la muerte en el extenso banco de hielo flotante.
Hurké Gurung dio una ruidosa chupada al cigarrillo y dejó que el humo flotara alrededor de su boca abierta como si fuera el humo de un arma de fuego; al cabo de unos instantes esbozó una sonrisa forzada, a pesar de que le seguían castañeteando los dientes.
– Has sufrido un shock muy fuerte -le dijo Jameson-. Deberías volver al CBA.
– Han muerto cinco hombres -dijo Jack-. Quizá deberíamos volver todos.
– De eso nada -intervino Swift señalando la ladera del riñón y la montaña prohibida y sagrada que se veía detrás-. Mirad el rastro de estas pisadas. Tal vez nunca más volvamos a encontrar un rastro tan perfecto. Venga, Jack, esta vez sabemos de verdad que son yetis, que no son ninguna invención nuestra.
– Sí, no son ningún Maharishi de las montañas -intervino Jameson-. Jack, Swift tiene razón.
Jack le lanzó una mirada a Mac, que le estaba haciendo una fotografía al sirdar.
– ¿Mac? ¿Qué dices tú?
El escocés se encogió de hombros.
– Tendríamos que hacer lo que teníamos planeado: subimos todo este material al riñón, dos de nosotros instalamos el campamento I y los otros dos siguen el rastro. El pronóstico dice que el tiempo se mantendrá. Y quedan aún muchas horas de sol. Jack, ella tiene razón. Quizá nunca más tengamos una ocasión tan buena como ésta. Y además, caray, hemos venido hasta aquí para eso.
Jack le preguntó al sirdar si se veía con ánimos de regresar solo al CBA.
– Creo que sí.
– ¿Y las familias de los sherpas que han muerto? -preguntó Swift-. Alguien tendrá que decírselo.
– Yo lo haré -contestó el sirdar.
Jack miró los ojos de Hurké Gurung y se azoró.
– Será mejor que te asegures de que comprendan bien que se mataron al intentar huir. Que no fueron los yetis -recalcó-. Y diles también que recibirán la indemnización que les corresponde.
– Comprendo, sahib. Y no debe reprocharse nada. No fue culpa de usted, Jack sahib. Como tampoco vez anterior. Es como usted dice. Sherpas no tenían que haber huido. Pero instintivamente se desea hacerlo. Yeti es terrorífico. Y lo que es más, su olor es abominable, como Boyd sahib nos dice.
Mac husmeó el aire con desconfianza. Flotaba todavía un vago olor a bestia.
– Así olía en Nuptse -dijo-. ¿Y dices que se comían sus propios excrementos? -preguntó Jameson.
El sirdar hizo una mueca.
– Yeti es muy sucio. Come su propia mierda, sí. Como banquete muy raagako maasu.
– Esto sin duda explica por qué nadie ha hallado jamás excrementos de yeti -observó Swift.
– La mayoría de los grandes simios son coprófagos -aclaró Jameson-. Así absorben nutrientes adicionales. Es una cuestión pura y simple de extraer todos los minerales y todas las vitaminas posibles de lo que comen. Si es que me entendéis.