– Lo tendré en cuenta -comentó Jack- la próxima vez que tenga hambre.
– Lo cierto es que si se cagó, probablemente estaba tan asustado como el pobre Hurké.
El sirdar se movió, incómodo, como si algo le molestara dentro de los pantalones.
– No pienso así, Jameson sahib. Además, yo no creo que yeti es un animal. Parece mucho más un hombre. Quizá conducta de mono, sí. Pero los dientes no tan afilados. Tampoco grandes dientes de perro. Y la cara no tan plana como un mono. Antes lo he visto muy cerca, cara a cara. Es, como dice la gente, un hombre de las nieves. Y ahora pienso que algunos sherpas lo llaman yeti, pero es nombre distinto para lo mismo. Teh es el nombre de criatura, sahibs. Yeh significa sitio de rocas. Yeti significa criatura de rocas. Pero algunos sherpas lo llaman Maai-teh. Miti. Maai significa hombre. Así que no Yet-teh, sino Maai-teh. Creo que éste es un nombre mejor para lo que he visto. Miti. Pues era como un hombre muy grande, sahibs. Una criatura como un hombre muy grande.
El sirdar apuró el pitillo y arrojó la colilla en la grieta. Jack le encendió otro y le dio su radio. Dirigiéndose a los demás, dijo:
– Muy bien, vosotros lo habéis querido. Para llegar a la cima del riñón faltan unos trescientos metros. Si estuviéramos al nivel del mar, sería como subir a una colina. Pero a casi cinco mil metros será una caminata muchísimo más dura, creedme.
Jack le pidió al sirdar que le ayudase a cargarse al hombro una caja grande que había dejado abandonada uno de los sherpas que habían muerto.
– ¿Y con una carga de veintidós kilos y medio a la espalda? -Hizo una mueca cruel-. Bueno, digamos que vais a recibir una lección práctica de lo crudo que lo tienen Hurké y sus compañeros todos los días. Vamos, chicos. Vais a enteraros de lo que significa ser sherpa.
Cuando llevaban andada la mitad de la pendiente cubierta de azúcar glaseado, Swift se detuvo e intentó pensar en algo que no fuera el esfuerzo infinito que le representaba subir al riñón del Machhapuchhare. Nunca se había imaginado que fuera posible sentirse tan extenuado y al mismo tiempo con tantas fuerzas para seguir adelante. Lo que más deseaba era desprenderse de aquel peso, porque la espalda le dolía mucho, pero sabía que, si lo hacía, jamás tendría fuerzas para volver a cargar con él.
La única cosa que la mantenía en pie era la certeza de que estaba a punto de encontrar su santo grial particular: Esaú. El hallazgo zoológico del siglo. Y que era ella quien iba a realizarlo. Saldría en todas las revistas científicas del mundo y en todos los periódicos. De no haber caído en la cuenta de que esto le supondría un esfuerzo con el que no contaba y que podía provocarle un ataque al corazón, hubiera sonreído. Era sólo cuestión de seguir la ruta que Jack había trazado en la nieve. Hasta lo alto del riñón. Hasta la cima.
¿Cómo eran capaces los sherpas de realizar aquel trabajo? ¿Cómo podía ser que personas más menudas que ella fueran capaces de cargar con tanto peso y a pesar de ello avanzar con más rapidez que cualquier occidental sin carga alguna que le entorpeciera la marcha? Jack tenía razón. Había que tenerles mucho respeto a aquellos hombres vigorosos y de corta estatura; en su pecho, en sus muslos, en sus hombros, en su espalda, cada vez que daba un nuevo paso, sentía nacer una nueva admiración por ellos. Tenía la sensación de que sus músculos estaban saturados de ácido láctico.
– ¿Estás bien?
Jack y MacDougall hacía mucho que habían desaparecido por la cresta del riñón. El que habló fue Miles Jameson, que le llevaba una ventaja de unos cincuenta metros.
– Sí -dijo sin resuello-. Estoy tan cansada que no puedo respirar, sólo es eso.
