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– A partir de ahora necesitaremos crampones y piolets -dijo Jack, que le estiró las piernas a Swift y le fijó unas puntas amarillas, de aspecto letal, en las suelas de las botas. Cuando acabó, la ayudó a levantarse.

– ¿Qué tal?

– ¿Qué? ¿Las piernas? Es como si no fuesen mías, como si fueran las piernas de otra persona. De una persona vieja y lisiada.

– Me refería a los crampones.

Swift levantó un pie y luego el otro.

– Supongo que bien.

– Si se te aflojan, dímelo y te los ajustaré.

Jack le puso la empuñadura recubierta de goma antideslizante de un piolet DMM en la mano enguantada. Swift lo levantó experimentalmente y asintió, pero al ver que Jack se ponía un arnés de pecho y que luego recogía del suelo una cuerda enroscada no pudo reprimir un ataque repentino de ansiedad.

– ¿Qué es esto? ¿Tienes intención de remolcarme? -preguntó esperanzada al pasarle él la cuerda por la cintura.

– Sólo si no me queda más remedio.

Con sus manos expertas hizo un nudo en forma de ocho a un metro del extremo de la cuerda y medio nudo de pescador en la cuerda principal. Después la enganchó al mosquetón que colgaba del arnés de pecho.

– El ocho es un nudo que sirve de freno -explicó-. Por si ocurre que tienes que pararte de golpe.

– Jack, no necesito ayuda para pararme, la necesito para ponerme en marcha. Átame un nudo que me haga mover las piernas. -Sacudió la cabeza, exasperada-. ¿Por qué habría de querer pararme de golpe?

Mac soltó una sonora carcajada.

– No hay forma de que lo entienda, Jack.

– ¿Qué tengo que entender?

– Que puedes caerte por una grieta, querida. -Mac volvió a reírse-. Por eso puede que quieras pararte de golpe. ¡Para no precipitarte hasta el fondo!

– Fantástico. -Swift se tragó una mezcla de terror y de amor propio herido.

Para gran desconsuelo suyo, Mac sacó de improviso una cámara compacta y, sin dejar de reírse, le hizo una fotografía.

– Ésta para el álbum. Anda, querida, ten un poco de fe. ¿No sabías que la fe mueve montañas?

– ¿Ah, sí? -Esbozó una breve sonrisa-. ¿Y para qué?

Jack se colgó al hombro el rifle Zuluarms de Jameson.

– Tú primera, Swift. Así, si te caes, podré salvarte.

– Qué tranquilizador.

Se cargó la mochila a la espalda y le dio a Swift una cuerda enroscada.

– Toma -dijo-. Cógela. Y ahora tómatelo con calma. No pierdas de vista las huellas de los yetis. Lo más probable es que sepan mucho mejor que nosotros dónde están escondidos los peligros.

Swift se ajustó las gafas de sol, se subió del todo la cremallera del anorak y lanzó un suspiro, incómoda.

– ¿Por qué tengo la sensación de que me ponen a prueba, de que me tienden una trampa? -refunfuñó.

A continuación se puso en marcha en dirección al corredor de hielo que se extendía a lo largo de la parte superior del glaciar y que terminaba en un punto donde un picacho que se hallaba enmarcado por el centro de la pared escarpada lo dividía en dos.

El segundo grupo de exploradores recorría un valle que quedaba al noreste del CBA y que conducía al Annapurna III cuando Lincoln Warner les dio por radio la noticia de la muerte de los cinco sherpas y de que habían visto dos yetis.

– Me imagino que no hay ninguna posibilidad de que alguno de estos hombres esté con vida, ¿verdad? -dijo Cody.

Jutta meneó la cabeza.

– Las personas que caen en una grieta por lo general no sobreviven. Es como caer por un precipicio.

– Qué desgracia que haya ocurrido esto. ¿Qué es lo que se hace habitualmente en estos casos, Tsering? ¿Debemos de volver e intentar rescatar los cuerpos?

El joven sirdar ayudante negó con la cabeza lentamente.

– Dudo que semejante cosa sea posible. De hecho, podría costar la vida a muchos más hombres. Pero ¿qué mejor sepultura para un sherpa que la nieve y el hielo donde ha caído? Ya habrá tiempo para las ceremonias. Pero éste no es el momento, Cody sahib, y usted verá cómo los supervivientes se comportarán con dignidad y no mostrarán en exceso su dolor.