Esperó a que el martilleo en la cabeza disminuyera algo y luego, despacio, siguió andando. Era tanto el esfuerzo que debía hacer para caminar con toda aquella carga a su espalda hasta el riñón que pronto desterró de su cabeza hasta los pensamientos referentes al yeti. Hacía ya mucho que había dejado de fijarse en el rastro que habían dejado las dos criaturas al subir y al bajar del riñón. Ahora pensaba sólo en una cosa: en el trabajo desesperadamente lento y tedioso de subir la vertiente inferior del Machhapuchhare.
Cuando al fin alcanzó la cima, empapada de sudor, con los pulmones que le ardían como si se hubiera enjuagado la boca con un ácido, vio que Mac y Jack ya habían montado una de las tiendas Stormhaven. Jameson había instalado un fogón de parafina y había puesto agua a hervir para preparar un poco de té. Swift se dejó caer en la nieve y Jack le quitó aquel peso inmenso de la espalda. Liberada de la carga, se quedó tumbada de lado como un cadáver.
– Estoy orgulloso de ti -le dijo Jack-. Has hecho un esfuerzo impresionante y has llegado hasta el final.
Muda por la fatiga, Swift hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se tumbó de espaldas en la nieve con la vista fija en el Machhapuchhare que, mucho más cerca ahora, se alzaba por encima del riñón como las murallas de un enorme castillo blanco. Una obra construida por Ludwig de Baviera, el rey aquel que había perdido la razón. Había algo en aquella montaña que le confería, en efecto, el aspecto de un edificio de cuento de hadas. Las paredes de la cima eran tan verticales que únicamente el pico propiamente dicho estaba cubierto de nieve, como el logotipo de la Paramount Pictures. ¿O era el de la Columbia? No lo recordaba. El viento cortante del Himalaya había dispersado la nieve con tanta delicadeza que parecía que la cumbre estuviera luchando por desprenderse de la gran masa que había a sus pies, pero no lo conseguía porque ésta era como una membrana blanca pegada con cola de impacto. El monte de Siva era muchísimo más impresionante visto desde la cima del riñón que visto a cinco kilómetros de distancia y seiscientos metros más abajo, desde el glaciar en el que estaba el CBA. Cerró los ojos e intentó imaginarse en Berkeley, en su casa, metida en la cama o en la bañera llena de agua caliente, pero fue un breve ensueño que Jack, que ya estaba dando órdenes, interrumpió.
– ¿Mac? Tú y Miles os quedáis aquí y acabáis de montar el campamento. En cuanto nos hayamos terminado el té, Swift y yo continuaremos buscando a los yetis. Seguiremos el rastro y volveremos antes de que anochezca.
Algo que había en la nieve, cerca de ella, la hizo apartarse, asqueada. Era el cadáver de un animalito peludo, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, al que habían dejado sin vísceras.
– ¡Uf! ¿Qué es? -preguntó.
Jameson lo miró por encima.
– Una marmota muerta. Probablemente un águila le comió las entrañas. Tuvo suerte, porque es difícil encontrar carne por estas montañas.
Swift se incorporó despacio y cogió la taza de té humeante que Miles le ofrecía. Quería decir que no se veía con fuerzas de ir, que estaba acabada, que ya no podía dar ni un paso más, y lo hubiera dicho de no ser porque no tenía ni idea de cómo se montaba una tienda. Además, la idea de seguir el rastro de los yetis había sido suya, y de nadie más. Así que se lo pensó mejor.
– ¿Vamos a pasar la noche aquí, Jack?
– En principio, sí.
Swift lanzó una mirada a la tienda y frunció el entrecejo. Después del lujo de los refugios sepultados bajo la nieve y la concha climatizada, la tienda Stormhaven parecía tan frágil como un farolillo de papel. Sorbió el té ruidosamente y fijó la vista en el valle que se extendía a sus espaldas hacia el macizo en forma de pulpo que es el Annapurna. Se dio cuenta de que Jack tenía razón, podía haber estado a treinta kilómetros. Era imposible seguir el rastro de los yetis y regresar al CBA antes de la caída de la noche.
Se terminó el té e inspeccionó la depresión llana que había en la cima del riñón por si veía pisadas de los yetis. En aquel momento advirtió que el banco de hielo flotante se extendía también entre el riñón y el pie de la montaña y que las pisadas llevaban a él.