Cody asintió educadamente, pero pensó que Ang Tsering era un tonto del culo, pomposo y creído. Sentía animadversión por el sirdar ayudante, porque creía que era engreído y no podía comprender que Jutta estuviera tan deseosa de ayudarle a perfeccionar su alemán. O tal vez ocurría sólo que, al igual que muchos otros de su raza, pensaba que los que hablaban alemán tenían que asestarles un azote en la cara a los que hablaban inglés. Fuera como fuera, Cody estaba cansado de oír cómo se pedía en alemán un plato en un restaurante, o cómo se contaba o cómo reservaba uno una habitación en un hotel. Hasta Tsering, sospechaba Cody, mostraba ya señales de hastío por todo lo teutónico.

Tsering anduvo un corto trecho y subió hasta lo alto de la pendiente en la que estaban. El mensaje de Warner los había interrumpido cuando estaban buscando en un mapa aquella vertiente llamada Gandharba Chuli, una larga cresta que ascendía suavemente hacia las alturas más escarpadas del Machhapuchhare, adonde se había dirigido el otro equipo.

Cody lanzó un suspiro.

– Es un hijo de puta caprichoso y malhumorado.

Al momento se arrepintió de haberlo dicho, pues imaginó que Jutta saltaría en defensa del sirdar y que le recordaría que cinco compañeros suyos habían muerto. Pero en lugar de ello se encontró con que le daba la razón.

– Yo hago un esfuerzo por ser amable con él, pero entiendo perfectamente lo que quieres decir.

– No tenía que haberlo dicho. Acaban de morir cinco de sus compañeros.

Jutta se encogió de hombros.

– Pero antes de enterarse de la noticia su humor era el mismo -dijo-. Está siempre de un humor de perros.

– Me parece que prefiero la compañía de los monos que la de una persona como Ang Tsering -dijo Cody-. No es que sea racista ni nada por el estilo. Es sólo que…

Jutta sonrió.

– No te disculpes. Te entiendo perfectamente. ¿Has trabajado siempre con monos?

– He hecho todo lo que se puede hacer con ellos. Todo menos emparejarme con una hembra, y no creas que me faltaron ofertas. Las hembras del gorila pueden ser muy insistentes. En los años setenta, unos amigos míos de la CIA trataron incluso de que les ayudara a elaborar un programa con el objeto de utilizar a los grandes primates para el ejército. Querían que los chimpancés aprendieran a conducir coches bomba, adiestrar gorilas para librar combates en la selva y otras cosas por el estilo. -Advirtió la expresión de horror en el rostro de Jutta y en seguida se apresuró a añadir-: Yo, por supuesto, no me presté a ello.

Jutta hizo un gesto afirmativo con la cabeza expresando su aprobación.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? -preguntó Cody-. Supongo que si han visto dos yetis no hay ninguna necesidad de que sigamos dando paseos por esta zona del Santuario.

Tsering les estaba haciendo una señal con la mano para que subieran.

– ¿Qué querrá ahora? -gruñó Cody.

Se pusieron los dos en marcha, y al llegar arriba vieron que el sirdar miraba con unos viejos prismáticos el valle que había a sus pies. En silencio les indicaba un punto, a lo lejos. Sus ojos avezados habían reparado en algo: una figura diminuta que se encaminaba hacia el valle, hacia Tarke Kang, la cúpula del glaciar.

Tanto Cody como Jutta cogieron sus propios prismáticos y los apuntaron hacia la figura. Por un instante ambos pensaron que el Santuario estaba poblado de yetis, pero en seguida vieron que un poco más al norte había unos triangulitos negros. Eran tiendas.

Era otro campamento.

El corredor, que se extendía entre los dos brazos del glaciar, tenía a la derecha paredes de nieve y, a la izquierda, cascajos de hielo. La ruta les acercó a la pendiente escarpada que había impedido la constante acción erosiva del hielo. Intimidada por la proximidad de la montaña y el silencio sobrenatural, Swift andaba sobre las huellas de los dos yetis, tal y como le habían aconsejado que hiciera, con la precaución propia de alguien que medio esperaba la súbita aparición de las dos criaturas de detrás de un montón de nieve, dispuestas a atacarla con toda la ferocidad de un tigre que defiende su territorio.